lunes, 14 de octubre de 2024

¿Se ha puesto el PP en modo crisis?



En el año 1991, el profesor y prolífico ensayista de origen maltés, Edward de Bono, escribió un opúsculo que tituló “Six Action Shoes” (Seis Zapatos para Actuar). En él describía la necesidad de adaptarse a las cambiantes situaciones que nos proporciona la vida, utilizando para eso un calzado diferente. A veces conviene ponerse los zapatos convencionales, los de todos los días; con ellos afrontamos los hechos rutinarios a velocidad de crucero. Y hay también zapatos que son más susceptibles para asumir situaciones de riesgo inminente, porque de lo que se trata es de limitar el alcance de la crisis que no sólo se intuye, porque se ha cernido ya sobre el escenario. A los primeros zapatos los llamaba De Bono los “Navy Formal Shoes”, los que uno se pone para actuar con un procedimiento normal y rutinario; a los segundos, los denominaba como los “Orange Gumboots”, que son los utilizados por los bomberos y los equipos de emergencia. Creo que sobra la explicación acerca del motivo por el que este último tipo de calzado resulta conveniente en determinadas ocasiones.

Se ha producido, en efecto, un incendio y se encuentra el PP (y Vox y UPN) en estado de convulsión por el hecho de haber admitido una enmienda de Sumar y haber incluido sus votos en la modificación de un sistema de cómputo de las penas impuestas a los terroristas de ETA que ya había recibido el “nihil obstat” por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Debería seguramente haber empezado el PP (que es la principal alternativa de gobierno en presencia en España) no sólo con pedir perdón, como ya lo hizo Feijoó, a las víctimas del terrorismo, sino a los ocho millones largos de votantes que depositaron su confianza en ese partido en 2023. Más aún, al conjunto de los ciudadanos españoles que -con su voto o sin él- aspira esta organización -bastante desorganizada, como se puede advertir- a representar en el gobierno de España.

Pero no podría quedar ahí el capítulo de las gestiones a acometer por el principal responsable de ese partido, aunque sirva tan sólo para limitar el deterioro que a su imagen le produce este desastre parlamentario. Y la AVT, por boca de su presidenta, ha pedido dimisiones. En el momento en el que se escriben estas líneas no se han producido y hay quien asegura que no las habrá.

Resulta singular que un partido que ha hecho práctica parlamentaria generalizada el uso de las comisiones de investigación (que, por otra parte, no son útiles para investigar nada, sólo sirven para añadir carnaza a la polarización política que nos invade), no sea capaz de poner en marcha un procedimiento para determinar lo que ocurrió y quién o quiénes son los responsables de este desaguisado. Por supuesto que además de quienes, con su habilidad característica -Bildu y el gobierno- lo pusieron en marcha.

Habrá que convenir que, en el caso de que se pretenda por el PP poner en marcha la máquina de picar la propia carne -lo cual, insisto, no parece evidente- no resultará fácil saber en qué punto se detiene la operación descuajadora. ¿En los diputados que aceptaron directamente la propuesta?, ¿en los asesores parlamentarios que les ayudan? ¿O habría que subir más hacia arriba y practicar la guillotina política en los miembros de la dirección del grupo que tienen el encargo de fijar posición de voto con carácter previo a la emisión del mismo en el Pleno de la Cámara?

No, el asunto no debería limitarse a una mera presentación de excusas. Está en juego algo de mucha mayor importancia. Y no sólo si el PP merece o no la confianza de quienes lo votaron. Y es que en esta política española que consiste meramente en estar o en la nómina del poder o en la de la oposición (siendo así que el PP parece más cómodo en la segunda, quizás por su incapacidad permanente de acceder a la primera), ¿cómo puede justificar la petición del voto para representar a la ciudadanía un partido que ni siquiera es capaz de controlar la acción del gobierno y de prevenir sus trapacerías?

Se ha puesto en juego, y con carácter transversal además en este caso, la credibilidad del propio sistema democrático, que reside en el debate público de un gobierno que debería presentar sus iniciativas con la cara descubierta, con la “Luz y taquígrafos” que don Antonio Maura reclamaba para sus acciones, y de una oposición que no debería oír los cantos de sirena emitidos por los calores estivales y aprestarse a pasar sus vacaciones, descuidando ese ámbito de su labor parlamentaria tan importante como es el de legislar.

Porque la pregunta ya no es si estamos ante un gobierno tramposo y una oposición timorata -ambas cosas parecen bastante claras-. La cuestión es que se advierte un peligrosísimo incremento en la percepción ciudadana de la inutilidad del voto y de que este sistema político -la imperfecta democracia española- no sirve, porque en lugar de resolver los problemas produce otros nuevos -como decía Groucho Marx que era la política-. Y de esa valoración de la realidad viene de la mano el populismo y la admiración por los hombres -o mujeres- fuertes, que la líder radical Emma Bonino consideraba uno de los peores síntomas de la degradación en la gestión de la cosa pública.

Alberto Núñez Feijoó no tiene por delante sólo un problema de partido, ni siquiera de liderazgo, de gobierno o de oposición futuros. Se ha encontrado de bruces con un boquete abierto en el sistema, que lo haya creado o no, tiene la obligación de cerrar.

Convendría que fuera consciente de ello y que se calzara, más pronto que tarde, los de color naranja que recomendaba el escritor citado al principio de este comentario. En sus botas de bombero está ahora la democracia entera.

¿Le vendrán muy grandes esas botas?

sábado, 31 de agosto de 2024

¿Más psicólogos que economistas?



La apuesta por el desarrollo y el crecimiento económicos, presentada como la mejor solución a las necesidades de las sociedades, no es nueva. Su corolario en la combinación de estas prácticas económicas con la justicia social nació en tiempos ya remotos que vieron crecer a los partidos -y sindicatos- de base obrera con las políticas sociales que implantaron los partidos conservadores; la doctrina social De la Iglesia, con la encíclica "De Rerum Novarum", de León XIII, en 1891, abriría el camino para una concepción diferente de las desigualdades a la preconizada por el librecambismo, que supondría una modificación de actitud también en las formaciones políticas más tradicionales.

A pesar de que este debate se simultaneaba con otros -el clericalismo o su anti, por ejemplo-, en todo caso ha sido la economía la que ha presidido la actuación política desde entonces. La polémica en la izquierda sobre la convivencia entre la extensión de la protección a los más desfavorecidos, desde la aceptación del "Estado burgués" o desde su desaparición por obra de la revolución, se correspondía con la discusión en la derecha entre los partidarios de un Estado más fuerte y los que defendían otro más debilitado. En definitiva, la confrontación política se hacía de manera inevitable en términos económicos.

No sabría decir hasta qué momento se prolongaría este imperio de la economía sobre la política, pero no deja de ser cierto que la evolución de los acontecimientos condujo a la cuasi disolución de los Estados-nación en el abismo de la globalización. Las viejas teorías marxistas, soportadas por la idea de las relaciones de producción a escala nacional, harían crisis cuando se advertía que la clase obrera ya no era la de los trabajadores con mono que montaban los coches de Renault en Valladolid, sino más bien la de los operarios del textil de Bangla Desh, que confeccionaban ropas en edificios insalubres en los que apenas sí entraba la luz.

Y esa globalización, además de modificar el esquema clásico de las posiciones marxistas, generaba también la pérdida de los puestos de trabajo para quienes hacían las tareas que otros están dispuestos a realizar en cualquier otra parte del mundo y por un coste irrisorio. Ensamblar coches en Detroit es una tarea que ya vamos describiendo como arqueología industrial. Y los que trabajan en los sectores afectados empezaron a preguntarse cómo ocurrió todo eso, y por qué es necesario apoyar un proceso, el de la globalización, que les deja sin recursos y sin futuro.

A lo que será preciso añadir que el paisaje cotidiano de nuestras ciudades está cambiando también. Que la globalización no consiste sólo en que compremos una camisa hecha en China, sino también en que los chinos, y los latinos y los magrebíes se instalen en nuestros vecindarios, utilicen nuestros transportes públicos y reciban atención médica en nuestros hospitales. Y descubrimos cómo está muy bien ir a la moda a un precio más que asequible o entregar el cuidado de nuestros mayores a gentes llegadas de fuera, pero no tanto como para que esa convivencia entre en conflicto con los estándares vitales que habíamos alcanzado.

No calificaré esta forma de pensar -y aún de actuar-, porque el objetivo de este comentario consiste precisamente en eso que Jean Monnet definía como el "leit motiv” de su vida: "intentar comprender", ya que sólo desde la comprensión de las actitudes de las gentes podrán anticiparse los cambios que se producirán en el futuro y las respuestas que debamos ofrecer a esas nuevas situaciones.

La política por lo tanto debiera asumir que está avanzando un estado de opinión que bebe sus raíces de una sensación de inseguridad. Tengo también la convicción de que esas percepciones están siendo agitadas por los partidarios de la máxima que asegura que "cuanto peor, mejor". Pero también conviene que seamos conscientes de que no son los agitadores quienes han creado ese estado de opinión, simplemente porque ya existía.

La reconducción de la política a la psicología es, entonces, necesaria. Se trata también de hacer pedagogía, de dirigirse a las gentes con argumentos que llamen a los valores que decimos compartir, la solidaridad, la empatía con los más desfavorecidos, pero también la utilidad -ya que serán ellos, los emigrantes, y sus hijos los que nos paguen las pensiones y la atención médica que precisamos, no los hijos que no hemos querido tener.

Una pedagogía que muestre la necesidad de rehacer un nuevo contrato social, que ya no sólo debe atender a la reducción de las desigualdades a través de la igualación de las oportunidades -no del desprestigio y el ataque a los que más tienen-, garantizando la subsistencia del estado del bienestar. No sólo tampoco -aunque también- a mantener el pacto generacional, por el que los trabajadores de hoy mantienen la jubilación de quienes les ayudaron en su niñez y su juventud. Ese nuevo pacto social se deberá necesariamente extender ahora a quienes han decidido compartir con nosotros sus vidas, sus éxitos y sus fracasos, integrándose en una suma diferente de lo que había sido una sociedad que 20 ó 30 años atrás contaba con una cierta homogeneidad.

En la isla de Ellis, en la que las autoridades estadounidenses habían establecido un centro de acogida de los inmigrantes que llegaban al país en barco, puede verse una enorme bandera de la nación norteamericana, compuesta por pequeños fragmentos geométricos. Si el espectador la contempla desde uno de sus lados, verá la enseña de las barras y las estrellas; en el otro advertirá unas muy pequeñas fotografías con las caras de los que un día llegaron allí procedentes de otros mares. La enseñanza está meridianamente clara: Estados Unidos es un gran país porque está compuesto por tantas gentes de tan diversas condiciones. Y lo afirmó siendo muy consciente del debate que también allí se está produciendo.

De modo que, sin dejar de lado las magnitudes macroeconómicas, los políticos de hoy deberían atender a esos sentimientos íntimos de las gentes -por muy irracionales que a algunos nos puedan parecer- e inculcarse de los rudimentos que procuran tender los puentes entre unos y otros, que no a erigir muros de contención que establezcan fronteras insalvables. Entre otras cosas porque, por más que nos obstinemos en ello, siempre las franquearán.

La psicología deberá entrar en la ecuación de la política, por lo tanto.

domingo, 18 de agosto de 2024

Apuntes para un verano

Publicado en El Imparcial, el 17 de agosto de 2024

Existen momentos en los que se diría que las palabras se atragantan al otro lado del teclado de tu tablet. Como ocurre con las cenas desordenadas y pantagruélicas a las que, de cuando en cuando, nos vemos sometidos, los acontecimientos políticos y sociales nos producen un asombroso hartazgo que ya ni siquiera lo es, porque nuestra capacidad para la indignación se ha visto superada hace mucho tiempo, y apenas sí te queda el reflejo de levantar una ceja para poner en evidencia tu contrariedad. ¿Es esto posible?, ¿lo estoy soñando?, ¿vivo en realidad en el país que un día definiera la más importante de las leyes que los españoles nos hemos dado en los últimos tiempos?

Pensamos quizás que nuestras inquietudes son más bien producto de las olas de calor que este verano climático va depositando en las arenas de la playa de nuestros organismos exhaustos, como si todo lo que ocurre en nuestro derredor es apenas producto de una imaginación calenturienta. Pero las escasas noticias que proporciona la canícula y los comentarios de los pocos analistas que aún se confían a enviarnos sus crónicas nos insisten en que eso ha ocurrido -o dicen que así ha sido-: que el prófugo Puigdemont dio un mitin y que la policía lo perdió cuando el semáforo se puso en verde, y que la insolidaridad fiscal va a alcanzar cotas insospechadas con tal de asegurar dos precarios inquilinatos en Madrid y Barcelona. Algunas voces -ya no se sabe muy bien si verdaderas o un tanto farisaicas- se han elevado con estupefacción ante estos hechos.

¿Dónde estábamos cuando todo esto acaecía? La respuesta es muy sencilla: estábamos combatiendo el calor con la ayuda de la brisa del mar en la playa, en la montaña o acudiendo a un espacio refrigerado de unos grandes almacenes, a la vez que comprobábamos el exorbitante nivel de los precios de los productos que allí se exponen -la inflación nos sorprende y nos agobia más que la segunda fuga del prófugo o el nuevo orden hacendístico.

Y ya que nos referimos a los precios, constataremos que se trata de un intercambio excesivo el de modificar el régimen fiscal previsto por la Constitución de 1978 por la puerta de atrás para que Salvador Illa resida en la Casa de los Canónigos, lo mismo que abochornan la actitud y las explicaciones de los responsables de la policía autónoma de Cataluña y de los responsables del gobierno central, desoyendo, unos y otros, los mandatos del juez y poniendo en evidencia que son los mandatos políticos los que condicionan las actuaciones policiales.

A la espera de alguna concreción sobre el nuevo sistema fiscal para Cataluña, situado en el momento presente en la opacidad más cercana posible al absoluto, somos conscientes también del grado de deterioro que viene operando sobre los principios y valores que en algún no tan lejano tiempo pensamos que eran, no sólo válidos, sino hasta sacrosantos, como ocurría con la igualdad de los españoles, la solidaridad entre ellos o el principio por el que quien más tiene más contribuye. Y cómo el supremacismo nacionalista -siempre minoritario en relación con el conjunto de los españoles- ha conseguido infectar con su virus egocentrista a un partido pretendidamente igualitarista, como es el PSOE, y no sabría asegurar si también ha escalado posiciones de contagio al principal partido de la oposición.

Aunque todo esto nos suceda cuando los pueblos de media España están en fiestas, y la impresión general sea de un cierto oasis de jarana a lo largo del desconcierto general, es preciso aceptar que lo que nos ocurre es una gran mentira, que nadie cree en realidad lo que afirma, que la patraña es demasiado burda para que seamos capaces de aceptarla. Sin embargo, hay siempre algún espíritu incauto que sigue tragando… para que otros -que no son espíritus precisamente, sino avispadas gentes de carne y hueso- sigan uncidos a las generosas arcas públicas.

Y no, no les hace falta siquiera aprobar los presupuestos, tampoco con presentarlos a su discusión, para seguir proporcionando los recursos pertinentes para su ampliada grey o para generar complicidades y y adhesiones a los sectores de la población presuntamente desfavorecidos. Es igual que, por ejemplo, el Ingreso Mínimo Vital no haya llegado sino a un diez por ciento de quienes tienen derecho a percibirlo, o que el bono cultural para los jóvenes se consiga después de superar las más complicadas trabas burocráticas… es suficiente con su anuncio para generar las expectativas, otra cuestión muy distinta es que queden luego frustradas.

El avance de la falsedad se hace cuerpo ante todo en las palabras. Como ya dejara dicho Lewis Carroll, a través de Humpty Dumpty, cuando Alicia en su país de las maravillas le preguntaba si las palabras pueden significar tantas cosas, le contestaba aquél: “La cuestión es quién es el que manda..., eso es todo”.

Y el que manda, aunque sea en precario y colgado de la cuerda floja que sostienen los nacionalistas, asegura que éste es un gobierno progresista, aunque la legislación vigente sólo se aplica a sus enemigos -como decía el chiste que se hizo popular durante el franquismo- y que lo que se ha pactado en Cataluña supone “un avance hacia la federalización del Estado Autonómico”, cuando en realidad se trata de un retroceso hacia la desmembración de la nación, un regreso a los cantonalismos, a la confederación de cacicatos que decía Maura, el retorno a la insolidaridad más propio del Antiguo Régimen medieval que de un estado moderno.

Seguiremos en la playa, en la montaña o respirando el aire más fresco de los sistemas acondicionados de algún centro comercial en la proximidad. Y al regreso a nuestras rutinas laborales apenas pensaremos que todo esto ha ocurrido, que en unos escasos días hemos perdido unos cuantos flecos en la dignidad de nuestras instituciones y hemos ofrecido una nueva victoria al nacionalismo disolvente, cualquiera que sea el ropaje con el que éste se vista.

domingo, 28 de abril de 2024

Aprés moi le déluge

Publicado en El Imparcial, el 15 de abril de 2024


“Après moi le déluge” (“después de mi el diluvio”), es una expresión que el pintor Quintín de la Torre atribuyó a Madame de Pompadour, amante de Luis XV, después de la derrota en el año 1757 en Rossbacb del ejército franco-austriaco por el prusiano de Federico II. Una cínica manifestación que, según me comenta el profesor Eloy García, está asociada al incremento de la deuda pública en el país vecino, el alza de precios consecuencia de las malas cosechas y el incremento de impuestos que sería su corolario. Los arsenales del descontento popular estaban repletos y quedaba apenas margen para evitar el levantamiento revolucionario.

“Después de mí el diluvio”, parece decir el actual titular de la presidencia del gobierno, instalado ahora en un papel de mero observador de las convocatorias electorales que se presentan en el horizonte inmediato y a la espera de sus decisiones una vez que se produzcan sus resultados. Está ahora dedicado Sánchez a la huida exterior, con la excusa del reconocimiento del estado de Palestina, una declaración de muy escaso recorrido para la solución de un conflicto enquistado y que cuenta con muchas papeletas para su extensión hacia otras zonas de su hasta ahora relativamente contenido espacio geográfico.

¿Qué será España, en qué acabará el partido socialista toda vez que Sánchez sea -democráticamente- desalojado de la Moncloa?, ¿cómo abordaremos el post-sanchismo en un país tan polarizado, dividido y enfrentado como el que ahora nos encontramos? Una cierta sensación de fin de ciclo se viene apoderando de comentaristas políticos y del público en general, ya bastante alarmados ante una deriva de concesiones al independentismo que parecen no tener fin. Es la amnistía su elemento principal, pero no único, ya que la acompañan la intervención y aceptación del acoso sobre el poder judicial, la colonización de las instituciones, y hasta la presumible cesión del control de puertos y aeropuertos a las policías autonómicas -dicho sea este último como ejemplo de una pequeña cuenta en un ya largo rosario.

Pero en ocasiones confunden, quienes se dedican a escribir o se aplican a opinar en las tertulias de los medios y en conversaciones privadas, los deseos con las realidades. Porque la realidad de las cosas es que Pedro Sánchez continúa en la sede de la presidencia, y que aun cuando el primer partido de la oposición active comisiones de investigación (nada más que un circo parlamentario como lo son las socialistas), mejore sus resultados electorales en el País Vasco y Cataluña o arrase en la diferencia de votos y de escaños al PSOE en las europeas, se ha convertido el PP nada más que en un instrumento de sustitución del actual partido de gobierno, y no ha puesto sobre la mesa ningún proyecto que ilusione a sus votantes ni llame la atención de otros ciudadanos para que cambien el logo de su papeleta.

Queda por ver lo que ocurra en el País Vasco, instalada su campaña en una atonía tal que candidatos y proclamas nos inducen al sopor. Todo parece, sin embargo, que los dados están ya sobre la mesa, y que a pesar de que gane Bildu al PNV, por incapacidad del partido fundado por Sabino Arana de movilizar a su particular grey de abstencionistas, los parlamentarios socialistas apoyarían como lehendakari a un tal Imanol Pradales. Los de Otegi ya van cobrando dividendos del PSOE en “legitimación democrática” -más bien blanqueo de un pasado sangriento-, poder institucional -Pamplona- y en medidas que faciliten la excarcelación de los presos etarras…

El tablero se le complica a Sánchez en Cataluña. Ha permitido que un encogido prófugo de la justicia se convierta en el árbitro de la situación, que podría además obtener un mejor resultado electoral que el de ERC. La eventualidad de un acceso de Salvador Illa al palacio de la Generalitat se antoja como improbable, pero sólo sería posible en el caso de que -sumados los escaños del PP a los del PSC, que es el caso del ayuntamiento de Barcelona- le dieran mayoría. Aunque, todo hay que decirlo, cada día que pasa se plantean más incógnitas en esta especie de damerograma maldito en que se ha convertido la política catalana y, por extensión, la nacional.

En el supuesto de un gobierno -una de las posibilidades a considerar- encabezado por el líder del PSC con el apoyo del Partido Popular, y descontado el triunfo de este último sobre el PSOE en las europeas, la mejor manera de desactivarlo para Pedro Sánchez sería una convocatoria anticipada de elecciones en otoño. Una convocatoria que, además de clausurar la euforia popular -como ya ocurrió después de las autonómicas-, habilitaría al actual presidente a presentarse como el máximo contribuyente a la desactivación del soberanismo catalán y a la normalización de aquellas no hace nada levantiscas tierras.

La reacción de los diputados nacionalistas catalanes en el Congreso no sería desde luego muy complaciente con el ocupante de la Moncloa, aunque no tanto como para votar una moción de censura que ponga a Feijóo en su lugar. Además de que, concluido el proceso tri-electoral, ni siquiera dispondrían de margen para acometer dicha reprobación. Por otra parte, la capacidad de maniobra de Sánchez en el gobierno, sin posibilidad real de aprobar los presupuestos, como no sea a cuenta de mayores y aún más peligrosas cesiones, sería bastante escaso.

Claro que también cabe que insista el presidente en ceder metros y profundidades de soberanía -si el ámbito de ésta resulta susceptible de troceamiento, como así lo parece- y continuemos por lo tanto en el permanente sobresalto de la nueva “medalla del abatimiento generalizado”, esa que asegura, con amargura, que hoy estamos peor que ayer, pero mejor que mañana…

Poco importa lo que ocurra más adelante, dirá Pedro Sánchez instalado en el palacio de la carretera de La Coruña: después de mí ya puede venir el diluvio universal. Y podría añadir: pero más les vale sentarse a esperar.

martes, 2 de abril de 2024

El esperpento nacional



Hace ya más de 100 años, en 1920, el escritor Ramón María del Valle Peña -más conocido por Valle Inclán- escribió el texto cumbre del esperpento, una obra teatral a la que puso por título “Luces de Bohemia”.

Se ha definido el esperpento como el examen de una deformación sistemática de la realidad, que acentúa los atributos grotescos e incoherentes que siempre se producen en cualesquiera acontecimientos. Era, poco más o menos, lo que describía el escritor de la luenga barba en el viaje nocturno de Max Estrella por la noche de Madrid y los variados protagonistas que encuentra en esa su última noche de vida.

Quizás no imaginara don Ramón que poco más de 100 años después, sus bohemias nocturnas fueran tan reales como la vida misma en una España que apenas si él distorsionaba en su texto teatral. El asombro preside la escena pública de nuestro país, de manera que los políticos dejan atrás las composiciones más elucubrantes de los escritores, y los periódicos y las pantallas de televisión eclipsan en sus informativos a los otrora seguidos reality shows.

El presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia, Fernando López Miras, parece emerger esta Semana Santa de una escena de Ben-Hur, conduciendo una cuadriga y seguido por unos escoltas que nadie sabe muy bien si le jalean o le protegen; un enfervorizado público parece surgir del circo romano, divertido ante las complicadas evoluciones del dignatario político.

Pero hubo un antes de ese espectáculo. No de otra cosa puede calificarse la negociación de la investidura de Pedro Sánchez, negociada lejos de España y con un prófugo de la justicia, y monitorizada y tutelada desde entonces por un mediador salvadoreño, el diplomático Francisco Galindo, que estuvo vinculado en su día a la intermediación entre el gobierno colombiano y el narcoterrorismo de las FARC. Abierto el proceso de campaña electoral de las autonómicas catalanas, ERC ha manifestado -ante el silencio del Gobierno- que ellos también están utilizando semejante procedimiento.

La utilización de la mediación como método de solución de las diferencias políticas forma parte, si no del esperpento nacional que nos preside -que también- de una connotación que remite a un país que carece de instituciones sólidas y fiables. Desmontados todos los niveles de confianza que presidía el consenso que dio lugar a la Constitución de 1978, el parlamento se ha convertido en una caja de resonancia de las diferencias irreconciliables entre los partidos mayoritarios que atizan la polarización como procedimiento más fácil para ocultar sus limitaciones dialécticas y de proyecto, a la vez que destruyen cualquier posibilidad de que algún criterio sensato aparezca más allá de los extremos que cada uno de ellos simboliza. No se trata aquí de adjudicar las diferentes responsabilidades que unos y otros tengan en este episodio de la división. Baste con decir que ambos obtienen provecho de esas actuaciones.

Por eso mismo, y una vez que criticara cumplidamente la figura del mediador entre el PSOE y Junts, el partido llamado -por lo visto- a ofrecer un mínimo de seriedad al panorama político español -no a regenerarlo, que es asunto muy distinto-, el PP, acepta que las conversaciones que mantiene con el Gobierno para la renovación del CGPJ se produzcan también fuera de nuestras fronteras y con un mediador que a su vez es responsable de la cartera de Justicia en la Comisión Europea. “¡Más madera -diría Groucho Marx- que es la guerra!”

Llevada de la mano de la comedia bufa en la que están convirtiendo a nuestro país, también la corrupción española merece un lugar de honor en el viaje a los submundos de un redivivo Max Estrella. El caso Koldo, sin ir más lejos, ilustra lo que afirmo: un portero de bar de alterne, rescatado por la cúpula del partido socialista como hombre de confianza del número dos de la organización, luego ministro de Transportes, y aún del mismo presidente del Gobierno, cuando éste recorrió España allegando voluntades para no sucumbir ante las presiones del aparato socialista.

“Dios los crea… y ellos se juntan”, afirma nuestro refranero popular. Se juntan, por lo que se ha informado, en el aeropuerto de Barajas para recibir a una de las dirigentes más venales que conoce la actualidad política, la actual ministra de Economía, Finanzas y Comercio Exterior, y vicepresidenta ejecutiva de Venezuela, Delcy Rodríguez, objeto de sanciones por la Unión Europea que prohibían su entrada en España.

Alguno pensaba -con Ortega- que buena parte de las contrariedades que arrastraba nuestro país verían su solución en un horizonte en el que Europa formara parte de nuestro proyecto de convivencia. “España es el problema, Europa la solución”, afirmaba el filósofo. Pero la peculiar idiosincrasia carpetovetónica, arraigada entre nosotros desde hace ya mucho tiempo, parece resistirse a abandonarnos. Lejos de importar algunos de los buenos modales que imperan en otros lares europeos, los españoles nos empeñamos en excavar nuestra propia fosa como en el celebrado chiste de Chumy Chúmez, en el que dos personas están perforando un agujero. “Hemos llegado al fondo”, anuncia uno de ellos. “¿Qué hacemos?” “Seguir cavando”, le contesta el otro.

De modo que el grito crepuscular de “Luces de Bohemia”, en el que se reclamaba, “¡Muera Maura! ¡Muera el Gran Fariseo!” Al que el coro de modernistas contestaba, ¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!” Y que coronaba Max Estrella diciendo “Muera el judío y toda su execrable parentela”… venía a ser una palada de tierra más en las pocas cosas serias que en España se intentaron entonces y que por desgracia no se lograrían.

Ya se sabe: conviene seguir cavando…

miércoles, 20 de marzo de 2024

¿Quo vadis Euskadi?


Publicado en El Imparcial, el 18 de marzo de 2024

Entramos en fase electoral, el próximo 21 de abril se celebrarán las correspondientes elecciones al Parlamento Vasco, vendrán luego las catalanas y después las europeas. En el caso de la primera, se trata de una convocatoria que se diría cierra un ciclo propio para abrir otro.

Constituye el final de la etapa de Íñigo Urkullu, quien en tándem con Andoni Ortúzar -éste al frente del PNV- recogían el testigo de Josu Jon Imaz, después de que el que fuera eurodiputado y consejero de Industria de Ibarretxe, evitara la deriva soberanista hacia los territorios de abierto enfrentamiento con el Estado que preconizara su rival Joseba Egíbar. Eran desde luego otros tiempos, en éstos es el mismo Estado el que se desprotege, y son sus aliados, los nacionalistas e independentistas, los que se alían con él en esa operación destructiva.

El tiempo que cierra Urkullu, pero que Ortuzar pretende estirar ahora con la ayuda de un candidato bisoño, de nombre Imanol Pradales, era el del clásico "ritornello" nacionalista. Fue primero Garaikoetxea en su lucha con Arzallus y sus desplantes a los gobiernos centrales. Aquel lehendakari, de origen navarro, acabaría fundando Eusko Alkartasuna, hoy partido miembro de la coalición Bildu. A éste le sucedería el más moderado Ardanza, que impulsaría el "pacto de Ajuria Enea" en contra del terrorismo; pero el péndulo vertiginoso del PNV le sustituiría después por el más radical Ibarretxe, que pondría en marcha su célebre "plan" que pasaba por dividir a los vascos con su estatus de "Estado Libre Asociado" con España y que fuera debatido y rechazado por el Congreso de los Diputados.

Ya digo que aquéllos eran otros tiempos. Los acuerdos suscritos entre el actual PNV y el sanchismo dibujan un escenario similar al pretendido por Ibarretxe, y el Estatuto propuesto por Urkullu, en su postrera aportación política, consagra la existencia de dos tipos de vascos: los que lo son sólo administrativamente y los que lo son por "vocación". De ese planteamiento se producirán efectos que sin duda poco tendrán que ver con el mandato constitucional de la igualdad entre los españoles.

De esta forma, y como consecuencia de la debilidad -de manera singular provocada también por el propio Gobierno de lo que quizás un día fuera la nación española-, esas dos almas del PNV han confluido en una sola. Ya no existen radicales y moderados, sólo los primeros, no importa la apariencia de mesura que presenten con el fin de atraer a indecisos y españoles que votan en las circunscripciones vascas.

En el nacionalismo vasco, además, la divisoria entre el comedimiento y el fanatismo apenas se advierte en algunas ocasiones. El mismo Urkullu -según me contaba en su día Joseba Arregui- “es una excelente persona, pero en cuanto rascas un poco le sale Sabino Arana”. Y el fundador del PNV, ya se sabe, era el compendio de todo lo que denostamos en nuestros días: xenofobia, oscurantismo y apelación a los tiempos medievales del Antiguo Régimen…

Y así, la competencia electoral del 21 de abril se reduce a PNV o Bildu, en lo que no deja de ser sino un pleito de familia iniciado en los años 60 del pasado siglo, cuando la nueva generación del PNV achacaba a la vieja su conformidad con el franquismo. Hoy, los descendientes de aquellos jóvenes reclaman su derecho hereditario a recibir el "altaren etxea" -la casa del padre-. Unos y otros hoy, comparten también la misma alma; más casposa una, más juvenil la otra, pero iguales en todo caso.

El PNV en su laberinto histórico ha optado, como siempre lo ha hecho, por el radicalismo en contra del orden. Ya lo hizo en 1936, cuando el que luego sería preclaro reclamo de HB-ETA, Telesforo Monzón, pidió armas a los franquistas para apoyar el alzamiento nacional, y eso que, en las elecciones de 1931, esos mismos nacionalistas acudían coaligados con los tradicionalistas.

¿Quo vadis, Euskadi? Cualquiera que sea el papel que pretendan jugar los socialistas, el PP o Vox, unos y otros, en mayor o menor medida, representarán un rol de comparsas en el escenario vasco. No importa que el "disputado voto del PSOE" pueda caer del lado peneuvista o bildutarra, que el PP abandone -por un tiempo al menos- la defensa de los valores constitucionales y se afane en contraatacar por el lado de la gestión, o que Vox quiera convertirse en paladín de la españolidad... los tiempos han cambiado, y ya los esfuerzos que en su día hicimos entre los socialistas de Nicolás Redondo y los populares de Jaime Mayor por enmendar la deriva nacionalista, forman parte de los sueños evanescentes de un pasado que quizás fuera mejor que éste. Pero la nostalgia no sirve de nada a efectos prácticos.

El País Vasco va -porque lo está ya- en esa dirección. Y el PNV no parece dispuesto a imitar el sistema que hizo fuerte a la CDU en Alemania y a la CSU en Baviera. Ese modelo tuvo también su oportunidad en los tiempos inmediatamente anteriores al ciclo que abrió Urkullu. Y no parece que la historia se repita, como no sea en forma de farsa, que decía Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Después de todo, pensar que un nacionalista en España siquiera dude en acometer cualquier política que mejore la integración y el progreso de nuestro país es algo más que una quimera, una España que avance no es sino de una de sus peores pesadillas.

viernes, 8 de marzo de 2024

Y en eso regresó el escándalo



En realidad, nunca se había alejado del todo. Por más que la Unidad Central Operativa (UCO), la policía judicial de la Guardia Civil, y la judicatura investigan y sancionar a los delincuentes, la corrupción nos sale con frecuencia al encuentro, unida al deterioro correspondiente de nuestras instituciones y la sospecha ciudadana en torno de nuestra clase política. El hecho de que el último -sólo por el momento- episodio que estamos conociendo se haya producido aprovechando la crisis sanitaria del COVID‘19, la reducción de nuestro espacio de libertad por el confinamiento a que nos vimos sometidos y la pérdida de familiares y amigos, muchos de ellos fallecidos en la distancia y en soledad, supone un añadido a la insensibilidad de una conducta que no se comporta sólo como un robo al erario público, sino que pone en evidencia la más torpe sordidez que anida en la avaricia humana.

Habrá que advertir que el fenómeno de la corrupción ha recorrido nuestra historia desde muy antiguo. Los cronistas de la Segunda República nos recuerdan con insistencia el episodio conocido como “estraperlo” -por Strauss y Pearl, sus promotores- y que afectaba a Aurelio Lerroux, sobrino y protegido de don Alejandro; en la Restauración que daba comienzo en el año 1876, el caso conocido como “el millón de Larache”, revisitado oportunamente por Carlos Sánchez Tárrago en el telón de fondo del desastre de Annual y que se hacía como botín con las asignaciones oficiales para la intendencia del personal militar destinado a la campaña de África; aguas arriba, el historiador Carlos Dardé ha evocado en “La Corona y la Monarquía constitucional en la España liberal, 1834-1931” el caso de la implicación de la mujer de Sagasta en la construcción del ferrocarril en Cuba durante la Regencia de Doña María Cristina; o en el Antiguo Régimen, bajo el reinado de Felipe III, las acciones el duque de Lerma por las que haría negocio éste con terrenos en Valladolid y Madrid, especulando con la capitalidad de España en una y otra ubicaciones sucesivas; el régimen de Franco, pese a la opacidad a la que se veían confrontados los medios de comunicación, también tuvo su Matesa que se llevaría por delante a una buena parte del gobierno de entonces.

Y si la corrupción ha atravesado nuestra historia como una especie de mancha de aceite, tampoco entiende de color o ideología política. Ahí está el paradigmático caso de Rafael Blasco, consejero del PSOE valenciano salvado in extremis porque el juez no admitió como prueba inculpatoria unas cintas que así lo evidenciaban, y que sería finalmente condenado por el caso Cooperación, esta vez como consejero del PP de esa Comunidad Autónoma.

Tampoco la corrupción distingue de países: el diputado Nikolas Lôbel, de la CDU, reconoció haber cobrado una comisión por mediar a favor de una empresa para la compra de mascarillas por parte de la administración pública. El expresidente de la República francesa, Nicolás Sarkozy, fue condenado a un año de prisión por la financiación ilegal de la campaña electoral de 2012. En el Reino Unido, el gobierno de Boris Johnson estuvo plagado de una serie de escándalos, desde acusaciones por su desprecio de las reglas y revelaciones de fiestas ilegales para romper el confinamiento celebradas en Downing Street, hasta el punto de recibir denuncias por irregularidades y abusos por parte de diputados de su partido. Hasta una institución poco propicia al envilecimiento, como es el Parlamento Europeo, está viviendo el “Qatargate” o “Moroccogate”, que aún sigue dando coletazos.

En el caso de que otorguemos credibilidad al Índice de Corrupción correspondiente al pasado año 2023, publicado por Transparencia Internacional, España figura en el puesto 36 sobre 180 casos analizados. En países de nuestro entorno, y por debajo, figura Italia (42); y por encima, Portugal 34), Reino Unido y Francia (20) o Alemania (9).

Interesa a mi juicio más que los índices -por muy bien realizados que estén- el funcionamiento de las instituciones en las que se asientan los sistemas políticos, y en especial el respeto que respecto de ellas tenga nuestra clase política. El profesor Eloy García ha escrito que “cuando reina la corrupción de las instituciones o el abandono de la ciudadanía, la respuesta es muy simple: en ese caso el poder impera e impone su ley como fenómeno al margen de cualquier esencia política”.

Sin perjuicio del carácter genérico de la cita, podría el señalado catedrático de Derecho Constitucional haber indicado que ése es precisamente el caso español. El acoso a la judicatura, la cautividad del parlamento respecto del poder ejecutivo, el correspondiente debilitamiento de la separación de poderes y del estado de derecho, la colonización de empresas públicas e instituciones a través de afines políticos y aún de amigos… ilustran un cuadro de ejercicio de poder incontrolado por parte del actual principal responsable del gobierno.

Un sistema político, por muy bien definido que se encuentre desde su Constitución, no puede sobrevivir si no es por el aliento de la ciudadanía y el apoyo cotidiano de los agentes políticos. Ya es vieja la distinción entre las Cartas Magnas semánticas respecto de las efectivas, y en España vamos desgraciadamente recorriendo a gran velocidad el camino que conduce de las segundas a las primeras.

Y no, tampoco resulta Pedro Sánchez el único responsable de esta situación. No fue él quien proclamó que “Montesquieu ha muerto”, sino Alfonso Guerra cuando era vicepresidente de Felipe González; y no fue el PP de Aznar ni el de Rajoy -ambos con mayorías absolutas- el que abogaba por que fueran los jueces quienes eligieran al CGPJ, como ahora hace, con fervor digno de apoyo y consideración, Feijoó. Pero será preciso conceder que el actual inquilino de la Moncloa está marcando un récord en el avance del deterioro institucional que ahora padecemos.

En eso que estamos, ha llegado el “caso Koldo” que ya va siendo más el “caso Ábalos”. Y algunos se dan a la ensoñación de confundir deseos con realidades, en la idea de que el tropezón con esta piedra hará caer al presidente. El hecho de que vayan dimitiendo progresivamente -como sería de prever-, a la manera de un castillo de naipes, los principales colaboradores de Sánchez, sólo significa que se irá desprendiendo de su equipo inicial, el que se agrupó en torno de él cuando olía a cadáver político y nadie se le acercaba. Hoy, el presidente, aunque débil, está en La Moncloa, y los apoyos parlamentarios con los que cuenta le prefieren así, débil, antes que a un Feijoó derogatorio de la gestión de aquél. En eso consiste su resistencia de manual: “Conmigo disponéis de un caos bajo vuestro control; con mi alternativa, seréis quizás vosotros los que entréis en la vorágine”.

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