jueves, 29 de diciembre de 2022

Lo que más ha cambiado en España


Artículo original publicado en El Imparcial, el 28 de diciembre de 2022

El tirón de orejas propinado por el Rey a nuestra clase política en su discurso de Navidad no debería pasar desapercibido para nadie. Su llamada al «ejercicio de la responsabilidad», en el que incluyó a todos los actores institucionales —sin excluir de esta tarea a la Corona— enfatiza, más que ningunas otras expresiones, la clave en la que se debería sustentar la respuesta a la actual crisis que estamos atravesando.

Es lógico que en ese «todos» no adjudicara Don Felipe los diferentes grados de culpabilidad que tienen los sectores involucrados en este desaguisado nacional, pero tampoco deja de ser cierto que como aseveraba Orwell, todos somos iguales, pero algunos resultan más iguales que otros.

En los casi 45 años de trayectoria constitucional, muchas cosas han cambiado en la España que alumbró el pacto de 1978, como oportunamente recordó Felipe VI. El crecimiento económico consecuente con nuestra incorporación a Europa, las características demográficas de la población española, el desarrollo del estado de las autonomías previsto en el Título VIII de la Carta Magna, el procedimiento de obtención de las mayorías de gobierno de los partidos turnantes basado en el concurso de las minorías nacionalistas… todo ello unido al profundo cambio que ha experimentado nuestra sociedad en lo que se refiere a su esquema de valores predominante y a la integración de fenómenos que en su día parecían reprobables además de marginales.

Somos, es cierto, un país diferente al que éramos en el final de la década de los 70 del pasado siglo; pero me atrevo a decir que uno de los protagonistas del escenario nacional en el que más se puede percibir la transformación se sitúa en el ámbito de la izquierda política, en sus percepciones de la realidad, en el abandono de la práctica del método del consenso como fórmula para resolver los problemas, incluso —no sería demasiado osado decir— en su deslealtad constitucional y su amenaza cada vez más evidente de modificar el texto de 1978 por la puerta de atrás, a través de su desnaturalización.

No será, sin embargo, necesario recordar aquí la modificación de criterio que, por ejemplo, acometieran los comunistas españoles Santiago Carrillo y Dolores Ibarruri aceptando la transición política —y la bandera nacional, abandonando la tricolor republicana— en aquellos años; porque lo cierto es que el proceso venía de tiempos muy anteriores, en concreto de junio de 1956, cuando esa formación política presentaba un manifiesto por la reconciliación nacional en el que había tomado parte muy activa el entonces dirigente del citado partido, Jorge Semprún —por cierto nieto del político conservador de la etapa restauracionista don Antonio Maura—. Resulta conveniente la relectura de ese documento que, en uno de cuyos párrafos, afirmaba:

«Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte».

Dos generaciones más adelante, los españoles de hoy se diría que ya no merecemos el beneficio de la paz interior que es producto del olvido de las viejas pendencias. Una nueva batalla se abre entonces en nuestros días. No se libra ésta con armas de fuego, pero sí con la desinformación y el insulto al contrario.

¿No ha cambiado la izquierda, esa izquierda, la comunista devenida en populista de izquierdas, y la socialista que cada día se mimetiza más con los planteamientos de la anterior?

El sistema del 78, al igual que el canovista expresado en la Constitución de 1876, obtiene su sustento en la existencia de dos grandes partidos que se suceden en el poder, y en un poder moderador que constituye su arco de bóveda representada por Su Majestad el Rey. Es verdad que, a diferencia con el texto apadrinado por el político malagueño, contiene el actual un elenco de elementos que subrayan su vocación democrática, integrando en ella los instrumentos de control de los poderes públicos entre sí y con las instituciones que aconsejan y asesoran a aquéllos. No es lo mismo una Constitución democrática como la de 1978 que una liberal como la de 1876; sin embargo, la quiebra en el cumplimiento de las funciones que le correspondientes a uno de los partidos deja al sistema inerme y al Rey expuesto a convertirse en el último valladar de un régimen que se ha vuelto defectuoso. Pensar que Europa y sus instituciones nos protegerán de hundirnos en el abismo es algo así como creer que un «diktat» de Bruselas acabará con el predominio de Orban en Hungría o de los Jarucelski en Polonia.

Somos por lo tanto nosotros mismos los llamados a cuidar de nuestro sistema, como también nos recordó oportunamente Don Felipe. Nada está escrito, ninguna predeterminación existe de que nuestra democracia se encuentre a salvo de los embates exteriores y, sobre todo, de los interiores. Porque, si es cierto que buena parte de la responsabilidad de lo que ocurra haya que atribuirla a los partidos, no son ellos los únicos que deberán salir al rescate de las instituciones y a la salvación de la democracia. Los partidos deberán obtener los votos que les resulten necesarios para encauzar la situación, pero somos los ciudadanos, la sociedad civil, quienes debemos señalarles el camino a seguir. Y no es posible que abdiquemos de ello, salvo grave responsabilidad por nuestra parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

cookie solution