martes, 2 de noviembre de 2021

Las calles de mi ciudad

Publicado originalmente en Iberian Style, el 30 de octubre de 2021

Pasear y caminar por las calles de una ciudad como pueda ser Madrid, Londres, Nueva York o Bilbao, observando todo y dejando a las cavilaciones personales deambular por la cabeza se puede convertir en una balada. Es lo que hoy nos ofrece Fernando Maura; una balada urbana.


LAS CALLES DE MI CIUDAD

La pandemia del Covid’19 – aún no resuelta en los miedos personales y la pérdida del tejido productivo consiguiente – nos ha devuelto a muchos el gusto por el paseo, la mirada y el reencuentro con personas que, como nosotros mismos, resuelven abordar en libertad las calles, las plazas y las avenidas para cualesquiera tipo de usos y objetivos. En una fugaz observación, advertimos las prisas de quienes acuden a sus trabajos, los correteos de los niños que salen de sus colegios o el pasar tranquilo de quienes se aprestan a apoderarse de alguna mesa en una soleada terraza en este benigno otoño madrileño. 

El primer desafío en este deambular callejero – incruento, al menos para mí – es el de las gentes que han decidido caminar con sus mascarillas puestas. Reducida la expresión a los ojos, la intensidad de sus inspecciones oculares me describe su posible disconformidad con mi actitud. Son muchas veces ojos profundos, inyectados en desaprobación o cuando menos exigentes de la reciprocidad. Les devuelvo entonces el gesto como advirtiéndoles que la mascarilla protege del virus, pero también dificulta la respiración en esta ciudad a la que ya han regresado los coches y los autobuses y los camiones, y la contaminación vuelve a imponer su victoria en no dosificadas raciones de CO2. Y les digo, con mi gesto callado, que además yo ya estoy vacunado.

La calle en la que vivo es contigua a una zona de colegios, de esas que – según la hora – se ve inundada de coches que aparcan donde les viene mejor – esto es, en doble fila -, y de padres y niños que atraviesan, con una nerviosa carrera, la vía, sin tener en cuenta que el ayuntamiento ha dispuesto semáforos y pasos de cebra para ese menester. Eso constituye un “excelente ejemplo” para los chicos, para cuando se hagan algo mayores y sean ellos quienes adopten sus decisiones urbanas.

La nueva normalidad trae también consigo la más amplia recuperación del transporte público para quienes, en pleno apogeo del virus, se desplazaban en vehículo privado o se atascaban en el trabajo telemático. Hay en este punto su heterogeneidad de comportamiento; aunque generalmente cumplidora el común de la sociedad, algún que otro pícaro se apresura a ocupar el margen de la insolidaridad. El otro día, en un autobús municipal, observé que la grabación del vehículo recordaba, casi a voz en grito, que en el interior del mismo era obligatorio el uso de la mascarilla. Después de repetirse varias veces el reclamo, lo que suena es un gruñido articulado. Es el conductor:

—Aquí hay una cámara que comprueba si todos los pasajeros llevan puesta la mascarilla. Así que no mires atrás y a los lados. Eres tú…

Y prosigue el chófer:

—Dentro de un momento te dirán que te tienes que bajar…

Miro en dirección a los asientos de atrás. Un chico joven, en efecto con la cara despejada, se da finalmente por aludido. Tiene buena pinta y viste correctamente. Su expresión es afable.

—Vale. He comprendido

Asegura. Y se pone la mascarilla.

Por fortuna, pienso, aquí no ha existido violencia, vandalismo, ni expresiones altisonantes. No ocurre lo mismo en otros lugares de nuestra ciudad y aun de nuestra geografía.

Y Madrid será lo que queramos pensar que es, pero está claro que no es un ghetto. El modelo de urbanización de la capital de España se parece poco a los que conocemos en determinados barrios parisinos, marselleses o bruselenses, en los que se recomienda no aparecer desde la puesta del sol. Los caldos de cultivo de los que emergen los yihadistas no tienen entre nosotros la misma consistencia que en otros países, al menos por ahora. Y no creo que eso se deba a una planificación definida y ejecutada por las autoridades municipales o regionales, menos aún por el gobierno central. Ha sido mucho más la ausencia de planificación, la improvisación española, la que viene produciendo este resultado.

El Madrid abigarrado, multicultural, multiétnico y generacionalmente transversal de la calle de Bravo Murillo huele a aceite requemado de kebabs y guisotes latinos; hay zapaterías y tiendas que dispensan objetos de decoración, otras que venden cortes de pelo, unas cuantas de moda femenina y también de las que practican la manicura y la pedicura… todas ellas están atendidas por población china; pero también hay panaderías, cafeterías y bares regentados por personal español… o castizo, porque nadie podría garantizar que los ecuatorianos, bolivianos o – incluso – los orientales que te sonríen a la entrada de sus comercios, no tengan un pasaporte español.

Prosiguen mis pasos en dirección ahora de una estación de metro. Voy a tomar un café con un amigo, diplomático de altos vuelos, ideas claras e implacable defensor de los intereses de España en el ámbito interior e internacional. Y recuerdo entonces la canción de Ralph McTell, “Streets of London”, del año 1960. Una triste balada dedicada a las gentes de esa ciudad. Su estribillo dice:

So how can you tell me you’re lonely

And say for you that the sun don’t shine?

Let me take you by the hand

And lead you through the streets of London

Show you something to make you change your mind”

(Entonces, ¿cómo puedes decirme que estás solo?

¿Y decir que el sol no brilla para ti?

Déjame llevarte de la mano

Y guiarte por las calles de Londres

Mostrarte algo que te haga cambiar de opinión).


Es la soledad que proyectan inevitablemente las grandes urbes, acrecentada por los cientos de personas que te encuentras por sus calles, sin conocerlas, sin intuir apenas sus caracteres, sus angustias y sus alegrías. Pero la soledad, habrá que concluir, es algo que llevas contigo mismo y proyectas sobre la pantalla de tu ciudad: no podrías, sin incurrir en injusticia, culpar a nadie por estar solo, menos aún a ese ser que es la población en la que vives.

Pero es cierto, se puede uno sentirse solo a pesar de encontrarse rodeado de gente. La soledad de Madrid… yo también la sentí muchas veces. En Madrid, en Bilbao, en Lanzarote, por ejemplo. Por fortuna, esa es ya desde hace tiempo una historia del pasado.

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