sábado, 19 de junio de 2021

El mantel de nuestra Constitución

 Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el viernes 18 de junio de 2021

En contra del viento de la prevención legal del Tribunal Supremo y de la marea popular de la concentración madrileña de la plaza de Colón, el Gobierno sigue decidido a promover los indultos a los condenados por impulsar el proceso independentista. Afirma que así será posible iniciar un reencuentro con Cataluña y, por boca de otros voceros socialistas, dibuja un escenario final con un referéndum en esa región para aprobar un nuevo Estatuto; una disposición normativa que, hoy por hoy, nadie parece querer. 

Se trata al cabo de la escenificación de una ya muy antigua farsa en la reciente historia de la España democrática. No se cerró en su día el modelo autonómico -quizás porque los constituyentes tuvieron pánico a la sola mención del término “federalismo” y su evocación de cantonalismos fragmentadores- . Y esa no definida situación se ha convertido en una grieta cada vez más amplia por donde se pierde a chorros la unidad de España y se engordan los cacicatos que algunos, ingenuamente, creían superados.

Es la farsa que reside en creer en la afirmación de que un retazo más de transferencias de las nuevas competencias otorgadas servirá para contentar a los nacionalistas. Pero ya sabemos que no es así, lo decía Leopoldo Calvo Sotelo (“los nacionalistas, como los sindicatos, siempre piden más”). Tampoco ayudará a este Gobierno en la solución definitiva del asunto, porque no parece que la pretenda, sino más bien mantenerse en el poder por el tiempo que pueda hasta que las encuestas -las de verdad, no las de Tezanos- le animen a convocar elecciones.

Grave y alto precio que retribuye algo tan precario como la continuidad del poder sanchista. Un poder fabricado de concesiones y falsedades que no parecen tener conclusión, y que amenaza con poner un floripondio final con lazo dorado al nuevo asalto a un Estado irreconocible ya de 17 naciones y dos ciudades, por cierto, asediadas por el levantisco vecino del sur.

En lugar de eso quizás convendría volver a la tesis de Kepa Aulestia, líder de ese partido que fue Euskadiko Ezkerra, formación política que acabaría desintegrándose, pasando algunos de sus miembros al PSOE -Mario Onaindia, Teo Uriarte…-, y resultando otros engullidos por la sacrosanta maquinaria nacionalista. Aulestia se refería a la teoría del “mantel”, por la cual, en democracia todos los ciudadanos estamos invitados a sentarnos en la mesa para tomar parte de la comida que se nos servirá. El único problema es que el mantel que cubre esa mesa no es lo suficientemente amplio para que todos los platos reposen sobre él. Colocado el mantel para que se extienda sobre los espacios centrales de la mesa, quienes decidan situarse en los extremos podrán comer, eso sí -a nadie se le niega el pan ni el agua-, pero deberán aceptar las circunstancias de su posición.

La democracia se sostiene en el principio de libertad e igualdad. E incluso, en la España constitucional de 1978, en el de autonomía. La nuestra -lo recordaba recientemente Felipe González- no es una Constitución militante como otras, esto es, no está escrita en contra de nadie. Pero es evidente que no puede dar plena satisfacción a todos los españoles: a los que queremos serlo y a quienes no, a los que estamos decididos a vivir en un espacio de libertad política, social y económica y a quienes pretenden crear un sistema basado en el populismo revolucionario. Son libres para aventurarse en esos objetivos, podrán defender sus proyectos en pie de igualdad con el resto, pero no podrán aspirar a imponerlos salvo que consigan modificar el texto fundamental y establezcan un sistema que pudiera contentar a independentistas todos y revolucionarios de un pueblo seguramente inexistente, ante el beneplácito conformismo del resto de los españoles que sí queramos serlo, libres e iguales a los demás.

Queda, por lo tanto, servir la mejor comida posible a todos los comensales, sin distinción de origen geográfico o social; lo que quiere decir: gobernar bien, establecer objetivos integradores y que estimulen e ilusionen a los ciudadanos… a su gran mayoría, al menos. Porque luego la minoría seguramente se apuntará con gusto a disfrutar del menú.

lunes, 14 de junio de 2021

El Rey, pieza clave de nuestro sistema constitucional

 Artículo publicado originalmente en El Debate de Hoy, el lunes 14 de junio de 2021




La institución monárquica, que ha dejado de inmiscuirse en la política cotidiana, se ha convertido, paradójicamente, en el valor nuclear de nuestra vida en común; en la pieza clave de nuestro sistema constitucional

El edificio constitucional de 1978, que podríamos asegurar hoy en día solo como vigente en apariencia, dados los constantes daños estructurales a los que se ve sometido, está basado en el consenso y este es producto de una suma de insuficiencias y debilidades: la de un franquismo sin Franco, incapaz de someter a una sociedad, que ya había sufrido importantes cambios, un sistema político sin el dictador que lo había creado, y de una oposición ineficaz para imponer un proyecto político de ruptura con el régimen anterior. Árbitro privilegiado de la situación, Don Juan Carlos, como impulsor del cambio político, era consciente de que preservaba a la institución monárquica de un debate concreto entre los partidos políticos respecto de la futura forma de gobierno, ¿cómo se podía -pensarían los constituyentes, aun los más partidarios de la república- poner en tela de juicio a la monarquía cuando precisamente el titular de esta había sido el máximo promotor de la democracia? 

Esta restauración de la institución monárquica en la historia de la España, más o menos reciente, tiene desde luego sus diferencias con la acaecida en España de la mano de Antonio Cánovas del Castillo, que se plasmaría en la Constitución de 1876. Y es que esta era una Carta Magna liberal, en la que la soberanía nacional correspondía -a partes más o menos iguales- al Parlamento con el Rey, en tanto que la actual resulta plenamente democrática, asumiendo las Cortes la soberanía nacional y el Rey, una función moderadora de las instituciones. Si las diferencias entre un sistema constitucional y el otro resultan notables, no existen tantas en cuanto a lo que significa el elemento consustancial de lo que supone la monarquía en España: una institución que es, a la vez, y con idénticas connotaciones, española y antirrevolucionaria. 

Y, sin duda, por las dos razones resulta atacada en nuestros días, en los que el viejo dilema entre «la España roja» y la «España rota» ha quedado resuelto cuando una y otra se han integrado en la misma, diremos que, «no España». Una vez aprobada la Constitución de 1978, España renunciaba a todas las revoluciones, cualesquiera que fueran, y resolvía integrar en el corazón del sistema la práctica de la reforma como método de trabajo único que resulta factible transitar, cualquiera otro acabaría con la Constitución y con la institución titular de la Jefatura del Estado. Resuelta la democracia en un régimen de monarquía parlamentaria, el Rey dejaría de aparecer como depositario de la soberanía nacional, compartida con las Cortes, y pasaría, desde 1978, a convertirse en una fuerza moderadora e inerte en la toma de decisiones políticas que solo se activa en situaciones de crisis, como ocurriera en el año 1981, cuando Don Juan Carlos desactivaba el golpe de Estado del 23F, o en el año 2017, cuando Don Felipe afirmara también la vigencia de la Constitución, toda vez que el separatismo catalán pretendía consumar su operación secesionista. 

Será inerte y activable la monarquía para momentos críticos, pero todos conocemos que España se ha convertido -por obra y gracia de un Estado de las Autonomías, que el constituyente de 1978 no quiso definir en términos federales, esto es, delimitando un modelo cerrado de competencias del Estado y de las comunidades autónomas- en un sistema que tiende a la centrifugación territorial, acrecentada esta, más allá del modelo constitucional, por las transferencias acordadas por los partidos de gobierno con los partidos nacionalistas para la obtención por aquellos del poder, políticas que han sido seguidas por otros partidos en las demás autonomías, con independencia de que sus formaciones políticas de referencia fueran nacionalistas, regionalistas o aun nacionales. 

Es en este contexto cuando la institución monárquica adquiere una función de principal orden. Su actuación se convierte en símbolo de referencia común atemporal y de estabilidad, superador de territorios y de partidos políticos, integrándolos todos; icono de los valores democráticos percibidos como tales por la sociedad española con el transcurso de los tiempos; eje de estabilidad de la vida nacional y núcleo de su propia nacionalidad: es el cimiento orgánico nacional y social, como fundamento inconmovible de nuestra vida en común.
La inmensa mayoría del pueblo español no sabe concebir la nacionalidad, no entiende la nacionalidad, no se explica el vínculo que hace común al andaluz y al gallego, al aragonés y al castellano sin la persona del monarca, porque él es viviente la patria misma
—Antonio Maura
La inercia de la institución monárquica en una Constitución democrática se transforma, de esa manera, en el aceite del guiso nacional. Un sabor no siempre adivinable, pero que aglutina todos los aromas presentes en los territorios y en los grupos sociales desde la cercanía del Rey respecto de su conjunto. Desaparecido el Monarca de la política micro -la de 1876-, cobraría toda su importancia en la macro -la de 1978-. 

Si la institución monárquica, heredera de los siglos anteriores, era la de una monarquía de súbditos, hoy lo es una monarquía de ciudadanos -aunque la ciudadanía, resultado de una potente sociedad civil, no se encuentra aún lo suficientemente desarrollada en nuestros días en España-. La Constitución de 1978 reclama, al igual que un retroceso en la representación soberana del Rey y un acrecentamiento de su función simbólica, una ciudadanía consciente y capaz de reivindicar sus posiciones más allá de los partidos políticos que recaban sus votos cada cierto tiempo para olvidar las más de las veces los compromisos con ella contraídos cuando se cierran las urnas. 

Decía don Antonio Maura, en junio de 1907, que «la inmensa mayoría del pueblo español no sabe concebir la nacionalidad, no entiende la nacionalidad, no se explica el vínculo que hace común al andaluz y al gallego, al aragonés y al castellano sin la persona del monarca, porque él es viviente la patria misma». De esta manera, la propia idea de nación se ve conectada de manera icónica con la de un Rey trascendente a cualquier localismo, a cualquier partidismo, a no importa cuál clase social, profesión o género. 

La institución monárquica, que ha dejado de inmiscuirse en la política cotidiana, se ha convertido, paradójicamente, en el valor nuclear de nuestra vida en común; en la pieza clave de nuestro sistema constitucional. Nuestra función principal, como ciudadanos conscientes, consiste en defenderla para hacer posible su imprescindible permanencia.

sábado, 5 de junio de 2021

España, un país viejo y fatigado

 Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 4 de junio de 2021


En sus “Recuerdos de la Revolución de 1848”, y después de hacer un repaso de los cambios de sistemas políticos acaecidos en Francia desde el final del Antiguo Régimen hasta aquella fecha, Alexis de Tocqueville, afirmaba que la revolución no había culminado su obra y que seguía siendo la misma. Y concluía así su reflexión: “la anarquía, esa bien conocida enfermedad crónica e incurable de los pueblos viejos”.

Pero ambas características -anarquía y vejez- no han sido desde luego patrimonio exclusivo de la historia de Francia. Sin necesidad de viajar muy lejos, en nuestro país, tomando como punto de partida la breve -y tumultuosa- experiencia de la Primera República (1873-74); a ésta le seguiría el periodo de la Restauración, auspiciada por Cánovas y presidido por la Constitución de 1876, que concluiría con la Segunda República, si bien desde 1923 hasta las elecciones municipales de 1931, España vivió bajo la dictadura del general Primo de Rivera: total, 47 años de régimen constitucional; la segunda de nuestras experiencias republicanas finalizaba de facto con la guerra civil de 1936-39, dando paso al régimen del general Franco, esto es, unos 40 años de dictadura; una vez realizada la transición democrática, en 1978, España aprobaba una Constitución y este régimen se ha mantenido durante 43 años. Una historia reciente, compuesta de breves periodos de inestabilidad (Primera República, parte de la Segunda República y Guerra Civil) y un tránsito de éxito hasta la democracia entre los años 1975 y 1978; combinados con espacios situados en la cuarentena de años de estabilidad (liberal, dictatorial o democrática; pero estables, al cabo).

No parece, sin embargo, que la historia de España deba acomodarse necesariamente a una teoría de los ciclos temporales, según la cual nuestro país se encontrará ahora al borde de caer en el precipicio de un nuevo periodo de inestabilidad más o menos revolucionaria. Los tiempos han cambiado -lo anunciaba Bob Dylan en 1963-, España está inmersa en un proyecto de construcción europea, que tiene sus reglas y no permite -especialmente en materia económica- que, por vía de la moneda común, las frivolidades “revolucionarias” de uno de sus Estados miembros contagien al resto.

Eso está muy bien, pero es preciso advertir que en política -como en ingeniería- la rotura de los materiales bajo cargas dinámicas cíclicas se produce más fácilmente que con cargas estáticas. Es lo que se conoce como “fatiga de materiales”. España se nos presenta, cada vez de forma más real, como un organismo político aburrido, cansado, viejo... a causa de los embates que recibe desde dentro y desde fuera, que mantiene sin resolver los viejos problemas y al que se le presentan nuevas inquietudes, que nadie explica -seguramente porque lo desconoce- cómo resolverlos.

La lista es inagotable. Pero por empezar por lo más actual, ahí está el problema catalán y la eterna cuestión: ¿conviene hacer nuevas concesiones para aquietar al independentismo de esa región, o es preciso dar ese capítulo por cerrado?, y lo mismo con el vasco; o el contencioso de nuestra vecindad sur con Marruecos y la pregunta que siempre se formula a continuación: ¿debe ser el apaciguamiento del Reino Alauita nuestra única política?, (nacionalismo interior y exterior, y las mismas respuestas hasta ahora en ambos casos); y, sin perder el hilo internacional, ¿no convendría reforzar de una vez por todas nuestras relaciones con los Estados Unidos como socio creíble y estable?

Sumemos asuntos: crisis del coronavirus, crisis sanitaria pero también crisis de recursos públicos (déficit superior al 10% en 2020), y su gestión (deuda pública por encima del 125% del producto bruto en el primer trimestre de 2021), si la inflación que seguirá al riego de recursos económicos generado por la Reserva Federal y el BCE afecta a la elevación de los tipos y endurece nuestras obligaciones económicas con el exterior, será inevitable trasladar la carga vía impuestos a la ya maltratada clase media; el modelo productivo español, y cómo transitar desde el turismo hacia una economía industrial y de servicios asociados a ésta sin perder nuestro predominio en aquel sector; el mercado laboral; la natalidad, cómo mejorarla; la inmigración, qué tipo de inmigrantes y de dónde; las pensiones y la tercera y cuarta edades; la sanidad; la educación; la juventud...

Y dejo para el final el problema de los políticos. ¿Quién será capaz de generar un marco de credibilidad para resolver estos y otros problemas que ya han caído sobre nosotros o anuncian su presurosa llegada? La clase política española, seguramente una de las más pobres de nuestra historia, obcecada en la descalificación y unida indefectiblemente al juego de la polaridad, se asocia al blanco o negro y es incapaz de advertir tonos grises donde todos los españoles son capaces de verlos. Una política que es incapaz de levantar la vista más allá de los intereses inmediatos de los partidos y proyectarla al bien común, una entelequia de imposible adquisición.

Ahí están apuntados los fatigados materiales listos para una nueva revolución -dicho sea este último término como similar al de cambio-. Por eso, el ciudadano español deberá estar atento, vigilante y capaz de integrar la sociedad civil con sus esfuerzos. Que considere que el futuro de España no depende sólo de votar cuando se le ofrezca la ocasión.

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