domingo, 29 de agosto de 2021

Afganistán, el nuevo fracaso

Columna publicada originalmente en El Imparcial, el sábado 28 de agosto de 2021


Hace ya tiempo que la sola evocación de la imagen de Estados Unidos luchando en una guerra presuponía la idea de una victoria segura. Y eso que el país creado por los “padres fundadores” tardaría algún tiempo en sacudirse sus complejos internos (guerra civil o de secesión, entre 1861 y 1865) y descubrirse a sí mismos como una potencia mundial y con control sobre los mares, de acuerdo con las ideas del almirante Alfred Mahan (1840-1914), que supuso, entre otras cosas, el final del dominio naval británico (‘Britannia rule the waves’), y la desaparición de las últimas colonias españolas en Cuba y Filipinas en la guerra entre nuestro país y los Estados Unidos en 1898.

La supremacía norteamericana atravesaría el siglo XX con su participación decisiva en las guerras mundiales, que depararían los escenarios de nuevas organizaciones internacionales, plagadas -especialmente con el final de la segunda confrontación bélica intercontinental- de instituciones y acuerdos. La estrella de la “pax americana” no comenzaría a declinar hasta los años finales de la década de los ‘50 de ese siglo y se prolongó hasta 1975 con la guerra de Vietnam, en la que los EEUU finalmente se batieron en retirada. (Afganistán, hoy, y Vietnam, ayer, constituyen una comparación inevitable, a pesar de la opinión contraria al respecto del Presidente Biden).

Resulta en ocasiones complicado discernir sobre las causas que han llevado a ese país a involucrarse en determinadas empresas bélicas: si lo que perseguían era en especial la defensa de un modelo de civilización occidental basado en la democracia y el respeto de los derechos humanos, o más bien sus decisiones traían su causa en otro tipo de motivaciones. El caso de Afganistán parece enmarcarse más en una reacción a los atentados del 11-S y a la persecución contra Osama Bin Laden y Al Qaeda, que a una presunta voluntad de encaminar a este último país por la senda de los valores que han definido desde su fundación a los Estados Unidos.

Más allá del objetivo que en cada caso se persiga y su bendición moral a esa intervención por las Naciones Unidas -requisito éste de exigible cumplimiento-, el abrupto abandono norteamericano de Afganistán, que ha dejado a sus aliados sin opción a intervenir, nos plantea la reflexión de que cualquier ocupación de un país diferente al propio debería definir con carácter previo un plan de actuación que concrete los objetivos a conseguir, los procedimientos a utilizar y los recursos humanos y materiales a aprontar. Todo lo contrario a una improvisación reactiva en la que a la carencia de previsión le sigue una definición gradual -muchas veces caótica, como ha ocurrido en este caso- de las políticas a desenvolver.

Tarea tan ardua de conseguir debería disuadir a los gobiernos -a los norteamericanos y a los demás- de emprenderla, en especial en un territorio tan complejo históricamente, tan diverso en su población y cultura y en su orografía como es Afganistán, a pesar de que -acumuladas las administraciones- los dos partidos mayoritarios estadounidenses han participado en los veinte años de presencia en el territorio. Es preferible entonces plantear objetivos más concretos y encomendarse más al ‘poder blando’ que a ‘las ‘botas sobre el terreno’. Ya se sabe que los Estados Unidos ganan con facilidad en la guerra, pero pierden a la hora de organizar la paz.

Parece más o menos evidente todo lo dicho, pero está claro que no aprendemos de los errores del pasado. Y resulta además todo un síntoma que tras la desbandada norteamericana, todo el edificio democrático construido en Afganistán, junto con los derechos civiles y la igualación de la mujer al hombre, apenas hayan producido impacto en la progresía buenista que inunda de categorías definitivas a nuestro país. En el mundo del ‘me too’, las voces feministas de partidos y organizaciones que ‘iluminan’ nuestro discurso a este y al otro lado del Atlántico, nos ofrecen el más clamoroso de sus silencios.

Ya han sido evocados por comentaristas e informes internos los numerosos errores cometidos a lo largo de estos veinte años, la devastadora corrupción de la administración afgana y la dificultad de organizar un proyecto democrático en una sociedad tribal pre-industrial -léase medieval-. Queda de la escapada todo el material militar, de alto valor tecnológico, ahora en poder de los talibanes.

Retirada americana, avance de sus rivales de China, Rusia y de ese país en tierra de nadie que viene siendo Turquía. Y está también la credibilidad dañada de los Estados Unidos respecto de sus aliados asiáticos (Japón y, más especialmente Taiwán), o de los nuevos socios de la OTAN en el este de Europa respecto de Rusia. Sin excluir la nueva situación en el organismo atlántico que deberá ser cuando menos actualizada y redefinida. Y los problemas de todo orden que el abandono a su suerte del pueblo afgano traerán de la mano: llegada de refugiados, auge del terrorismo yihadista y otros que dependerán del nuevo tablero geopolítico que se abre ahora y de las decisiones que los diferentes actores adopten. Que no es poco para este galimatías internacional.

Europa empieza a tener claro que cada vez más depende de sí misma, pero sus decisiones en el ámbito de una integración de la política exterior y de defensa comunes tardarán aún algún tiempo en producirse y en resultar efectivas (ya se sabe del complejo y arduo proceso de su articulación). En todo caso, el mundo libre, las sociedades que entienden la consistencia de los valores que se abandonan con tanta facilidad, necesita del indispensable liderazgo de los Estados Unidos, un liderazgo que en un mundo multipolar y globalizado debe estar compartido por socios capaces de poner en la práctica actuaciones que puedan sumarse a las de esa potencia política, económica y militar que es Norteamérica. Un Biden que hacía de su discurso diferencial con Trump la afirmación de que ‘America is back’ y que pretendía curar las heridas en una sociedad dividida y convulsa, deberá aplicarse a esta tarea también en el ámbito mundial. El fracaso afgano no puede ser el fracaso definitivo de Occidente y sus valores. No nos lo deberíamos permitir.

Parafraseando lo que espetó Churchill a Chamberlain, Estados Unidos -y sus aliados- tuvo que elegir entre convivir con el terrorismo o abatirlo, y decidió acabar con él y luego impulsar la democracia; ahora nos hemos quedado con el deshonor de una retirada desordenada y con la democracia clausurada, y con un terrorismo que volverá a florecer. Ese podría ser el triste balance final después de 20 años de ingentes recursos humanos y económicos enterrados en Afganistán.

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