sábado, 22 de mayo de 2021

Marruecos, un vecino incómodo

Tribuna publicada originalmente en El Imparcial, el viernes 21 de mayo de 2021 

Si las relaciones entre vecinos son asunto complicado, las de España con su país limítrofe en su frontera sur, Marruecos, se sitúan en un nivel de dificultad que se acerca a lo extraordinario. Aun antes de constituirse en Estado independiente (1956), las cabilas -tribus- bereberes, lideradas por sus jefes, proporcionaron, no sólo preocupación a las autoridades españolas, sino que serían corresponsables, junto con errores propios, de la caída del Gobierno Largo de Maura (1907-09); y, ya bajo el Protectorado, a partir de 1912, el gran desastre de Annual de 1921, que llevó consigo el balance de 11.500 víctimas mortales y la asunción del poder por quinta y última vez de don Antonio Maura. La llamada Marcha Verde de 1975, agonizante el dictador, y los alentados de marzo de 2004, con sus 191 asesinatos, que quedará sometida al veredicto de los historiadores en lo que se refiere a la responsabilidad del reino alauita, completan esta apretada relación de graves desencuentros, a la que habrá que sumar, sin duda, éste de mayo de 2021.

La conducta de la diplomacia española en relación con su vecino Marruecos ha sido la de dejar pasar cuantas provocaciones recibiera de éste, con el aguante de que hace uso una persona adulta respecto de un joven díscolo, en la idea de que es mejor aguantar que romper, y ceder a la pretensión que exigirle respeto. De esa forma se ha construido la consideración, falsaria de la realidad, que nos habla de “socio estratégico” o de país amigo; cuando lo que existe de verdad es un recelo mutuo poco menos que insuperable, en que el referido vecino nos tiene bien cogida la medida.

En las diversas categorías de los Estados es posible que no exista la de “país desaprensivo”; esto es, que carece de moral, escrúpulos o sensibilidad. Pero, en todo caso, Marruecos merecería por derecho propio figurar en el palmarés de este tipo de naciones. Ya sé que resulta harto difícil adjudicar a un Estado la consideración de respetuoso, prudente o comprensivo con relación a otros terceros, pero la presente crisis de Ceuta -y de Melilla- ha constatado la evidencia de un país que no duda en arrojar a sus niños a las heladas aguas del mar, conociendo perfectamente que podrían acabar ahogados y que, en todo, caso quedarán afectados de hipotermia y extenuados por el esfuerzo. Los desacuerdos políticos no deberían cernirse nunca en víctimas inocentes.

Causa inmediata de esta situación ha sido la acogida humanitaria española -mejor o peor gestionada diplomáticamente- - del líder del Frente Polisario, Brahim Galli, aquejado de Covid. Pero convendría ampliar el foco para comprender que el caso Galli no es sino un pretexto de la sobreactuación que viene practicando Marruecos desde que Trump dijera reconocer -en contra de todas las resoluciones de Naciones Unidas- la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental; reconocimiento que el reino alauita querría fuera compartido por España y por la UE, y que ya le ha llevado a un conflicto diplomático con Alemania.

España no es -a diferencia de otros países- un Estado que pueda ejercer su derecho por la fuerza, sino una nación que establece su fuerza en el derecho que le asiste. Y el Derecho dice que, en lo que se refiere al Sáhara Occidental, España es potencia administradora -siquiera de iure- de ese territorio no autónomo pendiente de descolonización; la salida a este asunto, que ya se ha convertido desde hace tiempo en un problema capital de nuestras relaciones exteriores -si no el principal de nuestros cuidados-, es proceder a un, complicado en su ejecución, referéndum de autodeterminación. 

Hoy por hoy, lo que toca es contener el ataque marroquí, y en este punto el Gobierno debería contar con el apoyo incondicional de todo el arco parlamentario. Pero una vez controlado este asunto, debería España repensar su posición en cuanto a la salida que, acorde con el derecho, pueda ofrecer España al proceso de descolonización del territorio saharaui. El precedente de Portugal respecto de su ex-colonia. Timor Oriental, podría sin duda ser tenido en cuenta por nuestro país. Incapaz Portugal de organizar el referéndum correspondiente, cedería la titularidad de su condición de Estado administrador del territorio a Naciones Unidas, para que este organismo pusiera en marcha la consulta a la población afectada.

Lo más probable, sin embargo, es que, una vez controlada la situación, España regrese a ofrecer todo su “cariño” a Marruecos, “país hermano” y “socio estratégico”, en tanto que el reino alauí, que nos tiene por vecinos débiles e irresolutos, esperará otra ocasión para ponernos en graves dificultades.

Hay una coda que sirve para poner fin a esta reflexión: todos queremos llevarnos bien con nuestros vecinos, pero para ello es evidente que conviene no dejarse arrollar por ellos.

lunes, 10 de mayo de 2021

La nueva política se retira de la escena

Columna publicada originalmente en El Imparcial, el viernes 7 de mayo de 2021


Llegada la noche electoral del 4-M, Pablo Iglesias aprovechaba la oportunidad de los focos mediáticos sobre él concentrados para confirmar su retirada de la política; seguramente una despedida a cámara lenta, que daba comienzo, al menos, con su salida del Gobierno para figurar como candidato de su partido. Se parece éste al gesto del maquinista que dirige su convoy hacia una vía muerta, sabedor de que ese viaje ha terminado. La comparecencia del líder de Podemos refería la crónica de un suceso previsto, por eso ni siquiera se concedía a sí mismo unas horas de reflexión.

A quienes piensen para su particular alegría que se acabó Iglesias en la política, habrá que recomendarles alguna paciencia. El hasta ahora máximo responsable de Podemos inició su influencia pública a través de los medios de comunicación, y a ellos vuelve, según parece. Pero el poder mediático —por mucho cuarto poder que sea— no es el ejecutivo, y por lo tanto no regala subvenciones, ni alimenta el ejército de sus seguidores, ni publica decretos en el BOE. Los medios influyen, no determinan; y es dudoso que pretenda Iglesias convertirse en oráculo de Delfos para el resto de su vida.

El fundador de Podemos podrá preparar —o no— su retorno a la política activa desde su nueva y bien retribuida torre de marfil; lo que resulta bastante probable es que tendrá allí la oportunidad de reflexionar acerca de su intento adanista de tomar el cielo por asalto y de su histriónico desprecio de la política, los políticos y sus partidos. Este viaje que ahora termina para Iglesias no le había conducido a los objetivos que él acariciaba. Creyó que podía torcer el rumbo de la principal maquinaria de poder que, hoy por hoy, existe en España: el partido socialista. Confiemos en que el próximo trayecto -si se produce- no enmiende sus pasados errores y vuelva a poner en riesgo grave nuestra convivencia.

Sólo el tiempo nos dirá qué cambiará a mejor en España sin Iglesias. En todo caso, su despedida se parece bastante a la de Rivera después del fracaso de este último en las pasadas elecciones generales. Y ambas conectan con el cambio del mapa político español que se producía a raíz de las europeas de 2014, en las que Ciudadanos —desde el centro liberal— y Podemos —desde la extrema izquierda— establecían un nuevo paradigma en el otrora rancio bipartidismo de nuestro país.

Se habló mucho entonces de la vieja y de la nueva política, conectando esta nueva situación española con las reflexiones que en mayo de 1915 hiciera don José Ortega y Gasset en el teatro de la Comedia. Lo viejo, además de viejo, había caducado, y debía ser sustituido por lo nuevo. Y a ello se aprestaron Iglesias y Rivera, cada uno desde barricadas diferentes y con objetivos partidarios distintos, pero los dos con la misma denominación política italiana: el sorpasso.

Pasado el tiempo habrá que convenir que no existe eso de vieja y nueva política, porque el arte del ejercicio público —como decía Michels— lleva aparejado una especie de ley de hierro de la que nadie se debe desentender, so pena de quedar sumido en el abatimiento y la depresión permanentes. No deberemos insistir, porque supone pérdida de tiempo, en que los partidos —nuevos o viejos— sean democráticos o que sus líderes rindan cuentas y se dejen aconsejar; basta con pedir que sus políticas sean correctas, que no estorben a las aspiraciones legítimas de sus conciudadanos. Sólo eso. Y convengamos que ya es mucho pedir a la vista de lo que nos ofrecen los partidos en España.

Ahora, cuando los que nos anunciaban un futuro diferente y mejor, porque ellos lo venían a cambiar todo, se han ido, procederemos al más o menos ordenado entierro de los restos mortales de las formaciones políticas que no llegaron a consumar su función. Es más que posible que Ciudadanos y Podemos se encuentren más en el más allá que en el más acá, pero no deja de ser cierto que éste es un momento de polarización política y que aún no hemos llegado al final de la crisis de la pandemia. Un reciente informe del semanario The Economist, poniendo como ejemplo la epidemia de cólera en París en 1830, aseguraba que estos procesos dan como resultado la inestabilidad política. Basta con releer a Víctor Hugo y Los Miserables, recuerda el citado medio.

Serán muy probablemente otros líderes y otros partidos quienes tomen el relevo que les dejan éstos, pero el caldo para su cultivo está preparado y el voto —por fortuna— está más dispuesto a migrar hacia otros partidos y es cada vez más libre y consciente de su utilidad.

Pero ahora son los tiempos de la polarización, del reforzamiento de la derecha y de la confusión en la izquierda. En este sentido, la jornada electoral del 4-M tiene mucho que ver con el histórico eclipse de Zapatero y la victoria de Rajoy, hace de esto 10 años. Un nuevo tiempo, desde luego. Sin embargo, lo único cierto de la política moderna es que cambia muy deprisa y de manera muy abrupta. Convendrá que disfruten del momento dulce quienes obtuvieron la victoria, ahora que la han conseguido, quién sabe lo que nos deparará el futuro.

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