martes, 6 de diciembre de 2022

¿Cómo meter de nuevo la pasta de dientes en el tubo?


Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el 5 de diciembre de 2022

La literatura anglosajona -la política, en especial- utiliza la expresión “to put the toothpaste back into the tube” para definir uno de los procesos más difíciles de la acción pública: el de revertir el rumbo de los acontecimientos hacia un ámbito del que nunca deberían haberse separado.

Caben pocas dudas acerca de la peligrosa deriva en la que se ha introducido nuestro país a partir de la moción de censura que llevó en el año 2018 a Sánchez a la presidencia del gobierno. Su doble pacto con la extrema izquierda populista y con el nacionalismo y el independentismo nos viene sumiendo en el desconcierto del mal gobierno (aplicación de la ley del “sólo sí es sí”), de las cesiones sin medida (blindaje del cupo vasco) y de reformas legislativas para la sola satisfacción de nacionalistas prevaricadores o de prevaricadores sin adjetivos. Se une a todo eso la absoluta ausencia de respeto de los procedimientos democráticos (la democracia no lo es tal cuando se violentan las formalidades procesales) a través del abuso de los reales decretos, la perversión de la técnica legislativa (con la introducción de normativas heterogéneas en las llamadas leyes “ómnibus” que sirven lo mismo para un fregado que para un barrido), o el abuso superlativo de utilizar el procedimiento de las proposiciones de ley -reservadas generalmente a las oposiciones- por los grupos parlamentarios que apoyan al gobierno para evitar los controles externos y acelerar la tramitación de la disposición, como está ocurriendo ahora con la reforma del Código Penal que cancelará el delito de sedición. Cuando observo, perplejo, la imagen de Patxi López depositando en el Registro del Parlamento esta iniciativa recuerdo el anuncio que le hizo a este dirigente político la madre de Joseba Pagaza en el año 2005: “Patxi, dirás y harás muchas cosas que me helarán la sangre”.

No resulta, por lo tanto, extraño que nuestro país caiga en los rankings que miden la calidad democrática. Ocurre así en el informe “índice democrático” elaborado por el semanario británico “The Economist”, según el cual España ha pasado de ser una ‘democracia plena’ a una ‘democracia defectuosa’.

Los daños que este gobierno viene produciendo sobre la situación económica, social y política de nuestro país no son irrelevantes. A los males endémicos de nuestras cuentas públicas se le debe sumar el exceso de gasto (el déficit público estructural se aproximará al 5% este año, según “El Economista”, aunque se vea ayudada su reducción como consecuencia del aumento de los ingresos vía inflación, y la deuda pública ha alcanzado la cifra récord de los 1,5 billones de euros, según “Cinco días”). A los problemas sociales que ya teníamos cabría agregar el de una ciudadanía desconcertada por la ausencia de administración para resolver cualquiera de los trámites que le afectan y el desconcierto que las políticas de género, sólo en apariencia progresistas, están produciendo en nuestra sociedad. Y a los conflictos políticos heredados, y aún no resueltos, es preciso integrar los derivados de un gobierno decidido a ejecutar la disolución del Estado poniendo sus trozos en manos de quienes persiguen precisamente su desintegración, en una estrategia que no se detiene ni siquiera ante la más alta representación nacional, desactivando todo lo que le es posible al Rey.

Cada mes, cada semana, cada día que pasa… asistimos a una degradación que, en apariencia y en acto, no tiene fin. Las noticias de los medios de comunicación nos conducen al desaliento cuando no a la depresión, y el panorama que tenemos por delante no parece mejorar demasiado. Si el gobierno constituye junto con sus socios el mayor problema del país, la oposición no cautiva precisamente a la ciudadanía, dividida entre la derecha y la derecha más extrema, con un centro que ya emite estertores de muerte.

Aun así, en estas últimas opciones se encuentra una respuesta siquiera tímida e irresoluta, a este periodo de nuevo ciclo político que arranca revestido de los mismos ropajes con que lo hacía el de la crisis de 2008, con sus semejanzas y también con sus diferencias, que no son pocas. Y si el centro-derecha que quede es capaz en el año que resta hasta las próximas generales de ganar autonómicas y municipales y ratificar esa victoria hasta la presidencia del gobierno, le quedará una labor que no podrá realizar solo: la de revertir la situación política, cumpliendo la letra de la Constitución y el espíritu de la misma que no es sino la práctica del consenso. Para eso necesitará de un partido a la izquierda que renuncie a las prácticas divisorias, cancele la operación desintegradora que nos conduce a la confederalización de España y acepte una estrategia de alternancia política que no ponga en riesgo los intereses comunes.

Derecha e izquierda -centro-derecha y centro-izquierda- son hoy, como lo fueron en 1876- las dos patas en las que se asienta el sistema de la Constitución todavía nominalmente vigente. Suponiendo que en el lado derecho del espectro político -que es bastante suponer, por cierto- se cumplen las condiciones requeridas, nos faltaría una izquierda sensata, reformista y constitucional para que sirva a aquélla de contrapeso. Se trata de una opción sin duda imprescindible, ¿pero existe alguien dispuesto a crearla? Le confieso que me encantaría pensar que es posible, pero tengo mis serias dudas de que aún resulte factible introducir de nuevo la pasta dentífrica de un país en desintegración en el tubo de la normalidad.

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