sábado, 25 de junio de 2022

El sindicato de apetitos elegantes

Columna publicada en El Imparcial, el 22 de junio de 2022

Joaquín Romero Maura. Niza, 1940 - Zaragoza, 2022 (foto de El Debate)

Dedicado a la memoria de Joaquín Romero Maura, historiador, maestro de historiadores; nieto de Miguel Maura, recientemente fallecido en Zaragoza).

En su obra autobiográfica, “Así cayó Alfonso XIII, el que fuera ministro de la Gobernación del gobierno provisional de la Segunda República española, Miguel Maura, daba cuenta de la operación de crear un nuevo partido político después de su fracasada alianza con el primer presidente de aquel régimen, Niceto Alcalá Zamora. Se trataba del Partido Republicano Conservador,

Cuenta el Maura republicano que fue para él una sorpresa el éxito inicial del partido. Fueron muchas y sobre todo muy valiosas las adhesiones que recibiría para la organización del mismo. No podía entonces calibrar debidamente la calidad de éstas, en su fondo ideológico . El social era excelente: ingenieros, médicos, abogados, industriales acudían a su despacho y se unían al parecer con entusiasmo al partido. Poco a poco Maura fue dando a estas afiliaciones su auténtico valor. Casi todos ellos buscaban en él cobijo para guarecerse de posibles persecuciones, o una catapulta bien camuflada para lanzar sus tiros contra el erario público mediante negocios de todas las cataduras imaginables. Era, como tantos otros partidos de derecha han existido en el mundo, un sindicato de apetitos, elegantes si se quiere y muy educados, pero tan feroces en sus procedimientos y en sus instintos como los proletarios.

Resulta sobradamente conocido que a la llamada del poder, como las moscas a la miel, se aproximan los oportunistas de fino guante blanco o de poderoso puño de hierro (las diferencias sociales no son ya tan importantes en nuestra actual mesocracia hispana) dispuestos a ofrecer su concurso en el nuevo escenario político que se apercibe en el horizonte.

Se presentan a sí mismos como seres de acendrada virtud. No piden nada, sólo ofrecen el concurso personal de su sabiduría (hoy lo prefieren llamar “expertise”). Ni siquiera pretenden que sus nombres figuren al pie de un documento del partido o como integrantes de un debate de campanillas organizando por éste. A veces piden precisamente ampararse en el anonimato de la discreción… o de la una pretendida inmodestia (se ven a sí mismos tan importantes que jamás de la vida manchará sus manos el barro de la política).

Estos son los más peligrosos. Pasado el tiempo y advenido el partido al que apoyaron al poder, reclamarán con insistencia el pago de la letra vencida y no satisfecha en forma de prebendas varias, recomendaciones a allegados (“para mí no quiero nada, ya sabes; pero tengo un compromiso…”) o de favores incesantes cuyo contenido económico resulta en apariencia desdeñable. También los hay que sugerirán el reconocimiento social en tal o cual academia o institución que, en el fondo, prestigiará más al foro en cuestión que al ya suficientemente valorado peticionario.

Los hay, por supuesto, quienes se ofrecen a sí mismos. Están en “el mercado” una vez que su carrera política en un determinado partido ha caducado y se consideran con suficiente prestigio como para engrosar una lista electoral; encaramarse a un gobierno nacional, autonómico o local; o prestar sus servicios en alguna institución o empresa pública. Estos últimos “sindicalistas” tienen por lo menos la justificación de la transparencia. No engañan. Sus currículos están a la vista de todos y sus trayectorias suficientemente explícitas para el conjunto de los ciudadanos… ¿En qué consiste su peligro entonces? Creo que solamente en los buscadores de fichajes, que es oficio también peligroso en los tiempos que corren. Se trata de los líderes de los partidos que nunca están conformes con el banquillo que han conseguido albergar bajo sus siglas y que consideran debe ampliarse constantemente para así ofrecer una aparente imagen de movimiento y de dinamismo, aunque ése tráfico ajetreado se parezca más al producido por las olas del mar que al de una actividad propiamente real. Conducen así a sus equipos a la frustración, debida ésta al escaso reconocimiento de su trabajo que observan por parte de su líder, y no exigen -sino al contrario- una integración de los nuevos y sonoros fichajes en la estructura de la organización ni en los objetivos consensuados por la misma. En suma, la perplejidad cuando menos en el equipo anterior y la superioridad no siempre acreditada con suficiencia en los nuevos llegados.

Cuenta Miguel Maura en su ya citada obra que organizó una oficina de estudios económicos, con la colaboración de verdaderas eminencias en la materia, la cual preparó un detallado programa de cuantas reformas se imponían en aquellos momentos en la marcha de la economía nacional. Mantenían reuniones casi todas las tardes. Allí fue donde vio nacer la exteriorización de las apetencias de los unos y de los otros. Cada cual barría para casa en la confección de los proyectos, y Maura tuvo de sostener verdaderas batallas con los tiburones de las finanzas y de las grandes empresas, que habían destacado subrepticiamente sus guerrilleros dentro del organigrama. Acabó todo aquello de mala manera. Descorazonado, y a la vez furioso, del papel que pretendían hacer jugar al partido y a él mismo como inevitable consecuencia, disolvió más tarde la oficina, y los preclaros varones que en ella habían trabajado se dispersaron, en busca de mejores acomodos para sus apetitos. Todos, sin excepción -confirmaría el político republicano- se unirían a la CEDA, quizás el partido más semejante al Popular de hoy en día que se generó en aquella Segunda República española…

martes, 7 de junio de 2022

Doble representación, ciudadanos de primera y de segunda


En su biografía sobre Cambó, Jesús Pabón alude a que, en la Segunda República, una vez aprobado el Estatut, se produjo un debate respecto de si los Diputados catalanes en el Congreso debían o no participar en las votaciones de los asuntos relativos al resto de España en los que la Generalidad era competente como consecuencia de la aprobación del texto legal que regulaba su autonomía. La capacidad de pronunciarse en todos los supuestos —incluidos los de su incumbencia propia— supondría la sobreactuación de esos diputados desde una doble representación: la catalana y la del resto del territorio nacional, ya que resolverían sobre asuntos que ya no eran de su incumbencia.

El aserto contrario, según el cual los Diputados representan a todo el territorio nacional, con independencia de la provincia por la que hayan sido elegidos, tiene ahora su fundamento en el artículo 66 de la Constitución de 1978, pero parece ser en la práctica más cierto, vista la proliferación de partidos y agrupaciones nacionalistas, regionalistas y provincialistas, que su mandato lo reciben de esas instancias territoriales y no de la nación. El mercadeo y la timba de recursos dirigidos desde el Estado a determinados feudos políticos, a cambio de apoyos parlamentarios, asevera que la letra constitucional ha quedado enterrada por la ley electoral y por la distorsión del voto que produce ésta en favor de los partidos locales, regionales, nacionalistas e independentistas.

Cabe inferir de ese supuesto que, siguiendo la lógica del ejemplo republicano citado, no serían aptos los diputados nacionalistas vascos para votar los Presupuestos del Estado, en la medida en que mantienen un sistema fiscal poco menos que independiente, salvo el Cupo que les es descontado y que está trucado como consecuencia del citado trueque político. Si todo el empeño del PNV —y se supone que de Bildu, de acuerdo con el refrán por el que quien quiere lo más quiere también lo menos— consiste en fijar la bilateralidad como sistema absoluto de relación entre el País Vasco y el Estado, una vez aplicado dicho sistema a cualquier materia, ésta quedaría desgajada del derecho de voto que asistiría a los representantes de esos territorios. Los flamantes diputados del PNV no podrían votar los Presupuestos Generales del Estado ni en otros asuntos previamente sujetos a negociación bilateral en los que, sin embargo, las Cortes Generales sean competentes, como ocurre por ejemplo con el llamado Ingreso Mínimo Vital.

Siguiendo con esta teoría, tampoco podrían participar en esas decisiones los diputados pertenecientes a los partidos nacionales en esas circunscripciones, desde luego. Pero es posible que ese supuesto les incomode menos a sus organizaciones políticas de referencia, dada la debilidad electoral que experimentan en esos ámbitos territoriales.

Es evidente que lo antedicho constituye más una reflexión que una propuesta. De lo que se trata más bien es de modificar la ley electoral en el sentido de que la capacidad de elección de un diputado por cada ciudadano sea similar en toda España, que no valga más el voto de un alavés que el de un madrileño. Porque la doble representación se derivaría de una ciudadanía privilegiada en la que hayamos consolidado —y en eso estamos, en efecto— una situación de ciudadanos de primera y ciudadanos simples. Algo bastante medieval y fuerista, muy «Ancien Régime», pero bastante poco moderno y democrático.

Ya dijo la actriz Helena Bonham Carter, que la imperfección está subestimada. Quizás en un mundo en el que todo —o casi todo— está al alcance de la mano en un abrir y cerrar de ojos nos hayamos olvidado de que hay muchas —demasiadas— cosas que no funcionan. Y parece evidente que las deficiencias resultan consustanciales al ser humano y a su obra. Por lo mismo, no existen sistemas electorales perfectos, sólo procedimientos de votación más adecuados que otros a los objetivos que se persiguen. Y es cierto que la organización electoral española ha sido útil durante un cierto tiempo para preservar una democracia de dos partidos mayoritarios, apoyados en ocasiones por formaciones políticas menores a cambio de cesiones que no llegaran a precipitar al Estado en una tendencia imparable a la desintegración territorial. Sin embargo, la ausencia de líneas rojas que se advierte en el actual inquilino de la Moncloa, dispuesto a entregar al mejor postor hasta los mismos servicios de inteligencia del Estado, remite a la urgencia de poner coto al indeseable fenómeno de la sobrevaloración de los votos locales que desembocan —se diría que inevitablemente— en situaciones insolidarias y entreguistas.

El debate republicano en su versión actual quizás no convenza a los partidarios de esa forma de estado que lo son sólo de salón, nostálgicos por cierto de oportunidades perdidas a causa de sus propios protagonistas, pero no deja de ser una polémica estimulante y que cuenta con recorrido político en los actuales tiempos.
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