domingo, 16 de febrero de 2020

Madrid y las otras Españas


Artículo publicado originalmente en El Mundo Financiero, el 12 de febrero de 2020

Se han escrito ríos de tinta sobre “las dos Españas”: la España de los rojos y la de los azules, la España de los que creemos en ella y la de los españoles que no quieren formar parte de nuestro proyecto común... y los dirigentes políticos procuran con éxito diferente que se impongan -en el primer caso de los aludidos- unos sobre otros, o de conceder más o menos beneficios para que los soberanistas suspendan sus reclamaciones finales durante algún tiempo -en el segundo-. Pero los recientes manifestantes exasperados del campo de Extremadura nos sirven en bandeja esa realidad de las dos Españas que ya conocíamos: la España urbana y la España vaciada, dos Españas contrapuestas de no fácil solución para la rural.
De este asunto también se está hablando mucho. De cómo la estructura de precios resulta abusiva para el agricultor, de la imposible absorción por éste de los costes -muy en particular el del salario mínimo-, de la progresiva reducción de los presupuestos de la PAC europea y su impacto sobre la España más desprotegida política y socialmente. Deberemos convenir que las respuestas no son fáciles y que los presupuestos públicos están orientados en otras direcciones.

Y en convergencia con lo expresado, es preciso aceptar también que España se está haciendo -¿deshaciendo?- a través de un principal polo de atracción, que es Madrid, y un resto que además de la España vacía y vaciada lo componen ciudades pequeñas y medianas que van cediendo protagonismo en beneficio de la capital. “Madrid crece más rápido mientras media España se vacía”, decía una información del diario El País. “La capital y la región acaparan buena parte del aumento de población en España al tiempo que 26 provincias pierden habitantes”, continuaba el citado medio de comunicación.

Son muchas las oleadas de vascos que por razones políticas, económicas o personales, abandonamos Euskadi; de castellanos; valencianos; andaluces; extremeños o gallegos que decidieron acercarse a Madrid y construir aquí sus proyectos familiares y profesionales. Cataluña -y Barcelona- es ya una población institucionalmente antipática, rural y aldeana, y está provocando un nuevo éxodo de gentes que la dejan para vivir en el centro. Madrid -como lo fue en su día la Ciudad Condal- es un espacio de atracción de inversiones, un ámbito de oportunidades y de empleo -una reciente encuesta señalaba que el 85% de los puestos de trabajo de España se creaban en la Comunidad madrileña-, un territorio cultural abierto y provocador; y un lugar en el que la convivencia es fácil, la integración resulta admirable y la oferta de infraestructuras de transportes, salud o educación están por lo general bien resueltas. Si añadimos a todo ello un gobierno local y autonómico que tiene clara su función de no molestar al ciudadano, el círculo benéfico estaría prácticamente completo.

Supongo que a nadie le parecerá mal que a Madrid le vaya bien, con excepción de los envidiosos -ya se sabe que la envidia constituye uno de los pecados capitales de los españoles-. Tiene diagnóstico más complicado, sin embargo, lo que resulta de ese polo de atracción y desarrollo para los lugares atraídos.

Porque lo cierto es que es éste un reparto de suma cero, no un “win-win”, en el que lo que gana Madrid lo pierde el resto de España. Y no sólo en el aspecto económico, también el el político, social o cultural. La brecha entre estas nuevas dos Españas se ahonda por momentos y sin solución de continuidad. Al Madrid cosmopolita y abierto se le contrapone cada vez más la España que se mira en el ombligo, cerrada sobre sí misma, como ocurriera con el Tartarin de Tarascon de Daudet. Una España que amenaza convertirse en un gran parque temático para el turismo y los servicios que éste acarrea.

El trabajo de las élites, de las instituciones, de las empresas, de la sociedad es ya la necesidad de integrar estas nuevas dos Españas. Pero para eso ni hay recetas expeditivas ni demasiados ejemplos de éxito. Desruralizar España en las actitudes exige desmontar los vicios de unas regiones que exageran identidades, inventan idiomas y practican orgullos vanos; más vanos y peligrosos cuando sólo convencen a los pocos propios al precio de expulsar a los muchos más que les son extraños.

Pero ese viaje habrá de empezar -¿y cómo no?- con la educación, pero no sólo con la que se imparte en los colegios y las universidades sino con un concepto integral de la educación. Una cultura de la tolerancia basada en el benéfico influjo de la ilustración, del progreso y del estímulo, que apueste por las oportunidades que potencian las iniciativas individuales en lugar de desanimarlas. Un largo viaje -como el título de la primera novela escrita por Jorge Semprún-, largo pero a la vez imprescindible.

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