viernes, 30 de junio de 2023

La derecha española pierde el norte



Cuando el partido que presidía Albert Rivera concluyó un resultado más que notable hace cuatro años en las elecciones municipales y autonómicas, decidió que la manera más razonable para gestionarlo consistía en negociar los posibles acuerdos con sus interlocutores políticos en los ámbitos correspondientes (local y autonómico). Eso era lo que preferían, por cierto, los equipos nacionales de los partidos con los que Ciudadanos se aprestaba a coaligarse, especialmente el PP: sólo en supuestos muy escasos, C’s podría reclamar alguna presidencia de ayuntamiento, y ninguna de comunidad autónoma, de modo que las apetencias del partido liberal se verían limitadas al solo escenario de alguna vicepresidencia y de contadas conserjerías o delegaciones municipales.

Eso ocurría -ya digo- en el año 2019, y el resultado de ese proceso fue que Ciudadanos jugaría en adelante un papel subordinado al Partido Popular, con el aditamento que suponen siempre los gobiernos de coalición: los éxitos -y los fracasos- de esos gobiernos los rentabiliza -o los debe asumir, en el caso de una mala gestión- la organización política que ostenta la presidencia del órgano correspondiente.

Cuatro años después, la anticipación de las elecciones generales por parte del presidente del gobierno estaba clara como el agua más clara de las que existan: que radicaba en la desmovilización de los sectores presuntamente más acomodados de la sociedad, en huida más o menos ordenada hacia sus lugares de veraneo; a la que se unía la idea de que los partidos de la derecha se enfangarían en una negociación caótica de la cual Sánchez y su formación política podrían obtener alguna ventaja electoral.

Anunciaría entonces el PP que no habría tal cosa, que bastaba con retrasar la formación de los gobiernos autonómicos -los locales tenían fecha fija- hasta después de celebradas las generales, de manera que se pudiera soslayar la sabida crítica socialista a las eventuales cesiones a entregar a los de Vox.

No ha habido tal, la ceguera de los populares en el escenario autonómico de las conversaciones, producto quizás de la experiencia positiva que mencionaba al principio de este comentario, unida a la tradición autonomista de un presidente con mando y plaza galaicos, se ha unido el empecinamiento de un partido -Vox- que ya va definiéndose en la peor de sus posibilidades: una formación disciplinada en el apoyo a su jefe, y en una singular heterogeneidad de componentes en los que se integran desde falangistas hasta libertarios, con una buena dosis de trumpismo, pasando por negacionistas del cambio climático, contrarios a vacunarse contra el COVID, antiabortistas, refractarios a la sola idea de la violencia de género…

Era más fácil, desde luego, para el PP pactar con C’s; especialmente porque eso no le exigía al partido que ahora preside Feijóo renunciar a ninguno de sus principios, cualesquiera que fueran éstos. Más complicado resulta negociar con el partido de Abascal, con el que cada acuerdo y cada declaración tiene difícil atravesar el tamiz de lo que hoy en día resulta generalmente admitido por la sociedad.

Ha sido paradigmático, en este sentido, el caso de la Comunidad Autónoma de Extremadura, donde el tono estridente y la filtración de determinadas actitudes han dañado de forma notable el buen fin de la operación. Hasta el punto de que en el equipo nacional de Génova se ha pasado de la singular aportación de las “matemáticas de Estado” (Bendodo) a perder el temor a navegar, -que decía Machado- que no sirve para el mar… ni para la política, añadiría yo.

Más le hubiera servido al PP ensayar una mesa nacional -más o menos discreta- con Vox, fijar en ella con carácter rápido los acuerdos más significativos y dejar después que los equipos autonómicos y locales perfilaran nombres, atribuciones específicas y medidas concretas, siempre de acuerdo con una mínima tutela nacional. Ya sé que no es esto lo que aconseja el Estado de las Autonomías. Pero esa manera de negociar no sería contradictoria con las competencias con las que cuentan los órganos correspondientes, y que las sedes centrales de los partidos tendrían serias dificultades de control, amparadas las decisiones de aquéllos como se encuentran por el ordenamiento jurídico.

Las estrategias de negociación no se agotan siempre en el resultado obtenido en el gobierno correspondiente, tenga la importancia que éste tenga, porque lo que importa de verdad -al menos en estos momentos- es ponerle fin a una etapa de mal gobierno, de intrusión del Estado en las instituciones, de permanente cesión a los intereses de quienes sólo pretenden acabar con la simple idea de una España para ciudadanos libres e iguales. Acabar con la mentira, con la exclusión del que no opina como el que manda, y, por cierto, defender los intereses de España en el ámbito exterior, y no los de otros países, por muy amigos y vecinos que sean.

Deberían el PP y Vox ser conscientes de que lo que se juega no es un consejero, siquiera un presidente, en Extremadura o en Murcia. La del 23 de julio no es, no puede serlo, una elección más. Se trata de una apuesta por la superación de una etapa que ya viene produciendo suficientes desgracias a la ciudadanía española, cuya perpetuación supondría deslizarse, a no tardar mucho, por una pendiente que podría alcanzar características, no por fácilmente predecibles, menos peligrosas para el mantenimiento de la sola idea de España.

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