La
En
algunas intervenciones de los re sponsables
político s del partido de gobierno se
ha manifestado que «el Pre sidente
vendrá al Parlamento cuando quiera», algo que produciría sonrojo en
cualquier país que disponga de tradición democrática.
El
Pre sidente del Gobierno lo es por
causa de la elección del Parlamento y se debe a él. Ni de lejos debe producirse
la sensación de que es él el que co ntrola
al Parlamento y sus tiempos, es el Parlamento quien debería co ntrolar al Pre sidente
del Gobierno, disponga o no su partido de mayoría parlamentaria.
Claro
que, en el peculiar desarrollo co nstitucional
que ha tenido nuestro parlamentarismo, por desgracia, es así co mo se producen las co sas.
Pero al menos deberían algunos re sponsables
político s mantener una cierta vergüenza tore ra.
Sería
co nveniente, por lo tanto, abordar
el asunto que ha puesto en evidencia la co mplicadísima
tramitación de esta co mpare cencia: que no sea necesario tener que amenazar co n la pre sentación
de una moción de censura cuando se pida la pre sencia
del Gobierno (del Pre sidente, en
este caso, de cualquier ministro, en otros). Además que una moción de censura,
que re sulta un re curso que extralimita su funcionalidad y sus
objetivos para este caso ni siquiera garantiza la explicación por el Pre sidente al Parlamento.
Una segunda cuestión en el debate se
Supuestos
co mo la pre scripción
de un delito o la no aceptación de determinados medios de prueba (no la prueba
en sí, sino los instrumentos probatorios de acuerdo co n
el procedimiento legal) por los tribunales, pueden, y en ocasiones han servido
para ello, absolver de sus delitos a político s
pre varicadore s.
No
ocurre lo mismo en otros países
europeos.
En Alemania,
su ex-canciller Helmut
Kohl, se
encontró en los años 90 en una situación co mparable
a la que se enfre nta ahora el PP. La
CDU gestionó 2.000.000 de marco s
procedentes de donantes anónimos que no fiscalizó y, aunque Kohl no llegó a
enriquecerse, el Parlamento le levantó su inmunidad y la Fiscalía le acusó de
malversación de fondos.
En Francia,
Michèlle
Alliot-Marie, ministra de Exteriore s,
re nunciaría a su cargo en verano de
2.011 por haber aceptado unas vacaciones
pagadas por el régimen tunecino del luego depuesto pre sidente
Ben Ali. Un año antes, el ministro de Trabajo de ese mismo país tuvo que
dimitir por hallarse implicado en un caso de tráfico
de influencias y de financiación ilegal de su partido, en el co nocido co mo
«caso
L'Oreal».
Es
también co nocida la oleada de
dimisiones producida en Reino Unido en 2009, debidas a pagos re alizados a parlamentarios co n
dinero público co n destino a gastos personales. El pre sidente de la Cámara de los Com unes, Michael
Martin, usó 2.000.000 de euros para pagar la re forma
de su vivienda.
Y
en la, pre tendidamente más co rrupta que la española, democracia italiana,
el ministro de Desarrollo Eco nómico , Claudio
Scajola, tuvo que dimitir cuando se supo que un empre sario le había pagado su apartamento en Rom a.
No
se trata, por lo tanto, de asociar re sponsabilidad
política co n re sponsabilidad
penal, sino de deslindar ambos co nceptos.
Y alguien debería empezar a educar co n
el ejemplo en este sentido.
Entro
ahora a analizar el caso Bárcenas, verdadero motivo de la co mpare cencia.
Luis
Bárcenas, imputado en febre ro de 2009 en el «caso Gürtel», ha apare cido implicado en investigaciones judiciales —siquiera
co laterales— desde poco después de la llegada de José María Aznar
a la pre sidencia del Partido Popular
en 1990. Me re fiero al co nocido co mo
«caso Naseiro»,
exculpado finalmente porque las co nversaciones
telefónicas que implicarían a este último fueron obtenidas en el curso de una
investigación por narco tráfico , y serian posteriormente anuladas por el juez.
Fue
Sanchís —vinculado al «caso Naseiro»— quien introdujo a Bárcenas en el
PP. Sanchís entraría en AP en 1981, de la mano de Carlos Robles Piquer —cuñado
de Fraga— y fue elegido diputado por ese partido en 1986 y 1989, co n lo que el supuesto de tesore ro-cargo
público no es infre cuente en el PP. Rosendo Naseiro llegaría a
AP más tarde, en 1986.
En
2002, Bárcenas y Naseiro empezarían a vincularse co n algún negocio supuestamente ajeno a la tesore ría de su partido. El primero pidió un crédito de
325.000 euros para dárselos al segundo para que este co mprara
obras de arte. Un préstamo que Bárcenas devolvería al cabo de unos días
alegando que el dinero no había cambiado de manos. La sospecha, sin embargo, es
que se trataba de un blanqueo de dinero procedente de la trama «Gürtel».
Más
de una década después de estos hechos, pare ce
lógico señalar una cierta re sponsabilidad política de las llamadas in eligendo e in vigilando re specto de Mariano Rajoy, que fuera pre sidente del PP desde el año 2004 y antes de eso,
vicesecre tario general y secre tario general de ese partido.
Pero
este no es sino un caso más de los que se están produciendo en la política
española en estos últimos tiempos. Recientemente hemos co nocido
sentencias de los Tribunales que afectan a un ex ministro de Fom ento (José Blanco ),
a un ex ministro y ex pre sidente de
una Com unidad Autonom a (Jaume Matas), a una ex pre sidenta de la Cámara de las Baleare s (María Antonia Munar).
A
ello habría que añadir el asom broso
caso de los ERE en Andalucía o los supuestos de co rrupción que afectan a CiU en Cataluña
(caso Millet o el de las ITV), entre
otros. Por no hablar de la pieza separada del caso Palma Are na, el que afecta al Duque de Palma, el llamado «caso Nóos».
¿Diría
Rajoy hoy lo que afirmó en un debate anterior, que la co rrupción
no es un fenómeno generalizado en este país?
Pero
la oposición no debería aceptar que la defensa del co mpare ciente se haga en base a aplicar «la turbina en
la cloaca», co mo decía un
gobernante español hace unos 100 años. Cada caso tiene su mom ento y cada «palo debe aguantar su vela» (co mo suele decir María Dolore s
de Cospedal).
Y este es el caso de una p