sábado, 31 de agosto de 2024

¿Más psicólogos que economistas?



La apuesta por el desarrollo y el crecimiento económicos, presentada como la mejor solución a las necesidades de las sociedades, no es nueva. Su corolario en la combinación de estas prácticas económicas con la justicia social nació en tiempos ya remotos que vieron crecer a los partidos -y sindicatos- de base obrera con las políticas sociales que implantaron los partidos conservadores; la doctrina social De la Iglesia, con la encíclica "De Rerum Novarum", de León XIII, en 1891, abriría el camino para una concepción diferente de las desigualdades a la preconizada por el librecambismo, que supondría una modificación de actitud también en las formaciones políticas más tradicionales.

A pesar de que este debate se simultaneaba con otros -el clericalismo o su anti, por ejemplo-, en todo caso ha sido la economía la que ha presidido la actuación política desde entonces. La polémica en la izquierda sobre la convivencia entre la extensión de la protección a los más desfavorecidos, desde la aceptación del "Estado burgués" o desde su desaparición por obra de la revolución, se correspondía con la discusión en la derecha entre los partidarios de un Estado más fuerte y los que defendían otro más debilitado. En definitiva, la confrontación política se hacía de manera inevitable en términos económicos.

No sabría decir hasta qué momento se prolongaría este imperio de la economía sobre la política, pero no deja de ser cierto que la evolución de los acontecimientos condujo a la cuasi disolución de los Estados-nación en el abismo de la globalización. Las viejas teorías marxistas, soportadas por la idea de las relaciones de producción a escala nacional, harían crisis cuando se advertía que la clase obrera ya no era la de los trabajadores con mono que montaban los coches de Renault en Valladolid, sino más bien la de los operarios del textil de Bangla Desh, que confeccionaban ropas en edificios insalubres en los que apenas sí entraba la luz.

Y esa globalización, además de modificar el esquema clásico de las posiciones marxistas, generaba también la pérdida de los puestos de trabajo para quienes hacían las tareas que otros están dispuestos a realizar en cualquier otra parte del mundo y por un coste irrisorio. Ensamblar coches en Detroit es una tarea que ya vamos describiendo como arqueología industrial. Y los que trabajan en los sectores afectados empezaron a preguntarse cómo ocurrió todo eso, y por qué es necesario apoyar un proceso, el de la globalización, que les deja sin recursos y sin futuro.

A lo que será preciso añadir que el paisaje cotidiano de nuestras ciudades está cambiando también. Que la globalización no consiste sólo en que compremos una camisa hecha en China, sino también en que los chinos, y los latinos y los magrebíes se instalen en nuestros vecindarios, utilicen nuestros transportes públicos y reciban atención médica en nuestros hospitales. Y descubrimos cómo está muy bien ir a la moda a un precio más que asequible o entregar el cuidado de nuestros mayores a gentes llegadas de fuera, pero no tanto como para que esa convivencia entre en conflicto con los estándares vitales que habíamos alcanzado.

No calificaré esta forma de pensar -y aún de actuar-, porque el objetivo de este comentario consiste precisamente en eso que Jean Monnet definía como el "leit motiv” de su vida: "intentar comprender", ya que sólo desde la comprensión de las actitudes de las gentes podrán anticiparse los cambios que se producirán en el futuro y las respuestas que debamos ofrecer a esas nuevas situaciones.

La política por lo tanto debiera asumir que está avanzando un estado de opinión que bebe sus raíces de una sensación de inseguridad. Tengo también la convicción de que esas percepciones están siendo agitadas por los partidarios de la máxima que asegura que "cuanto peor, mejor". Pero también conviene que seamos conscientes de que no son los agitadores quienes han creado ese estado de opinión, simplemente porque ya existía.

La reconducción de la política a la psicología es, entonces, necesaria. Se trata también de hacer pedagogía, de dirigirse a las gentes con argumentos que llamen a los valores que decimos compartir, la solidaridad, la empatía con los más desfavorecidos, pero también la utilidad -ya que serán ellos, los emigrantes, y sus hijos los que nos paguen las pensiones y la atención médica que precisamos, no los hijos que no hemos querido tener.

Una pedagogía que muestre la necesidad de rehacer un nuevo contrato social, que ya no sólo debe atender a la reducción de las desigualdades a través de la igualación de las oportunidades -no del desprestigio y el ataque a los que más tienen-, garantizando la subsistencia del estado del bienestar. No sólo tampoco -aunque también- a mantener el pacto generacional, por el que los trabajadores de hoy mantienen la jubilación de quienes les ayudaron en su niñez y su juventud. Ese nuevo pacto social se deberá necesariamente extender ahora a quienes han decidido compartir con nosotros sus vidas, sus éxitos y sus fracasos, integrándose en una suma diferente de lo que había sido una sociedad que 20 ó 30 años atrás contaba con una cierta homogeneidad.

En la isla de Ellis, en la que las autoridades estadounidenses habían establecido un centro de acogida de los inmigrantes que llegaban al país en barco, puede verse una enorme bandera de la nación norteamericana, compuesta por pequeños fragmentos geométricos. Si el espectador la contempla desde uno de sus lados, verá la enseña de las barras y las estrellas; en el otro advertirá unas muy pequeñas fotografías con las caras de los que un día llegaron allí procedentes de otros mares. La enseñanza está meridianamente clara: Estados Unidos es un gran país porque está compuesto por tantas gentes de tan diversas condiciones. Y lo afirmó siendo muy consciente del debate que también allí se está produciendo.

De modo que, sin dejar de lado las magnitudes macroeconómicas, los políticos de hoy deberían atender a esos sentimientos íntimos de las gentes -por muy irracionales que a algunos nos puedan parecer- e inculcarse de los rudimentos que procuran tender los puentes entre unos y otros, que no a erigir muros de contención que establezcan fronteras insalvables. Entre otras cosas porque, por más que nos obstinemos en ello, siempre las franquearán.

La psicología deberá entrar en la ecuación de la política, por lo tanto.

domingo, 18 de agosto de 2024

Apuntes para un verano

Publicado en El Imparcial, el 17 de agosto de 2024

Existen momentos en los que se diría que las palabras se atragantan al otro lado del teclado de tu tablet. Como ocurre con las cenas desordenadas y pantagruélicas a las que, de cuando en cuando, nos vemos sometidos, los acontecimientos políticos y sociales nos producen un asombroso hartazgo que ya ni siquiera lo es, porque nuestra capacidad para la indignación se ha visto superada hace mucho tiempo, y apenas sí te queda el reflejo de levantar una ceja para poner en evidencia tu contrariedad. ¿Es esto posible?, ¿lo estoy soñando?, ¿vivo en realidad en el país que un día definiera la más importante de las leyes que los españoles nos hemos dado en los últimos tiempos?

Pensamos quizás que nuestras inquietudes son más bien producto de las olas de calor que este verano climático va depositando en las arenas de la playa de nuestros organismos exhaustos, como si todo lo que ocurre en nuestro derredor es apenas producto de una imaginación calenturienta. Pero las escasas noticias que proporciona la canícula y los comentarios de los pocos analistas que aún se confían a enviarnos sus crónicas nos insisten en que eso ha ocurrido -o dicen que así ha sido-: que el prófugo Puigdemont dio un mitin y que la policía lo perdió cuando el semáforo se puso en verde, y que la insolidaridad fiscal va a alcanzar cotas insospechadas con tal de asegurar dos precarios inquilinatos en Madrid y Barcelona. Algunas voces -ya no se sabe muy bien si verdaderas o un tanto farisaicas- se han elevado con estupefacción ante estos hechos.

¿Dónde estábamos cuando todo esto acaecía? La respuesta es muy sencilla: estábamos combatiendo el calor con la ayuda de la brisa del mar en la playa, en la montaña o acudiendo a un espacio refrigerado de unos grandes almacenes, a la vez que comprobábamos el exorbitante nivel de los precios de los productos que allí se exponen -la inflación nos sorprende y nos agobia más que la segunda fuga del prófugo o el nuevo orden hacendístico.

Y ya que nos referimos a los precios, constataremos que se trata de un intercambio excesivo el de modificar el régimen fiscal previsto por la Constitución de 1978 por la puerta de atrás para que Salvador Illa resida en la Casa de los Canónigos, lo mismo que abochornan la actitud y las explicaciones de los responsables de la policía autónoma de Cataluña y de los responsables del gobierno central, desoyendo, unos y otros, los mandatos del juez y poniendo en evidencia que son los mandatos políticos los que condicionan las actuaciones policiales.

A la espera de alguna concreción sobre el nuevo sistema fiscal para Cataluña, situado en el momento presente en la opacidad más cercana posible al absoluto, somos conscientes también del grado de deterioro que viene operando sobre los principios y valores que en algún no tan lejano tiempo pensamos que eran, no sólo válidos, sino hasta sacrosantos, como ocurría con la igualdad de los españoles, la solidaridad entre ellos o el principio por el que quien más tiene más contribuye. Y cómo el supremacismo nacionalista -siempre minoritario en relación con el conjunto de los españoles- ha conseguido infectar con su virus egocentrista a un partido pretendidamente igualitarista, como es el PSOE, y no sabría asegurar si también ha escalado posiciones de contagio al principal partido de la oposición.

Aunque todo esto nos suceda cuando los pueblos de media España están en fiestas, y la impresión general sea de un cierto oasis de jarana a lo largo del desconcierto general, es preciso aceptar que lo que nos ocurre es una gran mentira, que nadie cree en realidad lo que afirma, que la patraña es demasiado burda para que seamos capaces de aceptarla. Sin embargo, hay siempre algún espíritu incauto que sigue tragando… para que otros -que no son espíritus precisamente, sino avispadas gentes de carne y hueso- sigan uncidos a las generosas arcas públicas.

Y no, no les hace falta siquiera aprobar los presupuestos, tampoco con presentarlos a su discusión, para seguir proporcionando los recursos pertinentes para su ampliada grey o para generar complicidades y y adhesiones a los sectores de la población presuntamente desfavorecidos. Es igual que, por ejemplo, el Ingreso Mínimo Vital no haya llegado sino a un diez por ciento de quienes tienen derecho a percibirlo, o que el bono cultural para los jóvenes se consiga después de superar las más complicadas trabas burocráticas… es suficiente con su anuncio para generar las expectativas, otra cuestión muy distinta es que queden luego frustradas.

El avance de la falsedad se hace cuerpo ante todo en las palabras. Como ya dejara dicho Lewis Carroll, a través de Humpty Dumpty, cuando Alicia en su país de las maravillas le preguntaba si las palabras pueden significar tantas cosas, le contestaba aquél: “La cuestión es quién es el que manda..., eso es todo”.

Y el que manda, aunque sea en precario y colgado de la cuerda floja que sostienen los nacionalistas, asegura que éste es un gobierno progresista, aunque la legislación vigente sólo se aplica a sus enemigos -como decía el chiste que se hizo popular durante el franquismo- y que lo que se ha pactado en Cataluña supone “un avance hacia la federalización del Estado Autonómico”, cuando en realidad se trata de un retroceso hacia la desmembración de la nación, un regreso a los cantonalismos, a la confederación de cacicatos que decía Maura, el retorno a la insolidaridad más propio del Antiguo Régimen medieval que de un estado moderno.

Seguiremos en la playa, en la montaña o respirando el aire más fresco de los sistemas acondicionados de algún centro comercial en la proximidad. Y al regreso a nuestras rutinas laborales apenas pensaremos que todo esto ha ocurrido, que en unos escasos días hemos perdido unos cuantos flecos en la dignidad de nuestras instituciones y hemos ofrecido una nueva victoria al nacionalismo disolvente, cualquiera que sea el ropaje con el que éste se vista.

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