sábado, 21 de mayo de 2022

La "tolerancia represiva"


Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 20 de mayo de 2022

Milton Friedman aseguraba que “la sociedad que antepone la igualdad a la libertad terminará sin ninguna de los dos”. Pasados más de 45 años desde que este economista americano -de Brooklyn- recibiera el Premio Nobel, podríamos añadir que, hoy en día, los antiguos paladines de la igualdad en contra de la libertad son quienes, además de mantener una relación distante con el concepto de la libertad individual, trocean la igualdad a través del procedimiento de imponer sobre ésta a las minorías supuestamente preteridas u oprimidas en relación con las mayorías hipotéticamente dominadoras u opresoras (mujeres versus hombres, LGTBI versus heteros, negros versus blancos…), estableciendo así un sumatorio disgregado de identidades enfrentadas y excluyentes. Quienes así piensan se sitúan a sí mismos en un ámbito que pretenden progresista, como constructores de un marco ideológico que adjudica a los contrarios la condición de reaccionarios, a pesar del escaso papel que estos nuevos reformistas conceden a los principios democráticos que encarnan los conceptos de igualdad y libertad.

Los así llamados progresistas dicen tener un plan para liberar a los grupos que se califican como oprimidos. Se trata de una paradoja, pero en realidad, su empeño consiste sólo en una fórmula de acoso a las personas que integran estos grupos, y, en eso, sus propósitos no parecen ser muy diferentes de los defendidos por la derecha populista. En sus variadas formas, ambos extremos anteponen la conquista del poder al procedimiento para obtenerlo, los fines a los medios y los intereses de grupo a la libertad del individuo más allá de la situación -o situaciones- de minoría en las que desee integrarse.

Se trata de una práctica ideológica que no es nueva. Ya en 1965 el sociólogo y filósofo germano-estadounidense, Herbert Marcuse, que pasaba por ser el miembro más políticamente explícito e izquierdista de la Escuela de Frankfurt, acuñó el contradictorio término de "tolerancia represiva", según la cual se debía retirar la libertad de expresión a los pensadores de la derecha, con el fin de afianzar la idea y la posibilidad del progreso. En su opinión, “la cancelación del credo liberal de la discusión libre e igualitaria podría ser necesaria para poner fin a la opresión”.

Según otros partidarios de la izquierda identitaria, el capitalismo es esencialmente racista. Lo mismo cabría proclamar de las ideologías del “me too” o de las referidas a la persecución de los LGTBI: el capitalismo, origen por lo visto de toda perversión, lo sería también de la persecución de estos grupos. Y para demostrarlo no hace falta recurrir a prueba o demostración alguna, basta con proclamarlo para después repetirlo hasta la extenuación con afirmaciones que provengan de esas mismas minorías, cohonestadas por las sesudas reflexiones de los profesores de universidad generadores o colaboradores en la creación y difusión de ese marco axiomático.

Esta pretendida revolución cultural ha afectado al Partido Demócrata. El presidente Biden, producto principal del necesario consenso en esa formación política, ganó las elecciones como consecuencia de adoptar posiciones claramente a la izquierda del que fuera su antecesor en ese alto cargo, Barack Obama, especialmente en lo que se refiere a cuestiones de política de identidad. Por ese motivo en su administración se hace bastante más énfasis respecto de determinadas políticas sociales que en la de Obama; y en la adopción de medidas significativamente discriminatorias, como por ejemplo la creación de un fondo de 4.000 millones de dólares para pagar las deudas de los agricultores que no sean blancos, o la propuesta de que el 40% de los beneficios de la inversión en cambio climático se destine a comunidades desfavorecidas.

Según el semanario británico The Economist, en 2018, Colin Wright, un estudiante de posdoctorado en la Universidad de Penn State, escribió dos artículos en los que argumentaba que el sexo es una realidad biológica, no una construcción social; una declaración que alguna vez habría sido indiscutible. Sus críticos, por lo visto dueños de la verdad revelada, publicaron la advertencia según la cual “Colin Wright es un transfóbico" y enviaron correos electrónicos a diversos comités reprobando sus ideas. Algunos profesores “amigos”, dotados de una mayor empatía para con el “desviado” alumno, manifestaron que, a pesar de que no diferían totalmente del criterio de Wright, le dijeron en privado que no podían ofrecerle un trabajo porque eso era "demasiado arriesgado".

El resultado de lo que podríamos denominar como el “neo-marcusianismo” -por el citado Herbert Marcuse- de la “tolerancia represiva” no puede resultar más entristecedor. Una encuesta de más de 4.000 estudiantes universitarios para la Fundación Knight, en 2019, constataba que el 68% de los encuestados se sentían inseguros a la hora de manifestar su pensamiento porque sus compañeros de clase podrían encontrarlo ofensivo.

Se trata, por lo tanto, de darle una vuelta de tuerca a la expresión que afirma que “mi libertad se termina donde empieza la de los demás”. Una idea que no se debe a la mente recalcitrante de un pensador liberal o “neo-con”, sino que en realidad es obra del filósofo izquierdista francés, Jean-Paul Sartre. Para estos nuevos progresistas identitarios se diría que la libertad para expresar las opiniones se detiene donde comienzan los sentimientos de los demás. Lo cual remite la cuestión de manera inevitable en términos de poder y de opresión a quienes simplemente piensan diferente de lo políticamente establecido como correcto.

domingo, 8 de mayo de 2022

Francia, elecciones a cuatro vueltas


Artículo publicado en El Imparcial, el 7 de mayo de 2022

Cuando se escriben estas líneas, el candidato de la Francia insumisa, Jean-Luc Mélenchon acaba de anunciar una coalición de izquierdas -compuesta por su partido radical populista, los comunistas, los socialistas y los ecologistas. Su propósito es vencer al presidente electo Macron en la tercera y cuarta vueltas de las elecciones francesas y obligar al inquilino del Elíseo a gobernar con un primer ministro de signo extremista, desvirtuando así la elección presidencial que, en coherencia con el mandato ciudadano, conduciría a Francia hacia una senda de reformas liberales y a la Unión Europea hacia un objetivo de reforzamiento defensivo, económico y político.

Mélenchon no es un político recién llegado a la escena pública francesa; fue concejal, senador y hasta ministro delegado de enseñanza profesional en el Ministerio de Educación de Jack Lang, en el gobierno de Lionel Jospin, entre los años 2000 y 2012. En otros tiempos integrante del ala izquierda del partido socialista, Mélenchon es un político tradicional, de esos que Ortega calificaría en nuestro país de “vieja política”. En todo caso, el flamante nuevo líder de la izquierda, ha conseguido mantenerse en el candelero político, algo relativamente insólito en un país en el que los partidos políticos tradicionales han pasado en 15 años del 50% de los votos a un raquítico 6%.

Volvería de ese modo nuestro vecino del norte a las antiguas políticas de cohabitación -gobiernos de mayorías parlamentarias de signo opuesto al de los jefes de estado- que se produjeron en Francia durante los mandatos de Mitterrand, con Chirac como primer ministro, en 1986 -cinco años después de las presidenciales que ganó el candidato socialista- y de Chirac, con su rival Jospin, en 1997 -dos años después de que Chirac alcanzara el poder-. El excesivo lapso de tiempo que transcurría entre elecciones presidenciales y legislativas modificaba en ocasiones la mayoría gobernante y convertía en impracticable el programa del presidente en una República tan presidencialista como lo es la francesa. Ése sería el motivo de agrupar las elecciones parlamentarias con las presidenciales, consiguiendo así el apoyo del electorado a los objetivos legislativos del jefe del estado.

Se tratará entonces de volver a poner sobre el tapete del hexágono francés, en la tercera y cuarta vueltas, el debate de los nuevos tiempos de este siglo, que sigue oliendo a misiles y bombas y que deja un rastro de cadáveres abandonados a su paso; la porfía entre los “anywhere” y los “somewhere”, entre los globalistas y los localistas, entre los liberales y los proteccionistas. Entre quienes apuestan por el futuro y los que le tienen miedo... y cabe formularse una pregunta, ¿se puede construir algo sólido desde el miedo?

En su toma de posesión, el presidente reelecto repitió dos veces la palabra “cólera”. Y hubo 3,000.000 de franceses que se refugiaron en el voto en blanco y el nulo: no querían decantarse por ninguno de los candidatos, pero acudieron a las urnas. Ese voto del desencanto que está buscando respuesta debería encontrar alguna, pero nadie sabe muy bien cómo ofrecerla en este mundo líquido, conformado por el relativismo y la inmediatez de estos tiempos del siglo XXI en el que todos nos vemos inmersos.

El camino de las reformas liberales apuntado por Macron parece ser el más probable para un presidente que ya no podrá aspirar a un tercer mandato y que ni siquiera ha intentado conformar un partido estructurado que vaya más allá del movimiento que apoyó sus mayorías electorales; es la respuesta más viable y más necesaria para un país que requiere, como en los trajes que se hacían antes, darse por completo la vuelta, y abandonar las políticas intervencionistas y reforzadoras del tamaño omnipresente del Estado. Pero la Francia de la protesta, de los chalecos amarillos y de la conservación de su estatus siempre empujará en contra de sus políticas de cambio. Se repetirá entonces el dilema de Macron: resistir la cólera de su país o ceder ante ella. Las terceras vías no parecen demasiado practicables.

Es verdad que existen bastantes más trazos finos dentro de este brochazo grueso que acabo de presentar. Que en Francia, partidos y movimientos son -seguramente más que en otros países- hechuras de los políticos y de sus egos y que ese conjunto de individualidades pretendidamente superlativas conforman un proyecto de “grandeur” que pretende contaminar Europa muchas veces como expansión de un “esprit” tan poderoso que se diría incapaz de reducirse a sus estrechas fronteras. Y es que Francia, como decía Jules Michelet, es posible que haya perdido la fe, pero le queda -y a veces le sobra- el desmedido orgullo por su identidad.

Aún y con todo, una Francia dividida y desilusionada con la política, atenazada por un desmedido gasto público (61,40% respecto de su PIB en 2020), una intratable deuda pública (113% en 2021) y una población que llena las calles de manifestantes -muchas veces violentos- sigue siendo un punto de referencia en una Europa en la que la Alemania de Scholz permanece alejada de asumir el liderazgo, el paréntesis de Draghi dejará a Italia de nuevo en manos de los populistas y la política española es cada vez menos política a la vez que menos nacional y en todo caso irrelevante a efectos europeos.

Quizás sólo por eso -para que no ganen quienes encarnan proyectos que pueden llevar a Francia a un intervencionismo definitivamente asfixiante y a un localismo a lo Tartarin de Tarascón-, debe ganar el movimiento de Macron, En Marche!, que no por casualidad lleva las siglas de su principal mentor.

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