miércoles, 31 de enero de 2018

Europa como respuesta al desorden mundial



Artículo original publicado en El Siglo de Europa el día 31 de enero de 2018


  • Los populismos son al siglo XXI lo que los nacionalismos fueron al XIX o XX. Lo único que cambia es el pretendido ejército de las víctimas”
  • El soft power de la Unión debería convertirse en la verdadera punta de lanza de un liderazgo global basado en los valores”


Cuentan sus biógrafos que cuando los amigos del cantante y poeta canadiense Leonard Cohen le contaron, emocionados, que acababa de caer el Muro de Berlín y que finalmente ese signo de la división que separaba el mundo libre del oprimido no sería por más tiempo un obstáculo para que las gentes de uno y otro lado, y otras del espacio en el que la decrépita Unión Soviética ejercía su tutela, vivieran en libertad, el autor de Suzanne los observó poco menos que espantado, para después encerrarse en su despacho y escribir la letra de una canción que llevaría por título The Future y cuyo estribillo aseguraba,

“He visto el futuro, hermano,
Es un asesinato”.

La caída del Muro era principalmente el final de muchas de las convenciones que la Segunda Guerra Mundial nos había dejado: la paz. La libertad y el crecimiento a un lado del Muro; la opresión y la pobreza, del otro, pero todos vivíamos un mundo de certezas como producto de la estabilidad que nos proporcionaba ese escenario.

Nos acercamos al trigésimo aniversario de la caída del Muro y el desastre es ya irremediable. Al conflicto Este-Oeste le van sucediendo los innumerables pequeños-grandes conflictos que, sumados unos a otros, producen una atmósfera poco menos que irrespirable. Y algunos de ellos además traen su causa de circunstancias que no tienen mucho que ver con los dos bloques antaño enfrentados, pero cuyas consecuencias arrojan a cientos de miles de seres humanos a nuestras costas, como es el caso del cambio climático.

Algunas otras de las crisis con las que convivimos sí traen su causa de conflictos políticos, como la llamada Primavera Árabe, que acabaría como el rosario de la aurora en muchos de esos países, dejando un rastro de amargura y desazón, después de elevar al poder al radicalismo religioso, como ocurrió en Egipto; la guerra civil en Siria, escenario de una confrontación más amplia entre diferentes potencias, con el balance provisional de unos 400.000 muertos y de 1.500.000 de heridos, además de oleadas de refugiados; el enquistamiento político en el interior de los dos grandes rivales en el Magreb –Argelia y Marruecos– y el régimen de libertades –aún no consolidadas– en Túnez como único resultado positivo en términos democráticos de un proceso respecto del cual un día abrigamos grandes expectativas.

La caída del Muro nos condujo a una descomposición del antiguo imperio soviético y, con él, la llamada a las puertas del proyecto europeo y de la OTAN a los países que salían del abrazo del oso y pedían democracia, seguridad y desarrollo económico. Algunos de ellos aceptarían las reglas del juego impuestas por el Club, incluida el respeto a los derechos humanos, otros –como Hungría– simplemente han preferido mirar hacia otro lado. Ucrania se encuentra dividida por el efecto de la agresión permanente y desintegrada por la anexión de Crimea. Y Rusia ha perfeccionado además su sistema de agresión propagandística haciéndose fuerte en las redes sociales y contaminando de elementos disolventes los proyectos que determinan la unidad y la fortaleza de los proyectos nacionales en Europa –Cataluña– y en otras partes del mundo (apoyo del populismo de Trump como lo venía haciendo con el de Le Pen o Farage).

Y no será la caída del Muro, pero sí nuestra propia crisis, la del capitalismo desregulado de Lehman Brothers y la que proviene de la globalización la que produjo el severo retraimiento de la economía en algunos países del sur de Europa y el nacimiento de los populismos a uno y otro lado del Atlántico.

Los populismos son al siglo XXI lo que los nacionalismos lo fueron para el XIX o el XX. Lo único que cambia es el pretendido ejército de las víctimas (por eso se llevan tan bien entre ellos). Los presuntos afectados de antaño lo eran de los Estados opresores; los de hoy lo son de la globalización y de la crisis que provocara en las personas cuya cualificación quedaba malparada por la competencia. Y las dos son las malas respuestas, porque conducen al proteccionismo y a la introversión, cuando no al desmembramiento de los Estados y a la división irreparable de sus conciudadanos.

La globalización es un fenómeno imparable, con el que debemos convivir y, más aún, aprovechar las oportunidades que conlleva. La predisposición al cambio, desvinculada de los miedos que nos inmovilizan; la adquisición de destrezas, la formación continua... son las respuestas adecuadas, las que nos hacen fuertes y nos permitan encarar esta batalla con posibilidades de vencer.

La proliferación de las armas nucleares, y su difícilmente evitable caída en manos no adecuadas, se nos está viniendo encima con proporciones inusitadas aunque en apariencia –sólo en apariencia– no nos afecte demasiado. El conflicto entre Estados Unidos y Corea del Norte es un rescoldo no resuelto del conflicto Este-Oeste que reaparece con un potencial destructivo difícil de prever.

Y si los problemas son tantos y tan complejos las soluciones son difíciles y de eficacia distante en el tiempo.

Y si bien el escenario actual es de una devastación general, en la que a la pérdida de vidas humanas se le suman los desplazamientos de millones de personas, la intransigencia religiosa, el terrorismo yihadista, las falsas respuestas del populismo que encandilan a las sociedades atemorizadas y tantos otros, lo cierto es que no hay un espacio para el acuerdo internacional y los que existen evidencian su debilidad (la lucha contra el cambio climático, por ejemplo) o su segmentación e inoperancia (G-20). Las Naciones Unidas permanecen encapsuladas en una especie de referencia testimonial, pero su adaptación y conversión en una instancia global que propicie la adopción de acuerdos internacionales y que sirva para encauzar las crisis del presente y del futuro (los desplazados, las armas nucleares, los derechos humanos...) parece poco menos que impracticable.

Por eso el proyecto europeo, verdadero faro de las libertades individuales y del Estado del Bienestar, adquiere en este desorden una oportunidad y una relevancia indudables. El soft power (por ahora blando, pero con posibilidades reales de fortalecerse en el futuro) de la Unión debería convertirse en la verdadera punta de lanza de un liderazgo global basado en los valores. Su extensión a los espacios asiáticos desde el libre comercio y el respeto a las buenas prácticas democráticas tiene la exigencia ineludible de expandirse por el lado atlántico a la América Latina, con la que compartimos los españoles una lengua que hablamos más de 550 millones de personas en el mundo. La política –y la vida– operan desde el horror vacui y si el líder mundial ha decidido retirarse del campo de juego otros jugadores tendrán que ocupar su papel.

En esa Europa que bien pudiera contribuir a crear un nuevo orden internacional desde el caos –o el desorden– España debería tener un papel esencial, situada como se encuentra en el vértice entre Europa y el norte de África y con su natural proyección latinoamericana. Aunque para ello deberíamos ser capaces de construir un proyecto nacional, un relato sugestivo de país que nos permita aportar a esa refundada Europa nuestra propia forma de entender el futuro. Una España que no se diluya en Europa, por lo tanto.

Pero esa es materia para otro artículo.
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