lunes, 20 de diciembre de 2021

La polarización política en los Estados Unidos… y entre nosotros

Artículo publicado originalmente en El Debate, el 18 de diciembre de 2021 


El sociólogo y politólogo estadounidense, Robert Putnam, profesor en la Universidad de Harvard, ha escrito un libro, titulado The Upswing (algo así como el movimiento hacia arriba) en el que describe la situación de polarización política que atraviesan los Estados Unidos. Su lectura nos produce una reflexión que permite la extensión de ese fenómeno a nuestros pagos celtibéricos. Nada ni nadie es, por lo visto, una excepción en los tiempos que corren.

Comienza el profesor Putnam refiriéndose a una de las obras clásicas de la literatura política, La democracia en América, y a su autor, el aristócrata francés Alexis de Tocqueville, quien se inspiró en lo que pudo observar en aquellos Estados Unidos. Según Tocqueville, sus ciudadanos protegían de manera resuelta su independencia, pero al asociarse con otros, pudieron superar los deseos egoístas, participar en la resolución conjunta de problemas y trabajar unidos para construir una sociedad potente y –en comparación con Europa en ese momento de nuestra historia– sorprendentemente igualitaria, con el objetivo de perseguir lo que llamó el pensador y activista político francés, «un interés propio, correctamente entendido».

Lo que Tocqueville observaría en la democracia norteamericana fue un intento de lograr el equilibrio entre los dos ideales de libertad e igualdad; entre la pulsión por el respeto por el individuo y la preocupación por la comunidad. Tocqueville se entrevistó con personas independientes que se unían en defensa de la libertad mutua, en la búsqueda de la prosperidad compartida y en apoyo de las instituciones públicas y las normas culturales que las protegían. Aunque aún quedaban puntos ciegos por abordar y los peligros acechaban en algunos de sus defectos y características, la democracia en Estados Unidos, suponía este pensador y político, era una realidad viva y potente.

Eso era entonces. Hoy ocurre –siempre según Putnam– que los grandes conglomerados corporativos están reemplazando las economías locales y artesanales en casi todos los sectores, incluida la agricultura. Los ciudadanos de los Estados Unidos luchan contra la pérdida de identidad, autonomía y dominio propio, que sienten amenazados, ya que estos valores se han visto sustituidos por el trabajo anónimo de máquinas, de manera tal que esos ciudadanos están poco menos que obligados a reunir varios reducidos salarios para llegar a fin de mes.

Lo anterior queda dicho para ser aplicado a la esfera individual; en la pública, la política, podremos convenir en que un enfoque excesivo en la promoción de los propios intereses a expensas de los de los demás, ha creado un entorno de competencia implacable en el que la resultante ganadora no es el win win en el que ganan todos, sino el juego de suma cero; a lo que sería preciso añadir una constante falta de compromiso. Los debates públicos no se caracterizan por la deliberación sobre ideas diferentes, sino por la demonización de quienes están en el lado opuesto. Las plataformas del partido se mueven hacia los extremos. Y los que están en el poder pretenden consolidar su influencia privando del derecho al voto a los electores que no apoyan sus puntos de vista. El resultado es una nación cada vez más fragmentada en términos económicos, ideológicos, raciales y étnicos, y cada vez más dominada por líderes que demuestran ser los más astutos en el juego de dividir y conquistar. En definitiva, y parafraseando a un antiguo dirigente socialista español, «Tocqueville ha muerto, también en América».

Este clima ha creado una desilusión generalizada con los partidos políticos de la nación. Ninguno de ellos parece capaz de abordar los problemas de los Estados Unidos, y muchos votantes están recurriendo a terceros en busca de mejores opciones. Las inclinaciones libertarias (o neo-conservadoras) son comunes, mientras que, en el otro polo, el socialismo gana adeptos. Y una ola creciente de populismo ha capturado el entusiasmo de muchos ciudadanos, especialmente en las áreas rurales. Las instituciones democráticas de los Estados Unidos se tensan bajo el peso de la polarización.

Hasta aquí la recensión de The Upswing. A partir de aquí la reflexión de lo que ocurre en España y en otros muchos lugares de Europa. Es verdad que nunca nuestro país fue modelo de democracia, de sociedad civil movilizada en favor de la defensa de sus intereses individuales y colectivos, pero no es menos cierto que ahora merece situarse por defecto propio entre las naciones –si es que aún lo somos– paladines de la polarización. Gran parte de las características expuestas para el caso de los Estados Unidos podrían extenderse a nuestro país, como lo demuestran las invectivas que se lanzan a diario en el Congreso de los Diputados, tan lejanas a las ironías y aun de los sarcasmos de otros tiempos.

El recurso que en muchos lugares de Europa se ha planteado en relación con terceros partidos, en especial los de ideología liberal o centrista, ha tenido una vida azarosa y corta cuando ha contado con alguna influencia entre nosotros. Sin embargo, los errores históricos cometidos por estos partidos, unidos a la acción de los ejes políticos en los que se manifiesta la polarización –los grandes partidos–, consiguen desterrar al centro político, aunque la sociedad lo necesite ahora seguramente más que nunca.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Descubriendo a Yolanda

Columna publicada originalmente en El Imparcial, el 16 de diciembre de 2021


En el año 1970, Pablo Milanés escribía una canción que inmortalizaría a la también cubana, la actriz Yolanda Benet, con la que estuvo casado durante seis años. La historia se parecía a la que escribió Leonard Cohen sobre su relación amorosa con Marianne Ihlen, a quien conoció en la isla griega de Hidra y dedicó en 1960 una igualmente bellísima canción que el poeta y cantante canadiense no podía interpretar si no lo hacía desde el más profundo de sus sentimientos.

Milanés se refería en su “Yolanda” al temor de verse descubierto, una sensación que quizás comparta ahora la mujer del mismo nombre que nos vice-preside y que -al parecer- querría desterrar la preposición “vice” a un incierto baúl del olvido, donde se encuentran, entre otras, la historia del comunismo o del socialismo chavista del siglo XXI, junto con episodios del XX, como las purgas, los asesinatos y la pobreza para todo el pueblo, excepto, claro está, para la oligarquía directora y extractiva de los recursos que son propiedad de la inmensa mayoría.

Desconectar la historia del comunismo de su ideología parece cuestión bastante difícil, incluso en estos tiempos en los que el pensamiento líquido nos conduce a la desmemoria; pero habrá que convenir en que una sociedad que acepta sin discusión el marco propuesto (¿impuesto?) por la izquierda, por poner un ejemplo, en el que a la “extrema derecha” de Vox no le corresponde una extrema izquierda de Podemos, puede tragar sin dificultad que el comunismo de Yolanda es benefactor, bienintencionado y como mínimo progresista.

Quizás en evitación de comparaciones que pongan en eventual riesgo su ascenso al poder máximo, Yolanda navega en pos de las políticas transversales que fueron un día de Rosa Díez, otro de Albert Rivera y -también- de Pablo Iglesias antes de que el dirigente morado se moviera definitivamente hacia la extrema izquierda real, ayudado, eso sí, en su travesía radical por medios de comunicación de todas las ideología existentes, como por cierto hacen ahora con Yolanda. Anunciaron, todos los citados, su transversalidad y subrayaron lo novedoso de sus propuestas, hasta que concluyeron sus respectivos viajes en los predios habituales de la vieja política: partidos recluidos sobre sí mismos, prácticas autoritarias internas y liderazgos refractarios al debate y al consenso.

En política, cualquiera puede viajar en busca del tiempo perdido, como Proust, a condición de no hacérselo perder a los demás; o al fin de la noche, como Céline, siempre que el trayecto no tenga por origen la deserción. Lo que no deberían olvidar los amantes de esas excursiones es su punto de partida, siquiera sólo sea en previsión anticipatoria de cuál será el de llegada. Porque no es lo mismo proceder de la socialdemocracia o de la mesocracia política que de la radicalidad universitaria o del Partido Comunista. Todos los orígenes manifiestan al menos la intención previa de sus itinerantes, por mucho que en el camino se revistan de un vago progresismo, disfracen la mera ambición de poder de un liberalismo ecléctico, retornen simplemente a los orígenes de eximio hijo de un militante del FRAP o acompañen su trayecto de visitas al Vaticano… la mona puede usar telas de seda, pero no deja de ser un macaco.

Por supuesto que Yolanda está sacando partido del secarral que es el panorama político español. En un mundo en el que la imagen lo es todo, ella aporta una cierta estética derechista a lo que no era sino feísmo de la izquierda rancia; recita unos pasajes de San Mateo donde sus conmilitones repetían párrafos de El Capital, siendo más que probable que ni la una ni los otros hayan leído ni los evangelios ni la obra cimera de Marx; y derrocha sonrisas y maneras educadas donde sus epígonos exudaban de descorteses exabruptos.

Algo hemos ganado en opinión de los bienpensantes, que prefieren ampararse en la condición del avestruz en evitación de verse obligados a hacer algo más que catequizar desde las apenas abiertas al consumo barras de los bares. Pero habrá que decir que el peligro se acrecienta cuanto más se oculta, lo mismo que el sujeto malencarado al que se le ve venir te prepara a una determinada defensa.

Parecido argumento se podría formular a los que consideren que las ganancias electorales de Yolanda se verán correspondidas por las pérdidas en votantes del PSOE. El “cuanto peor, mejor” ya ha sido sobradamente experimentado en política. La división del voto en la derecha francesa impulsada por el presidente Mitterrand, por ejemplo, condujo a la consolidación del partido de Jean-Marie y de Marine Le Pen como segunda fuerza política en Francia, anulando de hecho cualquier posibilidad de una tercera opción moderada alternativa. Cuando se juega con fuego no hay que perder de vista cierta posibilidad de acabar incinerándose.

El descubrimiento de Yolanda se torna por lo tanto en cuestión compleja donde las haya, en especial porque ella misma juega al escondite con quienes pretendan saber adónde quiere en realidad llegar. Pero no hace falta ser Milanés ni Cohen para saber, como Tweedledum y Tweedledee, los sabios personajes de Alicia en el país de las maravillas, que lo que en realidad importa es el poder, porque es éste el que impone el significado de las palabras… y de los hechos, más allá de las ideologías y de las políticas, podríamos añadir nosotros.

viernes, 3 de diciembre de 2021

A propósito de un Estado diseminado

Artículo publicado en El Imparcial, el 2 de diciembre de 2021

En esta España en la que los debates resultan en ocasiones inauditos, porque los suponíamos superados por el proceso democrático emprendido por las fuerzas políticas emergentes del régimen anterior y por la oposición al mismo, vuelven a reclamar su plaza en la discusión pública. Los ejemplos abundan, por desgracia: la cultura del esfuerzo y la meritocracia contra el ejercicio de la vagancia o de la pereza militantes, la amnistía de la transición contra la persecución iracunda de los crímenes del franquismo y la desmemoria respecto de los asesinatos fratricidas de las turbas izquierdistas, o la República sólo para las izquierdas extremas y en contra de ésta la monarquía de y para todos los españoles… Por si fuera pequeño el elenco de cuestiones polémicas asoma una nueva controversia que, para variar, está, a juicio de quien firma este comentario, mal planteada: la de la centralización en Madrid o la dispersión a lo largo de la geografía española de los nuevos organismos públicos que se vayan creando.

Ya a principios del siglo XX, el recelo que mantenían algunos políticos respecto del desmedido peso que un Estado centralizado adjudicaba a su capital y a la Corte -no olvidemos que el Rey ostentaba la soberanía nacional junto con el parlamento- llevaría al gobernador civil de Barcelona, Angel Ossorio, a sugerir al Presidente del Consejo de Ministros, don Antonio Maura, una presencia itinerante de la Familia Real en Madrid, Barcelona y Sevilla, como medio práctico para desactivar al ejército de la servidumbre palatina, que constituía un verdadero elemento parasitario de las estructuras del sistema. Ya no contamos con una estructura centralizada -la nuestra es, seguramente, una de las organizaciones más descentralizadas del mundo-, ni el Rey cuenta con más poder que el moderador -se diría que, a veces, ni siquiera éste-, con lo que la alternativa diseminatoria de organismos públicos no parece precisamente urgente ni necesaria.

No será necesaria, tampoco urgente, pero es ésta una de las liebres de artificio que Pedro Sánchez pone a correr para que los incautos galgos que pueblan los campos de la España vaciada y las ciudades de la España superpoblada sigan al lepórido de mentirijillas. Y tan rápidamente se aprestan a la tarea (es una agresión contra Madrid, porque les molesta que en la capital gobiernen los contrarios, aseguran) que no han parado a discernir lo que de verdad esconde la propuesta.

“Los políticos -según el semanario británico The Economist- tienen sus propios incentivos para expandir el Estado. Por lo general, es más gratificante para un político introducir un nuevo programa que cerrar uno anterior; los costes se distribuyen entre todos los contribuyentes, mientras que los beneficios tienden a concentrarse, lo que genera el reconocimiento de los grupos de interés y, a veces, incluso de los votantes”. Esto es, dicho con expresión más local, “disparar con pólvora del rey”, que es más barato que hacerlo con la propia.

En lugar de eso más valdría inquirir acerca de dónde han quedado las propuestas de eliminar las duplicidades administrativas que la incorporación al nuevo sistema político español traía la Constitución de 1978, con la sum de las Comunidades Autónomas a la organización del Estado. Lo cierto es que la propuesta de eliminar las diputaciones no parece que ni siquiera la mantenga quien la sugirió en su día. ¿Qué camino ha seguido la iniciativa de concentrar los más de 8.000 ayuntamientos que hay en España para 47 millones de habitantes, frente a unas 4.500 mancomunidades municipales de Alemania con 83 millones? ¿Qué se ha hecho de la reducción de empresas públicas en nuestro país? ¿Qué del número de asesores políticos en las diferentes administraciones públicas, parlamentos y corporaciones locales?

Son preguntas que, está claro, no interesan en estos momentos de gasto público desbordado que se ha decidido para combatir la recesión económica provocada por la pandemia, pero resulta evidente que por la manga ancha del dispendio se están colando bastantes disfunciones y despilfarros -a sumar a los que ya existían- soportados todos, los unos y los otros, por una clase media cada vez más exhausta o -por vía de la deuda- por unas generaciones que vendrán a pagar los excesos de un banquete en el que ni siquiera han participado.

Según algunos estudios, hay en España unos 17.000 organismos públicos, lo que supone que existe uno por cada 2.800 habitantes. No sorprenderá seguramente al lector si le informo de que, en lo relativo a estas entidades con que cuentan las Comunidades Autónomas, Cataluña, la Andalucía del monocultivo socialista y el País Vasco se llevan la parte del león en cuanto al número y atribución de los recursos.

El debate no es, por consiguiente, si hay o no que diseminar los nuevos organismos públicos que se creen a lo largo de nuestra geografía, la cuestión es si lo que deberíamos más bien resolver es el tamaño más adecuado de nuestro sector público y el ordenado cierre de organismos, empresas y cargos que no estén debidamente justificados.

jueves, 25 de noviembre de 2021

Una novela para evocar a Antonio Maura (presentación en El Norte de Castilla)


Acto de presentación de la novela «Una acuarela en Solórzano» en Valladolid

EL NORTE. El escritor y abogado Fernando Maura (Bilbao, 1955) compartió ayer con los asistentes al Aula de Cultura de El Norte de Castilla los secretos y la inspiración de «Una acuarela en Solórzano» (editorial Almuzara). En esta novela histórica, ambientada en el verano de 1914, el autor evoca la trayectoria de su bisabuelo, Antonio Maura, quien fuera presidente del Gobierno. Junto a él, un anarquista es el otro protagonista de la historia. Su figura fue también glosada durante el encuentro que tuvo lugar en el salón de cabildos de las Angustias, con el patrocinio de Obra Social laCaixa y Fundación Vocento.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Fernando Maura: «El Parlamento en tiempos de mi bisabuelo era de respeto, palabra e ironía»

Entrevista de F. Conde a Fernando Maura, publicada en El Norte de Castilla, el 24 de noviembre de 2021


El Aula de Cultura de El Norte de Castilla repasa este miércoles la vida de Antonio Maura, cinco veces presidente del Gobierno

Hay quien cuenta que el 21 de octubre de 1909, tras los sucesos de la Semana Trágica en Barcelona, don Antonio Maura, presidente del consejo de Ministros, presentó su dimisión al rey Alfonso XIII de este modo: «majestad, por mí y por todos mis compañeros». Sin embargo, el político mallorquín no jugaba al escondite, sino que, muy al contrario que en nuestros tiempos, asumía con responsabilidad lo que el pueblo gritaba en las calles, culpándole: «Maura, no». Pero Maura era mucho Maura, en todo. Y lo demuestra bien el estoicismo con el que afrontó los varios atentados sufridos, heridas graves incluidas, a lo largo de su vida. Y sobre esa posibilidad, la de un atentado en Solórzano, la villa cántabra a la que solía retirarse, levanta ahora su bisnieto, el abogado y también político Fernando Maura, una novela que recorre toda una época de la historia de España, magistralmente, y sobre la que se hablará en la próxima sesión del aula, como siempre, con el patrocinio de Obra Social laCaixa y Fundación Vocento.

¿Quién fue Antonio Maura?

-Don Antonio Maura, cinco veces Presidente del Gobierno en el sistema regido por la Constitución canovista de 1876, fue un político y abogado nacido en Palma de Mallorca en el seno de una familia acomodada, pero sin excesivos recursos, Maura se asoció pronto a Germán Gamazo, también político y abogado, vallisoletano, jefe de una facción del partido liberal que Maura heredaría a la muerte de aquél. Aliado después de Francisco Silvela, jefe del partido conservador, adoptaría su ideario regeneracionista con su slogan «la revolución desde arriba», que intentó llevar a cabo en sus dos primeros gobiernos; el segundo de ellos (1907-1909), o «gobierno largo» de Maura concluyó con la Semana Trágica de Barcelona y la desafección de don Alfonso XIII. A partir de entonces, España viviría en uno de nuestros habituales «antis» con el lema del «¡Maura no!», aunque aún Maura pudo ensayar tres gobiernos en el final de la monarquía, en los que no pudo llevar adelante su programa de reformas.

Su vida, personal y política, sin embargo, está muy estudiada, ¿qué aporta entonces esta novela?

-Aporta -creo- una mirada integral al personaje: su vida política, desde luego, pero también los recuerdos de su infancia, las circunstancias familiares, su pasión por la pintura, por la abogacía… Y aporta el contrapunto de la historia del anarquista que quiso acabar con su vida.

Maura sufrió varios atentados e, incluso, amenazas de muerte en sede parlamentaria, como la lanzada, ¡en su primera intervención!, por Pablo Iglesias en 1910. Curioso parlamentarismo aquel, ¿no?

Creo que el referido episodio no representa afortunadamente la historia del parlamentarismo español de la época. Aunque fue aquel un parlamento vivo en sus debates, constituyó también un espacio de respeto y de uso de la palabra y la ironía. El de hoy resulta bastante más limitado y mucho más zafio.

La historia de España de finales del XIX y principios del XX parece la preparación perfecta para un gran fracaso, ¿hubiera sido evitable?

-Creo que, con todas sus limitaciones, la Restauración fue un periodo de gran estabilidad que, si hubiera adoptado las medidas preconizadas por algunos políticos y pensadores de la época -Maura entre ellos-, habría evolucionado hacia una democracia plena, evitando entonces la Dictadura de Primo de Rivera, la República, el deterioro revolucionario de ésta, la guerra civil y la dictadura de Franco. Ni siquiera los historiadores se han puesto de acuerdo en cuanto al momento en el que esa evolución se convirtió en imposible.

Como político: ¿ve usted a España como un país indestructible?

-Bismarck dijo que a España no había quien la destruyera, ni siquiera los españoles. Sin embargo, la idea de la España que definimos a lo largo de la Transición está claramente en peligro, como consecuencia del cambio de criterio que está adoptando la actual representación del partido socialista, uno de los principales actores de la esta etapa de nuestra historia reciente. Corresponde a unos partidos -que parecen en ocasiones más empeñados en preservar sus propias parcelas de poder y remisos a adoptar las medidas necesarias para revertir el actual estado de la situación- y a una sociedad civil, cuando no atomizada inexistente, la reconexión con el espíritu de diálogo y de pacto de la transición. Dicho lo cual, considero que los instrumentos de que disponemos para esa tarea son muy endebles y la obra de demolición nacional es sin duda muy peligrosa. La destrucción no es inevitable, pero deberíamos hacer algo más que dolernos y llorar en soledad.

domingo, 21 de noviembre de 2021

¿Un nuevo mapa político para España?

Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el viernes 19 de noviembre de 2021


En este mundo de la política líquida que resulta consustancial al siglo XXI, resueltas sus propuestas en la inconsistencia de los liderazgos, la evanescencia de las organizaciones y la ductilidad de mensajes y programas (ayer queríamos ‘derogar’ lo que hoy sólo podríamos reformar, por ejemplo), lo que quizás intuíamos en un determinado momento como una situación permanente, se convierte, se diría que por arte de magia, en un elemento cambiante y volátil. Eso parece ocurrir con el mapa político español, nunca definitivamente cerrado.

Empezando -por algún lugar hay que empezar- por la izquierda extrema, la retirada del paisaje político español de un singular personaje, oráculo que fue de los presuntos estertores del “régimen del ‘78” y avanzadilla del reconocimiento del bildutarrismo -con línea directa y ejerciente de embajador de Otegui en la Villa y Corte- que ha sido Pablo Iglesias, emerge con fuerza un liderazgo femenil, integrador de los radicalismos diversos que se diría pretende encerrar el artefacto, otrora explosivo de Podemos, en el trastero de los objetos inservibles. Un discurso menos contundente para un fondo de armario que sigue siendo el mismo: nacionalismo progresista -oxímoron de los nuevos tiempos españoles- y progresismo confederal -otrosí.

El auge de Yolanda Díaz es el declive de Pedro Sánchez, no en vano ambos faenan en el mismo caladero. El presidente está acumulando errores sin tasa y su remodelación gubernamental va dejando heridos, que se convierten en zombis dispuestos a reactivarse nada más que suenen los tambores de la venganza, que constituye argumento esencial de la política y que siempre se consume a baja temperatura. La hubris desmedida y la capacidad de aferrarse al poder que tiene el presidente, unidas al libre uso constitucional del Decreto de Disolución con que cuenta, hará que -pese a todas las encuestas- no resulte fácil su desalojo democrático del gobierno. Además, el ‘anti’ -tan español como nefasto- opera en contra del centro-derecha, que tantos enemigos concita entre regionalistas, nacionalistas y populistas radicales.

El centro debe ocupar, por fuerza, muy escasa mención. Sus errores pasados y presentes conducen a Cs a la irrelevancia del encefalograma cuasi plano. Sólo el tiempo y la renovación de ideas y dirigentes podrá convertirlo en un instrumento válido a medio plazo.

El PP merece comentario aparte. Bendecido por la nefasta gestión del PSOE y de sus socios y por la necesidad democrática de un electorado necesitado de pasar página de pandemias, fragmentación y pactos contra-natura nacional, el partido de Casado ve cómo le crecen los enanos de su circo particular. Nadie que no conozca el solapado pero permanente duelo al sol en la calle Génova podrá comprender el espectáculo de los García Egea y Almeida contra los Ayuso y Miguel Ángel Rodríguez… pero la política es el poder, aunque en este caso se trate de vender la piel del oso antes de obtener la pieza. Se trata de un lance que contiene caracteres florentinos y besos en la fiesta de la Almudena, pero se abrazan al igual que en las novelas de Carlos Fuertes hacen ciertos mexicanos: se palpan sólo para comprobar que el contrario carece de armas… en ese preciso momento.

El ‘utrumque roditur’ (me roen por los dos lados) del bipartidismo en recesión, tiene, en el caso del PP, a Vox como su mayor preocupación. En su viaje al centro, incluyendo opas hostiles a Ciudadanos y sus desconcertadas y diezmadas huestes, el partido de Casado parece sumido en el síndrome del marianismo, consistente básicamente en desdibujarse para atraer así a toda la numerosa cohorte de descontentos con Sánchez y sus socios. Esa estrategia abre una importante vía de agua en el ámbito de los valores, que es por donde el navío popular se resiente más y en el que penetra de manera incesante Vox. Las limitaciones del discurso de este último -procedentes de un relato que no le hace ascos al populismo derechista y de sus socios exteriores que ya están instalados en ese discurso- impiden a este partido progresar en el ámbito del liberalismo conservador que le proporcionaría marchamo de organización homologable y normalizada políticamente, al igual que un incremento de electores. Aún tendría Vox la posibilidad de ocupar el espacio de la derecha liberal y democrática, desplazando al PP de esos predios, pero no parece que los de Abascal estén por esa labor.

Quedan los nacionalistas, que vienen a ser los de siempre, con su proyecto destructivo de los restos del naufragio nacional. Y la adición de una cierta federación de partidos de la España vaciada, que es la nueva especie confederal que pugna por hacerse lugar principal en el Congreso que representa sólo en teoría a la soberanía de nuestro país. No cabe duda que habría que cerrar con carácter inmediato el Senado si la Cámara Baja representa ya a todas las minorías regionales y/o nacionalistas. Y, más en serio, habría que modificar cuanto antes la Ley Electoral para evitar que semejantes desafueros se vean confirmados.

En resumen, un mapa político siempre en vías de definición, que, en el mejor de los casos, nos abona a la alternancia de partidos en el poder y nos aleja de la alternativa. O lo que es lo mismo, heredar políticas más que mudarlas profundamente.

sábado, 6 de noviembre de 2021

La política exterior en la Transición

Artículo original publicado en El Debate, el día 6 de noviembre de 2021

Convendría continuar cubriendo de información las lagunas que han quedado pendientes y la aclaración de determinados acontecimientos que se produjeron en ese período nos ayudará a comprender mejor dónde se encuentra hoy la política exterior española

España vivió su transición, consecuencia de la cual sería el compromiso entre los diferentes actores políticos que la llevaron a cabo, expresado en la Constitución de 1978; pero ese consenso constitucional no se tradujo en una política exterior definida por los objetivos generales que exigen nuestros intereses como país en el ámbito internacional. Este de la política exterior –sin perjuicio de algunos acuerdos básicos, como lo fue la apuesta por nuestra presencia en las instituciones europeas– ha sido, por lo tanto, un lugar abierto a la disputa y a la mudanza, y los sucesivos Gobiernos de la democracia han supuesto significativas –y perjudiciales, en ocasiones para España– variaciones en nuestra acción exterior. 

¿Qué ocurrió entonces con aspectos tan importantes y vitales para nuestro futuro como nación como lo son nuestra relación trasatlántica con los EE.UU. (más allá de nuestra condición de socios en la OTAN) y que produjo un resonante conflicto político en la época Bush-Aznar, foto de las Azores incluida? ¿Qué se habló sobre nuestra proyección hacia los Estados de Iberoamérica? ¿Qué del español (una lengua nativa para 600 millones de personas) como instrumento de nuestra política exterior? ¿Y qué se dijo de nuestra vecindad sur, de la garantía de aprovisionamiento energético (tan de actualidad para nuestros bolsillos en estos tiempos, y en el futuro invierno que se aproxima), de nuestras relaciones con ese vecino tan difícil que es Marruecos y con la política a seguir con respecto al Sáhara, territorio del cual seguimos siendo potencia administradora, al menos de iure? ¿Intuíamos que nuestra entrada en el Mercado Común supondría una necesaria congelación en el contencioso que manteníamos –y mantenemos– con el Reino Unido respecto de Gibraltar? ¿Había alguna política alternativa en este punto? ¿Se pensó en algún momento en dar vida a la economía de los municipios del Campo de Gibraltar? ¿Hasta qué punto la doctrina del ministro Castiella, victoriosa en el escenario de la ONU, prevaleció en ese momento de la transición, y cuenta para algo hoy, en la política exterior española? Y en lo referente al papel del Rey, ¿se llegó a plantear alguna posibilidad de intervención del Jefe del Estado en la política exterior cuando se discutió el texto constitucional? 

A estas y otras preguntas que podríamos plantearnos en el día de hoy, se pretendía dar respuesta en el acto que, conjuntamente, la Fundación Transición Española, presidida por Rafael Arias Salgado y dirigida por Pablo Zavala, y el foro LVL (Libertas, Veritas et Legalitas), celebramos hace unos días en Casa Arabe. Un acto que contaría con la ponencia del historiador y director del Instituto Elcano, Charles Powell y del exministro de Exteriores y embajador, Carlos Westendorp. 

Es evidente, que las formuladas cuestiones constituirían en sus respuestas al menos un apasionante libro que el historiador Powell debe ya a sus lectores. En todo caso, la revelación que el citado ponente del acto formuló en el mismo respecto de los asuntos del abandono a su suerte del Sáhara por España y la posición que se mantuvo durante la transición en lo relativo a Gibraltar merecen alguna consideración, siquiera muy brevemente. 

Respecto del primero de los asuntos, el del Sáhara, parece que existía un cierto choque de posiciones en el Gobierno Arias Navarro, figurando el presidente del Consejo con una actitud entreguista del territorio a los ocupantes marroquíes, en tanto que la opinión del ministro competente, Cortina Mauri, lo sería de resistir a la denominada Marcha Verde. Cerraría el debate el Rey Juan Carlos, quien después de sondear las opiniones de otras cancillerías –en especial la de EE.UU.– y observando que España carecía de apoyo en caso de tener que hacer frente a la agresión marroquí, resolvió que España se alejara de ese territorio, desentendiéndose de sus compromisos previos. Un conflicto bélico al principio de su reinado equivaldría a un proceso de «portugalización» de la transición española. 

En lo que se refiere a Gibraltar y a Ceuta y Melilla –siempre a decir de Charles Powell–, España podía hacer poco respecto a la colonia enclavada en el Peñón, salvo normalizar las relaciones a ambos lados de la verja. Tiempo después, un Gobierno de Felipe González decidía abrirla unilateralmente. 

Tiene particular interés la afirmación del ponente del acto, en el sentido de que Don Juan Carlos pensó seriamente ceder Melilla a Marruecos, a la vez que fortalecer la presencia española en Ceuta. 

Muchas preguntas y algunas respuestas, todas ellas sin duda de enorme importancia. Abierto el melón de ese capítulo de la historia de España, convendría quizás continuar cubriendo de información las lagunas que han quedado pendientes y la aclaración de determinados acontecimientos que se produjeron en ese período nos ayudará, sin duda, a comprender mejor dónde se encuentra hoy la política exterior española… si en algún lugar existe.

viernes, 5 de noviembre de 2021

¿Se parece cada vez más la UE a España?

Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el 4 de noviembre de 2021

España, esa nación en la que ocurre que el mismo concepto que la define es “discutido y discutible”, según el expresidente, José Luis Rodríguez Zapatero, y que experimentó un embate sin precedentes en la democracia española reciente con la declaración de independencia del Parlamento de Cataluña el 27 de octubre de 2017, ha vivido todo tipo de agresiones a su integridad territorial. El antecedente de la citada declaración independentista se producía el 6 de octubre de 1934, en plena Segunda República, en la forma de una contestación a la victoria electoral de la fuerza política accidentalista CEDA en las elecciones anteriores, y coetánea de la insurrección de Asturias del mismo mes. Nacionalistas, socialistas y anarquistas se conjuraron entonces en contra de un régimen aún por estructurar -como lo era el republicano- lo mismo que los nacionalistas de hoy lo hacen junto con los populistas en relación con el sistema del ‘78, que creíamos consolidado pero que registra graves fallas evidenciadas ahora tras la denuncia ‘de facto’ del consenso constitucional por uno de sus firmantes, el PSOE de Sánchez.

Pero la UE no parece gozar de mejor salud. Tras la farragosa e interminable salida del Reino Unido -aún sin solucionar definitivamente-, se produce ahora la explosiva decisión del Tribunal Constitucional polaco respecto de la primacía de su jurisdicción sobre la europea, a la que convendría añadir las cautelas que viene planteando el órgano constitucional de Karlsruche en Alemania o el cuando menos deficiente funcionamiento de la euroorden -por citar un caso de particular interés para España-, se diría que las costuras de nuestra relación europea se van abriendo sin que observemos muy bien el procedimiento de cauterización de las mismas.

Por supuesto que no es lo mismo el Brexit que el “Polexit”, y que este último no es comparable con las decisiones del Tribunal Constitucional de Alemania o a la tantas veces fallida euroorden, aunque supongan un desafío a la organización, a los valores o a los procedimientos de la Unión; y que además tomen en cuenta -casi siempre para mal- las decisiones del Tribunal de Justicia europeo. Resulta también que el “Polexit” no es tal, porque Polonia no quiere marcharse, sino quedarse “a su manera”, que es incumpliendo las decisiones del TJUE.

Como ha afirmado el semanario británico The Economist, "si los tribunales de la UE no pueden confiar en los polacos, el sistema legal europeo comienza a deteriorarse. Una orden de arresto aquí no se cumple allí; una licencia bancaria otorgada en un país no es respetada en otro… con el tiempo, un área sobre la que las personas, los bienes, el capital y los servicios pueden fluir libremente se convierte en otra en la que sólo pueden moverse con problemas".

El caso es que, ante la ofensiva polaca, apoyada por Hungría, tiene la UE un elenco limitado de respuestas para que se reconduzca la actitud perniciosa por parte del país contestatario; solamente las sanciones económicas, que si bien eficaces para un Estado que recibe más de los fondos comunitarios de lo que les entrega, también podría rearmar el discurso nacionalista y encrespar a sus aliados, configurando un bloque de países que no están dispuestos a ceder soberanía en el ámbito judicial. La “Europa de las dos velocidades” que se explicitó desde la adopción del euro como moneda común, se extendería ahora al espacio jurisdiccional, con la particularidad de que este ámbito -el de los tribunales- forma parte del núcleo básico de los Tratados, a diferencia del área monetaria en la que no todos los países europeos están incluidos.

Sin perjuicio de lo que resulte del contencioso polaco, parece claro que, así como una crisis financiera en un país puede extenderse a otro, también puede hacerlo una crisis constitucional. De la misma manera que una crisis constitucional como la española está derivando en una crisis de proyecto de país, que cada vez resulta más difícil de resolver.

Pensar que el estado de derecho proclamado generalmente a lo largo de la UE es asunto resuelto, creer que la democracia subsistirá en España porque no existe otra alternativa, es incurrir en una locura peligrosa.

En el día de la Unidad en Alemania que se celebra el 3 de octubre, la Canciller en funciones, Angela Merkel, se expresaba de la siguiente manera:

“Hoy en día se ven ataques a la libertad de prensa en los cuales se fomentan las mentiras, la desinformación y los resentimientos. Estos son ataques a la democracia. La democracia no es algo sobreentendido, hay que trabajar entre todos por ella todos los días”.

Siguiendo lo que parece ser una especie de testamento político de la dirigente alemana, nada hay que dar por asegurado. La vida misma constituye siempre el escenario de la lucha por la supervivencia, y nuestro sistema de valores -entre los cuales se encuentra la democracia o la construcción de una UE anclada en los valores del liberalismo y la solidaridad- no podrían resultar ajenos a ese combate.

Basta con poner en cuestión los principios constituyentes -constitucionales- de una unión política para enmendar de raíz su propia existencia. Unidad, democracia, estado de derecho y gobierno, en última instancia de los jueces, son por lo tanto valores que tienen la misma profundidad e identidad, y que contaminan positivamente a todo el edificio construido en torno a esos principios, convirtiendo en indivisibles los unos respecto de los demás.

La desintegración, ya sea de los Estados constituidos, ya de las uniones entre estos, constituye antesala cierta de su desaparición.

martes, 2 de noviembre de 2021

Las calles de mi ciudad

Publicado originalmente en Iberian Style, el 30 de octubre de 2021

Pasear y caminar por las calles de una ciudad como pueda ser Madrid, Londres, Nueva York o Bilbao, observando todo y dejando a las cavilaciones personales deambular por la cabeza se puede convertir en una balada. Es lo que hoy nos ofrece Fernando Maura; una balada urbana.


LAS CALLES DE MI CIUDAD

La pandemia del Covid’19 – aún no resuelta en los miedos personales y la pérdida del tejido productivo consiguiente – nos ha devuelto a muchos el gusto por el paseo, la mirada y el reencuentro con personas que, como nosotros mismos, resuelven abordar en libertad las calles, las plazas y las avenidas para cualesquiera tipo de usos y objetivos. En una fugaz observación, advertimos las prisas de quienes acuden a sus trabajos, los correteos de los niños que salen de sus colegios o el pasar tranquilo de quienes se aprestan a apoderarse de alguna mesa en una soleada terraza en este benigno otoño madrileño. 

El primer desafío en este deambular callejero – incruento, al menos para mí – es el de las gentes que han decidido caminar con sus mascarillas puestas. Reducida la expresión a los ojos, la intensidad de sus inspecciones oculares me describe su posible disconformidad con mi actitud. Son muchas veces ojos profundos, inyectados en desaprobación o cuando menos exigentes de la reciprocidad. Les devuelvo entonces el gesto como advirtiéndoles que la mascarilla protege del virus, pero también dificulta la respiración en esta ciudad a la que ya han regresado los coches y los autobuses y los camiones, y la contaminación vuelve a imponer su victoria en no dosificadas raciones de CO2. Y les digo, con mi gesto callado, que además yo ya estoy vacunado.

La calle en la que vivo es contigua a una zona de colegios, de esas que – según la hora – se ve inundada de coches que aparcan donde les viene mejor – esto es, en doble fila -, y de padres y niños que atraviesan, con una nerviosa carrera, la vía, sin tener en cuenta que el ayuntamiento ha dispuesto semáforos y pasos de cebra para ese menester. Eso constituye un “excelente ejemplo” para los chicos, para cuando se hagan algo mayores y sean ellos quienes adopten sus decisiones urbanas.

La nueva normalidad trae también consigo la más amplia recuperación del transporte público para quienes, en pleno apogeo del virus, se desplazaban en vehículo privado o se atascaban en el trabajo telemático. Hay en este punto su heterogeneidad de comportamiento; aunque generalmente cumplidora el común de la sociedad, algún que otro pícaro se apresura a ocupar el margen de la insolidaridad. El otro día, en un autobús municipal, observé que la grabación del vehículo recordaba, casi a voz en grito, que en el interior del mismo era obligatorio el uso de la mascarilla. Después de repetirse varias veces el reclamo, lo que suena es un gruñido articulado. Es el conductor:

—Aquí hay una cámara que comprueba si todos los pasajeros llevan puesta la mascarilla. Así que no mires atrás y a los lados. Eres tú…

Y prosigue el chófer:

—Dentro de un momento te dirán que te tienes que bajar…

Miro en dirección a los asientos de atrás. Un chico joven, en efecto con la cara despejada, se da finalmente por aludido. Tiene buena pinta y viste correctamente. Su expresión es afable.

—Vale. He comprendido

Asegura. Y se pone la mascarilla.

Por fortuna, pienso, aquí no ha existido violencia, vandalismo, ni expresiones altisonantes. No ocurre lo mismo en otros lugares de nuestra ciudad y aun de nuestra geografía.

Y Madrid será lo que queramos pensar que es, pero está claro que no es un ghetto. El modelo de urbanización de la capital de España se parece poco a los que conocemos en determinados barrios parisinos, marselleses o bruselenses, en los que se recomienda no aparecer desde la puesta del sol. Los caldos de cultivo de los que emergen los yihadistas no tienen entre nosotros la misma consistencia que en otros países, al menos por ahora. Y no creo que eso se deba a una planificación definida y ejecutada por las autoridades municipales o regionales, menos aún por el gobierno central. Ha sido mucho más la ausencia de planificación, la improvisación española, la que viene produciendo este resultado.

El Madrid abigarrado, multicultural, multiétnico y generacionalmente transversal de la calle de Bravo Murillo huele a aceite requemado de kebabs y guisotes latinos; hay zapaterías y tiendas que dispensan objetos de decoración, otras que venden cortes de pelo, unas cuantas de moda femenina y también de las que practican la manicura y la pedicura… todas ellas están atendidas por población china; pero también hay panaderías, cafeterías y bares regentados por personal español… o castizo, porque nadie podría garantizar que los ecuatorianos, bolivianos o – incluso – los orientales que te sonríen a la entrada de sus comercios, no tengan un pasaporte español.

Prosiguen mis pasos en dirección ahora de una estación de metro. Voy a tomar un café con un amigo, diplomático de altos vuelos, ideas claras e implacable defensor de los intereses de España en el ámbito interior e internacional. Y recuerdo entonces la canción de Ralph McTell, “Streets of London”, del año 1960. Una triste balada dedicada a las gentes de esa ciudad. Su estribillo dice:

So how can you tell me you’re lonely

And say for you that the sun don’t shine?

Let me take you by the hand

And lead you through the streets of London

Show you something to make you change your mind”

(Entonces, ¿cómo puedes decirme que estás solo?

¿Y decir que el sol no brilla para ti?

Déjame llevarte de la mano

Y guiarte por las calles de Londres

Mostrarte algo que te haga cambiar de opinión).


Es la soledad que proyectan inevitablemente las grandes urbes, acrecentada por los cientos de personas que te encuentras por sus calles, sin conocerlas, sin intuir apenas sus caracteres, sus angustias y sus alegrías. Pero la soledad, habrá que concluir, es algo que llevas contigo mismo y proyectas sobre la pantalla de tu ciudad: no podrías, sin incurrir en injusticia, culpar a nadie por estar solo, menos aún a ese ser que es la población en la que vives.

Pero es cierto, se puede uno sentirse solo a pesar de encontrarse rodeado de gente. La soledad de Madrid… yo también la sentí muchas veces. En Madrid, en Bilbao, en Lanzarote, por ejemplo. Por fortuna, esa es ya desde hace tiempo una historia del pasado.

sábado, 23 de octubre de 2021

10 años sin ETA, breve historia de la bestia

Columna original publicada en El Imparcial, el viernes 22 de octubre de 2021


(c) The Art of Scientific Illustration

Se cumplen estos días 10 años desde que la organización criminal declarara el fin de su actividad y las crónicas de los periódicos y los artículos de los comentaristas refieran la historia de esos últimos tiempos, la reconversión de la banda asesina en partido —una mutación definitiva ahora, porque ya desde los inicios de la democracia, ETA utilizaba el brazo apéndice de la política como instrumento complementario del terrorismo—. Más recientemente, las declaraciones del líder de los pujantes restos de ETA, Arnaldo Otegui, han llenado los espacios de los informativos de televisión. Se diría, a nuestro pesar, que los exabruptos de un sujeto juzgado y condenado por colaboración con banda armada pesan más que las voces de las víctimas.

Pero este artículo quiere referirse más a cómo se inició todo eso, en definitiva, al porqué de la existencia y la permanencia de la banda terrorista durante 50 años —quizás los más importantes de la historia que hemos vivido algunos.

ETA se ha presentado en ocasiones a sí misma como una organización revolucionaria, una especie de Brigada Roja al modo vasco. Y es verdad que mantenía un discurso formalmente marxista-leninista, pero en realidad no era esa su principal obediencia: ETA fue siempre, como lo han sido sus instrumentos políticos —Herri Batasuna, Euskal Herritarrok o el Partido Comunista de las Tierras Vascas y otros como el más reciente Bildu—, una banda nacionalista radical.

Rebobinando la moviola de la historia, y revisitando los ya muy pasados años ‘60, nos encontramos con el paisaje políticamente yermo del franquismo, con una militancia peneuvista muy reducida y acomodada a los nuevos vientos económicos del régimen, que empezaba a batir récords en materia de crecimiento del PIB, una vez definido y en ejecución el plan de estabilización de finales de los ‘50. A una demanda que empezaba a consumir en masa había que acudir solícitamente con productos y servicios, y a ese mercado atendían los nacionalistas con sus negocios. Por lo demás, el discurso victimista se repetía en las rondas de los bares de chiquiteo —los chiquitos, esos vasos de vino que disponen de una base abultada de vidrio y una reducida capacidad de almacenamiento de liquido—, o en las cenas familiares, al inefable son de «el día que dé la vuelta la tortilla» —vale decir: el día en el que Franco se vaya al otro mundo… porque de otro modo no habría cambio, desde luego que no un cambio debido a la actividad antifranquista de esos nacionalistas devenidos en empresarios beneficiados por el sistema.

Esa era la práctica de los nacionalistas viejos, que discurría un tanto plácidamente en los tiempos de la ominosa dictadura. Pero era muy otro el de sus hijos jóvenes, que no llegaban a entender la inacción política de sus padres. Eran además los tiempos de la insurgencia cubana, del emergente carisma de los barbudos liderados por el comandante Fidel Castro y por el médico argentino Ernesto —Ché— Guevara. Una mística en toda regla para el consumo de una sociedad juvenil que pretendía huir del conformismo paterno a base de drogas, rock, sexo libre y unas gotas de revolución.

Y ese fue el mundo que creó a la bestia, formada en un principio por un grupo heterogéneo de niños de buena familia a los que se irían acercando otros tantos convocados por los alentados selectivos que los primeros iban organizando: Melitón Manzanas, por ejemplo; la bomba contra el diario El Correo, desactivada por el etarra que advertía cómo había aún gente —trabajadora— en las oficinas del periódico; o el intento de atraco de la nómina de La Naval, de Sestao, en la que el activista de la banda no quiso hacer uso de su arma de fuego por no herir al trabajador que llevaba los sobres con el dinero de los sueldos… Basta comparar estos hechos con los atentados cometidos por los terroristas, activados a distancia del objetivo o perpetrados contra un grupo indeterminado de gentes que compraban en un centro comercial y tantos otros similares, para descubrir cuán diferentes eran unos de otros.

Pero habrá que convenir que, al cabo, no eran tan distintos. Puesto en marcha el aparato destructor, sólo hace falta que se produzca un efecto de desplazamiento de los más sanguinarios respecto de los menos radicales. Era sólo cuestión de tiempo para que llegáramos a colegir la evidencia de que los presuntos gudaris —soldados vascos— de ayer no eran sino el preludio amenazador y predecible de los asesinos que hoy Otegui quiere sacar de las cárceles a cambio de apretar el botón del sí a los presupuestos. Son, unos y otros, los mismos perros: y sus collares apenas se diferencian entre sí.

En el fondo, los 50 años de existencia de la banda han sido el escenario de un enfrentamiento entre el nacionalismo del PNV y el nacionalismo más radical de ETA, lo mismo que ocurre hoy entre el partido fundado por Sabino Arana y Bildu. Un combate sin tregua en el que sus consecuencias más cruentas nos las hemos llevado los que no éramos y no somos nacionalistas. Un reparto de «su» país, desde luego, pero sobre la base de que quienes sobramos de su Euskadi somos nosotros, todos los demás.

«¡Ahí me las den todas!», expresa el dicho referido a que, una vez que el alguacil enviado a reclamar una multa recibía una patada del deudor en salva sea la parte, al referirle el caso al juez mandante de la ejecución le dijo: «Señoría, en realidad, la patada se la han dado a usted…» Pues bien, unos y otros nacionalistas —especialmente los del PNV— podrán decir lo del magistrado: «por lo menos en esta pelea quienes han recibido las bombas, los disparos y las extorsiones han sido los españoles, no nosotros».

Lo peor de todo, es que la historia continúa y las malas noticias en forma de agresiones, desplazamientos y marginaciones de quienes defendemos la españolidad del País Vasco se mantienen. Parafraseando a Von Clausewitz, la política de todos ellos es la guerra, sólo que por otros medios.

lunes, 18 de octubre de 2021

La trampa de Tucídides

Columna original publicada en El Debate, el sábado 16 de octubre de 2021


Imagen: Lu Tolstova


Lo único que parece claro es que todo va muy deprisa y las decisiones europeas son siempre lentas. Y el mundo no nos espera

De acuerdo con el pensador griego Tucídides —que fue un pésimo general, aunque un magnífico escritor—, Esparta, que contaba con un ejército muy superior al de Atenas, pero era una potencia comercial muy inferior, estaba atemorizada por el auge que venía experimentando esta última. Fue el miedo el que la llevó a la guerra, la cual acabaría con los dos centros de poder de la antigua Grecia. El término «la trampa de Tucídides» evoca este fenómeno, pero refiriéndose ahora a EEUU y China.

Basado en los tiempos de la Guerra Fría, el orden nacido de la Segunda Guerra Mundial se ve sometido a una fuerte competencia política que esconde una potente confrontación tecnológica. Allá donde los actores del pasado conflicto —los EEUU y la URSS— no podían competir en la esfera tecnológica por la evidente inferioridad del segundo, la lucha entre los Estados Unidos y China adquiere perfiles muy diferentes.

Y, como advertimos, los acontecimientos van cambiando a una velocidad vertiginosa. La retirada de Afganistán por los Estados Unidos y sus aliados, más allá de la derrota que ese hecho supone, conllevará la ocupación de ese espacio por China, Rusia e Irán. Habrá que conceder que no hemos sido capaces de vencer definitivamente al terrorismo y de crear en ese ámbito un Estado moderno. Hemos cosechado un rotundo fracaso.

Y después de Afganistán se produce la alianza estratégica que lleva por nombre AUKUS, un acuerdo que se ha producido sin contar con los socios de la OTAN y con el perjuicio evidente al ejército más potente que queda en la UE después de la salida del Reino Unido de aquélla: el de Francia.

La primera conclusión del doble concurso de Afganistán y el AUKUS para nuestro viejo continente es que Europa ya no es tan importante como lo fue. Y que deberemos posicionarnos en el duelo entre EEUU y China, teniendo en cuenta que no estamos involucrados en el espacio Indo-Pacífico (con excepción de los intereses que mantiene Francia en esta área).

La cumbre de la OTAN que se celebrará en Madrid este próximo año 2022, tenía la pretensión de convertir este organismo en un foro más político, a la vez que renovar el concepto de importancia estratégica de la Alianza. Ahora habría que incorporar a esas tareas el nuevo debate sobre la posición del acuerdo respecto del Indo-Pacífico y las nuevas amenazas. Y contar con que Francia será bastante reacia a acordar algo que tenga que ver con el papel que deba desempeñar la OTAN en el espacio Indo-Pacífico. Y en lo que se refiere a las nuevas tecnologías disruptivas (basadas en la utilización informática, los drones, sensores, guerra híbrida, ciberseguridad, etc.) será necesario profundizar en el debate de las decisiones a adoptar.

Después de la salida de Afganistán y del acuerdo AUKUS se está imponiendo en Europa el discurso de la autonomía estratégica —complementaria, no alternativa a la OTAN—, y de llevarla a cabo con los socios de la UE que estén dispuestos a impulsarla. Una autonomía que no sólo deberá referirse al ámbito militar, sino también al tecnológico, y en este terreno concreto es preciso recordar que la UE ha carecido de una tecnología potente propia (somos apenas una potencia reguladora en lo que a tecnología se refiere).

En cuanto al ejército europeo, éste parece imposible en la práctica. Alemania y Francia, los principales miembros de la UE, tienen conceptos opuestos en lo que se refiere a sus Fuerzas Armadas; la primera es reacia a la intervención exterior, en tanto que la segunda mantiene operaciones permanentes más allá de sus fronteras.

Existe una alternativa, sin embargo, al ejército de la Unión. Y está formada por la Cooperación Reforzada en materia de Defensa, el Fondo Europeo de Defensa y la Agenda Europea de Defensa. Pero será preciso convenir que esos foros no son suficientes para acometer la tarea que se requiere.

La teoría habitual en lo que hace referencia al tratamiento de las crisis plantea tres ámbitos: la prevención de las mismas, la —en su caso— intervención militar y la posterior reconstrucción de la sociedad. La UE está mejor preparada que la OTAN para desarrollar los tres elementos citados (especialmente el primero y el tercero). Además disponemos de los Grupos de Combate, con posibilidades de despliegue en el plazo de seis semanas, de modo que cuando el Alto Representante para la Política Exterior de la UE, Josep Borrell, se refiere a la necesidad de contar con un grupo de despliegue rápido, convendrá advertir que éste ya existe, aunque no se haya utilizado por el momento.

Pero, trascendiendo del ámbito estrictamente militar al político, cabría preguntarse que, una vez implementada la intervención de estos grupos, ¿quién estaría dispuesto a asumir las responsabilidades derivadas de tales acciones? En definitiva, ¿quién daría la cara en el momento en que haya que darla por las bajas ocasionadas? Y también está el asunto espinoso de los gastos, porque algunos países no están dispuestos a participar en ellos.

¿Qué posición deberá adoptar la UE ante la nueva y posible reedición del episodio trágico que evocaba Tucídides? Veremos cómo se van produciendo los acontecimientos. Lo único que parece claro es que todo va muy deprisa y las decisiones europeas son siempre lentas. Y el mundo no nos espera.

lunes, 11 de octubre de 2021

La inflación y la amenaza del crecimiento de los tipos de interés para la economía española

 Artículo original publicado el viernes 8 de octubre en El Imparcial

La economía española vive aún pendiente del repunte del crecimiento que los pronósticos del gobierno auguraban (no otra cosa parece advertirse del magro 1,1% de incremento en el segundo trimestre de 2021 constatado por el INE, y que rebaja casi en dos puntos las previsiones del ejecutivo. Este dato habría que ponerlo en relación con la emergencia de dinero que durante la pandemia no pudo aflorar en el mercado debido al confinamiento y a las medidas restrictivas del consumo adoptadas por los gobiernos; así como el del cuantioso presupuesto liberado por las autoridades europeas para combatir el impacto de la recesión económica correspondiente -los fondos Next Generation.

No es objeto de este comentario analizar el reparto de los fondos europeos ni la penalización que la devolución de los mismos producirá sobre la sufrida economía española. Lo que sí parece evidente es que, cuando se produzca un más acusado crecimiento de la economía, éste se verá confrontado a una prolongada recesión en los países ricos. Así lo aseguran algunos medios, entre ellos el prestigioso semanario británico The Economist.

En los tres meses previos al de mayo, en los Estados Unidos, la inflación subyacente (la que no toma en cuenta ni los productos energéticos ni los alimenticios sin elaboración) alcanzó un 8’3% anualizado, el incremento más alto que ha tenido ese país desde principios de los ‘80 del pasado siglo (en 1979 el índice de precios creció en Norteamérica un 13’3%).

No está ocurriendo lo mismo en la zona euro. Pero si los precios venían creciendo en un entorno anual del 0’9%, desde el mes de mayo de 2021 se están incrementando en un 1’9%. Todavía se encuentra bajo control, pero también ocurre que la inflación subyacente se está acelerando en España. En el octavo mes del año, según los datos del Índice de Precios al Consumo (IPC), dados a conocer ayer por el Instituto Nacional de Estadística, la inflación subió un 0,4% mensual y se disparó un 3,3% interanual, alcanzando la mayor subida en casi nueve años.

El BCE, que espera que la inflación sea del 2,6% a finales de año, ya ha modificado sus previsiones, lo que supondrá que no resulte inaceptable sobrepasar ese límite. El Banco de Inglaterra también parece haberse vuelto más tolerante con la idea de los excesos inflacionarios.

La conclusión de esas expectativas y las actitudes de los organismos monetarios, en especial la Reserva Federal norteamericana, parecen hasta ahora estar relativamente relajados con respecto a la inflación, dejando claro que son conscientes de los riesgos, pero que no están aún dispuestos a llegar a una acción precipitada. Así, en junio, la Fed señaló que podría subir las tasas de interés dos veces en 2023, antes de lo esperado; algunos han planteado la posibilidad de hacerlo el próximo año.

Un asesor económico senior de la Casa Blanca de Barack Obama, afirma que su mayor preocupación sigue siendo una recesión porque, aunque su probabilidad es baja, sus consecuencias serían nefastas.

En el mes de agosto, los precios al consumo aumentaron de manera más que rápida, especialmente en Estados Unidos. Incluso en la zona euro, fueron un 3% más altos que un año antes, lo que supone el mayor crecimiento en una década. A todo eso parece estar contribuyendo la variante Delta del Covid19, disparando la inflación.

Se produzca la elevación de los tipos de interés a finales de 2022 o de 2023, la medida tendrá sin duda consecuencia sobre la frágil economía española que, a día de hoy, no ha recuperado aún su tejido productivo ni su clientela turística habitual. La pandemia y las medidas adoptadas como consecuencia de la misma han situado nuestra deuda pública en un nivel superior al 125% del producto interior bruto a un coste que hasta ahora ha podido resultar negativo para nuestra Hacienda. Pero el incremento del interés penalizará sin duda los pagos de la deuda, convertidos desde la época Zapatero en créditos de atención prioritaria, como quedó incorporado en la correspondiente modificación constitucional.

Lo cierto es que, superponiendo la agenda económica a la política, los años 2022 y 2023 estarán rondando con las elecciones generales españolas y el cambio de ciclo político que auguran las encuestas. Será una vez más el PP a quien seguramente le toque lidiar con las vacas flacas de un horizonte con nubarrones.

Y ello nos conducirá por lo tanto a una especie de “revival” de los tiempos de Rajoy. Cabe la posibilidad de que Casado no haga un ‘remake’ del de Pontevedra y, esta vez sí, aproveche la oportunidad que se le presente de dar la vuelta al calcetín, enmendando buena parte de los errores cometidos y situando a España en el buen camino. Al menos por unos años. Pero, para ello, será necesario que al líder del PP no le tiemble el pulso y cuente con un programa de reformas, a la vez, preciso y atractivo para la sociedad española.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Javier Perote, «in memoriam»


El coronel Perote se nos ha marchado. Y es fácil suponer que al cierre de su paso por la vida nos vuelvan los recuerdos. Y le veo en las manifestaciones pro-saharauis, jaleando los slogans que apelan invariablemente a la responsabilidad española y a la culpabilidad marroquí en el vergonzoso abandono por nuestro país de un pueblo que sigue luchando por elegir su destino en libertad.

Porque Javier Perote no podría separarse en mis recuerdos de la causa saharaui. Ya sé que es palabra, «causa», como la de «misión», constituyen expresiones antiguas, seguramente desfasadas y pasadas de moda; pero evocan cuestiones que comprometen más allá de la contingencia de los sucesos inmediatos, modernos o post-modernos, que se escapan con la facilidad con que se pierde el agua que procuramos contener en la palma de las manos.

Y fue precisamente en un bar contiguo a la vieja sede de la Delegación Saharaui en Madrid, en una calle contigua a la de Atocha, cuando nos esperaba Javier a Carlos Martínez Gorriarán y a mí para introducirnos al Delegado Bucharaya, que cuando se escriben estas líneas es Primer Ministro de la RASD, y ante todo gran amigo.

Perote nos habló entonces de lo que sentían sus compañeros saharauis. Porque él no era de esos que te confunden con la elocuencia de los datos, de los precedentes jurídicos o de las resoluciones de la ONU -imprescindibles, por otra parte-. El coronel Perote se expresaba siempre desde el corazón al que conectaba sin interruptor posible su pensamiento. Y ahora, muchos años después, pienso que esa es una buena guía para recorrer los caminos: avanzar sabiendo que lo que emprendes es justo, aunque todo -o casi todo- en tu derredor te advierta de que lo prudente es lo contrario, que esa es una causa perdida, que es inútil tu esfuerzo o, peor aún, que trabajar por ella es hacerlo en contra de tu país.

Javier figuraba en ese elenco de grandes personas que pude conocer en ese mundo del apoyo a los saharauis que formaban en el equipo internacional de UPyD al que me correspondió dirigir: Ana Camacho, Carlos Rey, Antonio de Torre -Antuán-, el también coronel Diego Camacho, Eduardo Trillo y otros. Un equipo con el que compusimos un grupo conexo al de Internacional de ese partido que analizaba con periodicidad frecuente la evolución de lo que ocurría en el Magreb y mantenía contactos con los saharauis.

Pero ocurre que el asunto del Sáhara se parece bastante a una piedra en el zapato para los partidos nuevos cuando estos se van transformando en aparatos políticos que pretenden solamente el ejercicio del poder. La razón de Estado, la prudencia política, el acomodo a las circunstancias… conllevan el desvestimiento de los ropajes idealistas para disfrazarse de pragmatismo, que al cabo se convierte en vestimenta definitiva e irrenunciable.

Y eso Perote no lo entendía, En Javier siempre encontré la lealtad de un hombre insobornable a cualquier componenda o desviación; la terquedad y la obstinación, junto a la rectitud y la claridad. Acudir a él, siempre con la expresión afable y los brazos abiertos, era darte de bruces con la verdad a, veces dura, pero carente de doblez. Militar y demócrata, miembro de la antifranquista UMD, gran español y magnífica persona.

En alguna ocasión sugerí a Perote que escribiera sus memorias, que lo hiciera siguiendo el cauce proustiano que desenvuelve el hilo de la evocación de sus recuerdos. No era a mi juicio necesario que lo hiciera de manera cronológica, porque el tiempo en la vida no existe de la misma manera que en los recuerdos. La vida va y vuelve, y permanece, como la memoria que nos queda de Javier; que no escribió sus memorias, porque quizás sus recuerdos eran demasiado vivos, demasiado sentidos, como para distanciarse de ellos y verterlos sobre un papel.

El PNV quiere retrasar el reloj de la historia

Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 24 de septiembre de 2021

Bajan revueltas las aguas en esta España desgobernada y desorientada, ansiosa por recuperar la normalidad e inquieta al mismo tiempo por lo que observa como el nuevo paisaje urbano de tiendas y bares cerrados o traspasados que está dejando tras de sí la pandemia. Y en estas circunstancias son algunos expertos pescadores los que se llevan los beneficios, según asegura el refrán.

El PNV ha sido en los últimos tiempos un partido experimentado en obtener retribución de las circunstancias tumultuosas. Lo hacía en los tiempos ominosos del terrorismo etarra, cuando se proponía a sí mismo como la solución al problema (y sin embargo no era sino parte del mismo), o como la alternativa al caos que irremediablemente sobrevendría si ellos fracasaban: un país sin ley ni orden, más allá de los impuestos por las bombas de los etarras, que no era de hecho ya sino moneda corriente en buena parte de la Euskadi rural.

Se trataba de beneficios cortos, aparentemente, aunque cuantiosos por su abundante frecuencia. Hoy una de cupo, mañana otra de ingreso mínimo vital, pasado las prisiones… todo con el objetivo de afianzar la llamada soberanía vasca y desterrar la de España al baúl de sus peores recuerdos.

Pero el discurso del Lehendakari en el Parlamento Vasco del pasado 16 de septiembre, ha definido los objetivos del PNV para el futuro Estatuto: recuperar la soberanía anterior al año 1839, con ello -aseguró- se resolvería el “problema vasco”.

Habrá que empezar por decir que el tantas veces proclamado por los nacionalistas como “problema vasco” lo es más de ellos que de los vascos, incluso de sus propios votantes, que mayoritariamente eligen a su partido porque es “de aquí” -o sea, del País Vasco-, y “siendo de aquí” gestionará mejor nuestros asuntos que “los de allá”, vale decir, los partidos españoles. Construido el artificio, el mecanismo funciona a pesar de que la pretendida “mejor gestión por el PNV” sólo se debe al cuantioso volumen de los ingresos recibidos por las haciendas de las Diputaciones vascas como consecuencia del cálculo distorsionado del cupo, que según el economista de FEDEA, Ángel de la Fuente, ha rebajado la contribución vasca a los gastos del Estado en 2.800 millones de euros en 2002 y en casi 4.500 millones en 2007, lo que supone respectivamente un 6,23% y un 6,88% del PIB del País Vasco.

La historia da muchas vueltas. Y en este punto del relato del autogobierno del País Vasco, bastantes. Empezando con el “Gibraltar vaticanista”, la definición que el líder socialista Indalecio Prieto hacía de la Euskadi que resultaría del Estatuto nacionalista-carlista de Estella a principios de la II República, antes de concederlo el mismo Indalecio Prieto al PNV a cambio de su participación en la guerra civil en apoyo al gobierno republicano. Más recientemente, recuerdo la afirmación de Xabier Arzallus, presidente del partido nacionalista, a su senador Unzueta, en tiempos de la transición a la democracia, de darse por satisfecho con que sólo pudiera devolvérseles el Estatuto del ‘36 -según me refería el propio Unzueta-, y que se encontraría con la singular respuesta de Adolfo Suárez, quien -según me contaba Pérez Llorca- decía a sus colaboradores que “a los nacionalistas había que desbordarles”, esto es, darles más de lo que pedían. Y más cerca aún de nuestros días la propuesta del Lehendakari -conocida como “Plan Ibarretxe”- aprobado en 2004 por el Parlamentario Vasco, que reclamaba que Euskadi fuera un Estado libre asociado a España como lo es Puerto Rico respecto de los Estados Unidos; una idea, por cierto, que no por resultar menos peregrina no dejaba de tener cierta inserción en la realidad política conocida en el nivel global.

Pero volver el reloj de la historia al tiempo anterior a 1839, año de la conclusión de la primera guerra carlista, supone volver a un momento histórico irreconocible con la sociedad actual. Equivale a remontarse a un mundo rural -por lo de escasamente urbano-, pre-industrial -ahora que estamos viviendo en una sociedad tecnológica-. Y exige además moverse en un ámbito que los políticos o sociólogos no serían capaces de describir, y apenas algunos historiadores podrían explicar.

La soberanía anterior a 1839 es una especie de OVNI -objeto no identificado- en nuestro proceso histórico, del que siquiera conocemos algunos episodios como los de los curas trabucaires, las aldeas sin luz artificial y las boñigas de las vacas tapizando las vías de comunicación; o la naciente mesocracia haciéndose fuerte en villas y ciudades y luchando contra la imposición de portazgos y pontazgos a la exportación o importación de sus mercaderías… todo ello difícilmente asimilable, como se intuye, con la Europa que estamos construyendo aún no concluida la desastrosa pandemia del Covid-19.

El político e historiador Gregorio Balparda -diputado liberal por la Liga de Acción Monárquica bilbaina y adscrito a la minoría parlamentaria de Santiago Alba- que dedicó muchas horas al estudio de la historia vasca a lo largo del Antiguo Régimen, aburrido ante el piélago de excepciones, regulaciones y privilegios que se producían en las tierras vascas -y en las demás- en las épocas previas a la industrialización, pensaría que todo lo que había de rescatable de los pasados tiempos, esto es,“las libertades vascas” estaban en la Constitución. Y no se refería Balparda a la Carta Magna democrática de 1978, sino a la per-democrática de 1876, que sancionaba una soberanía compartida entre las Cortes y el Rey.

Prieto dijo también que temía más al nacionalismo por reaccionario que por nacionalista. Quizás debamos volver a esa reflexión a partir de la nueva iniciativa que nos preparan los “jelkides” -líderes del PNV-. No en vano, todavía las siglas de este partido en eusquera son “JEL”, Jaungoikoa -Dios- “eta Lege Zarrak” -Leyes Viejas-. Es decir, el retorno a las esencias.

Pero “don Inda” ya no está entre nosotros, y no parece que su recuerdo se haya reencarnado tampoco entre los actuales dirigentes socialistas; de modo que será bueno que nos preparemos para retrasar algunos años nuestros relojes, ingresar en el túnel del tiempo que nos proponen los peneuvistas y observar lo que ocurría antes de 1839. Seguramente que podríamos contar con los dedos de una mano -y nos sobrarán- los que se encuentren mejor que hoy en día en esa bucólica Euskadi que nos anuncia Íñigo Urkullu.

martes, 14 de septiembre de 2021

El extraño caso del presidente en busca de un nuevo himno y de una nueva bandera

Publicado originalmente en El Imparcial el lunes 13 de septiebre de 2021

Escribía en 1962 el político y periodista del PSOE, Luis Araquistain, que “los Estados se hunden por revolución o por desintegración interna. Mientras llega la coyuntura revolucionaria, y puede no serlo pese a las apariencias, queda la otra alternativa: una política de desintegración. La desintegración puede ser obra de los adversarios del régimen, y puede ser, también, obra del régimen mismo. La historia está llena de casos de pueblos vencidos y conquistados que, desde dentro, silenciosamente, obligan al Estado de fuerza a transformarse en un Estado de Derecho o desintegran poco a poco su superestructura, que un día, súbitamente se viene a tierra”.

El político socialista autor de la cita, que estuvo adscrito al llamado sector caballerista -por Largo Caballero- de su partido, y que se había socializado, según el historiador Roberto Villa, en movimientos que ligaban la modernidad a rupturas políticas que se definían como una “necesidad histórica”, situaba su reflexión, como es notorio, en una perspectiva revolucionaria, la que formularía el enemigo de un régimen al que se pretende combatir desde fuera del mismo; pero contando, al mismo tiempo, con los colaboradores internos para su degradación. Seguramente no supondría Araquistain que sus palabras de 1962 podrían aplicarse un día a los dirigentes del partido en el que él mismo militara y, en especial, al secretario general del PSOE y presidente del Gobierno español. ¿Qué sentido tiene -pensaría seguramente el viejo socialista- acabar con el sistema que precisamente nos permite gobernar?

Sin embargo, nos ha acontecido que, parafraseando lo dicho respecto del rival electoral del presidente Lincoln, Mr. Chase, si Pedro Sánchez fuera cristiano se creería sin duda la cuarta persona de la Santísima Trinidad. Apoyado por una extraña coalición de populistas-comunistas, independentistas y nacionalistas, todos los cuales unidos en su obsesión por destruir nuestro modelo de convivencia, Sánchez se aplica con obstinación en ponerle letra al himno que ya vienen tatareando sus actuales socios y que bien podría llevar por título, “¡Abajo el régimen del ‘78!”.

Y la letra cuenta, al menos, con tres estrofas: la primera -la que más conviene al personaje- es la de erigirse él mismo en “deus ex máquina” del nuevo régimen, para ello se encumbra por encima de todos los demás protagonistas del arco político, sean éstos ministros leales -a quienes cesa de manera inmisericorde-, dirigentes de la oposición -a quienes utiliza, ningunea o adjudica posiciones ideológicas a su conveniencia- y, desde luego, al Rey, a quien margina del escenario hasta convertirlo en una figura irrelevante.

El segundo verso de su nuevo canto se refiere a la deconstrucción de España consistente en una adición de modelos de bilateralidad -Cataluña y el País Vasco- y multilateralidad -las demás Comunidades Autónomas, por ahora-, y que sancionará el próximo congreso socialista con la apuesta por un Estado multi-nivel, que se definiría ya en los versos de la no-España o las Españas desunidas cuando no enfrentadas.

El guiño a la nueva moda de las políticas de identidad y social-populistas sería el tercer fragmento de la marcha-cántico sanchista, sin perjuicio de que estos programas contradigan los principios clásicos igualitarios reclamados por el socialismo, desde que éste fuera fundado por quienes aún luchaban por la dignidad de la clase trabajadora. La estrofa del identitarismo expresaría algo así como que si perteneces a un grupo diferenciado de los demás eres alguien, y si no estás en eso más vale que te integres en alguno de los rebaños -de los colectivos, perdón- ya configurados.

La nueva bandera de esa España redescubierta por el sanchismo, debería sustituir los símbolos de la Corona y los colores rojigualdos por las enseñas de las nacionalidades -ahora devenidas en naciones- y de las regiones -ahora nacionalidades o naciones, según la opinión de sus cacicatos dirigentes-. A estos símbolos se añadirían las tonalidades LGTBI o algunas asociadas con el ‘black lives matter’ o el ‘me too’, dicho sea con todos mis respetos a sus diferentes identificaciones y posiciones políticas o ideológicas. Esa bandera “collage” constituiría una auténtica novedad y pondría a nuestro país a la cabeza del progresismo mundial, adicionante de todas las causas modernas y paladín de minorías que, sumadas todas, ofrecerían cabal idea de lo que ha devenido en ser España.

Pero la repetición -extenuante- de la primera estrofa, convertida en inexcusable estribillo, del epinicio de Pedro Sánchez consiste en una loa a su persona, autor y factor imprescindible de este cambio, aunque ni siquiera sea él responsable de la mutación de timón; tengo para mí que si tuviera que responder a la pregunta que Vargas Llosa hacía en “Conversación en la catedral”, pero en versión española, sobre el momento en que se… “estropeó” (¿definitivamente?) nuestro país, contestaría que fue cuando Zapatero decidió en 2004 que “el concepto de nación es discutido y discutible”, a la vez que su partido ampliaba el espacio de la bilateralidad, hasta entonces reservado a los ámbitos fiscales de las provincias vascas y de Navarra.

La desintegración, evocada en su día por Araquistain, y perpetrada ahora por esta nueva generación del socialismo post-español, está poniendo en crisis los cimientos de un orden constitucional que se asentaba sobre un modelo de convivencia que, muchos aún, considerábamos -y consideramos- pertinente; un orden del que el PSOE era uno de sus esenciales valedores. Sólo nos queda poner en valor la vigencia del texto constitucional a la espera de que algún día una nueva izquierda recupere la cordura y retorne al espacio de la concordia, olvidando su itinerante nomadismo. Pero más nos vale que no esperemos que se produzca el milagro.

domingo, 29 de agosto de 2021

Afganistán, el nuevo fracaso

Columna publicada originalmente en El Imparcial, el sábado 28 de agosto de 2021


Hace ya tiempo que la sola evocación de la imagen de Estados Unidos luchando en una guerra presuponía la idea de una victoria segura. Y eso que el país creado por los “padres fundadores” tardaría algún tiempo en sacudirse sus complejos internos (guerra civil o de secesión, entre 1861 y 1865) y descubrirse a sí mismos como una potencia mundial y con control sobre los mares, de acuerdo con las ideas del almirante Alfred Mahan (1840-1914), que supuso, entre otras cosas, el final del dominio naval británico (‘Britannia rule the waves’), y la desaparición de las últimas colonias españolas en Cuba y Filipinas en la guerra entre nuestro país y los Estados Unidos en 1898.

La supremacía norteamericana atravesaría el siglo XX con su participación decisiva en las guerras mundiales, que depararían los escenarios de nuevas organizaciones internacionales, plagadas -especialmente con el final de la segunda confrontación bélica intercontinental- de instituciones y acuerdos. La estrella de la “pax americana” no comenzaría a declinar hasta los años finales de la década de los ‘50 de ese siglo y se prolongó hasta 1975 con la guerra de Vietnam, en la que los EEUU finalmente se batieron en retirada. (Afganistán, hoy, y Vietnam, ayer, constituyen una comparación inevitable, a pesar de la opinión contraria al respecto del Presidente Biden).

Resulta en ocasiones complicado discernir sobre las causas que han llevado a ese país a involucrarse en determinadas empresas bélicas: si lo que perseguían era en especial la defensa de un modelo de civilización occidental basado en la democracia y el respeto de los derechos humanos, o más bien sus decisiones traían su causa en otro tipo de motivaciones. El caso de Afganistán parece enmarcarse más en una reacción a los atentados del 11-S y a la persecución contra Osama Bin Laden y Al Qaeda, que a una presunta voluntad de encaminar a este último país por la senda de los valores que han definido desde su fundación a los Estados Unidos.

Más allá del objetivo que en cada caso se persiga y su bendición moral a esa intervención por las Naciones Unidas -requisito éste de exigible cumplimiento-, el abrupto abandono norteamericano de Afganistán, que ha dejado a sus aliados sin opción a intervenir, nos plantea la reflexión de que cualquier ocupación de un país diferente al propio debería definir con carácter previo un plan de actuación que concrete los objetivos a conseguir, los procedimientos a utilizar y los recursos humanos y materiales a aprontar. Todo lo contrario a una improvisación reactiva en la que a la carencia de previsión le sigue una definición gradual -muchas veces caótica, como ha ocurrido en este caso- de las políticas a desenvolver.

Tarea tan ardua de conseguir debería disuadir a los gobiernos -a los norteamericanos y a los demás- de emprenderla, en especial en un territorio tan complejo históricamente, tan diverso en su población y cultura y en su orografía como es Afganistán, a pesar de que -acumuladas las administraciones- los dos partidos mayoritarios estadounidenses han participado en los veinte años de presencia en el territorio. Es preferible entonces plantear objetivos más concretos y encomendarse más al ‘poder blando’ que a ‘las ‘botas sobre el terreno’. Ya se sabe que los Estados Unidos ganan con facilidad en la guerra, pero pierden a la hora de organizar la paz.

Parece más o menos evidente todo lo dicho, pero está claro que no aprendemos de los errores del pasado. Y resulta además todo un síntoma que tras la desbandada norteamericana, todo el edificio democrático construido en Afganistán, junto con los derechos civiles y la igualación de la mujer al hombre, apenas hayan producido impacto en la progresía buenista que inunda de categorías definitivas a nuestro país. En el mundo del ‘me too’, las voces feministas de partidos y organizaciones que ‘iluminan’ nuestro discurso a este y al otro lado del Atlántico, nos ofrecen el más clamoroso de sus silencios.

Ya han sido evocados por comentaristas e informes internos los numerosos errores cometidos a lo largo de estos veinte años, la devastadora corrupción de la administración afgana y la dificultad de organizar un proyecto democrático en una sociedad tribal pre-industrial -léase medieval-. Queda de la escapada todo el material militar, de alto valor tecnológico, ahora en poder de los talibanes.

Retirada americana, avance de sus rivales de China, Rusia y de ese país en tierra de nadie que viene siendo Turquía. Y está también la credibilidad dañada de los Estados Unidos respecto de sus aliados asiáticos (Japón y, más especialmente Taiwán), o de los nuevos socios de la OTAN en el este de Europa respecto de Rusia. Sin excluir la nueva situación en el organismo atlántico que deberá ser cuando menos actualizada y redefinida. Y los problemas de todo orden que el abandono a su suerte del pueblo afgano traerán de la mano: llegada de refugiados, auge del terrorismo yihadista y otros que dependerán del nuevo tablero geopolítico que se abre ahora y de las decisiones que los diferentes actores adopten. Que no es poco para este galimatías internacional.

Europa empieza a tener claro que cada vez más depende de sí misma, pero sus decisiones en el ámbito de una integración de la política exterior y de defensa comunes tardarán aún algún tiempo en producirse y en resultar efectivas (ya se sabe del complejo y arduo proceso de su articulación). En todo caso, el mundo libre, las sociedades que entienden la consistencia de los valores que se abandonan con tanta facilidad, necesita del indispensable liderazgo de los Estados Unidos, un liderazgo que en un mundo multipolar y globalizado debe estar compartido por socios capaces de poner en la práctica actuaciones que puedan sumarse a las de esa potencia política, económica y militar que es Norteamérica. Un Biden que hacía de su discurso diferencial con Trump la afirmación de que ‘America is back’ y que pretendía curar las heridas en una sociedad dividida y convulsa, deberá aplicarse a esta tarea también en el ámbito mundial. El fracaso afgano no puede ser el fracaso definitivo de Occidente y sus valores. No nos lo deberíamos permitir.

Parafraseando lo que espetó Churchill a Chamberlain, Estados Unidos -y sus aliados- tuvo que elegir entre convivir con el terrorismo o abatirlo, y decidió acabar con él y luego impulsar la democracia; ahora nos hemos quedado con el deshonor de una retirada desordenada y con la democracia clausurada, y con un terrorismo que volverá a florecer. Ese podría ser el triste balance final después de 20 años de ingentes recursos humanos y económicos enterrados en Afganistán.

domingo, 15 de agosto de 2021

El partido de Macron y el de Rivera a la luz de las últimas elecciones francesas

Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el viernes 13 de agosto de 2021 


Ha pasado algún tiempo desde que se celebraron en Francia las elecciones regionales y municipales. Y el tiempo pasado nos remite al recuerdo de hechos que allá y aquí nos resultan cercanos, en una especie de “revival” de la “recherche” proustiana; sólo que en este caso el tiempo no está perdido sino reencontrado.

El primer reencuentro con la realidad es el que los medios de comunicación han resaltado, y que constituye la atonía en el interés participativo de la ciudadanía francesa. Sólo un 33% acudía a las urnas en la primera vuelta -entre los menores de 25 años, el 20%-. Un porcentaje similar votaba el pasado 27 de junio, en la segunda ronda.

Ocurre con la política lo que es habitual también en la economía, que cuando la oferta es poco menos que inexistente (Francia es un país fuertemente centralizado, y las regiones cuentan con competencias más administrativas que políticas), la demanda se retrae y los ciudadanos no comparecen en los colegios electorales.

También está el factor desmovilizador provocado por la pandemia. No sólo por el comprensible miedo al contagio que ésta produce, sino también por la general percepción de la deficiente gestión que las clases políticas en los diferentes países han practicado respecto del covid’19. El deterioro de la confianza se curará pronto, una vez que se produzca la inmunidad de grupo y llegue el rebote de la economía; pero volverá, con más fuerza todavía, cuando las políticas antiinflacionistas aparezcan en escena y las alegrías de los fondos de rescate se tornen en ajustes.

Parece evidente que la abstención ha sido la rotunda vencedora en estos comicios. Cualquier análisis sobre los resultados obtenidos por los diferentes partidos en liza deberá por fuerza ceder ante esta realidad. Siquiera sea imprescindible avanzar una reflexión acerca del escaso resultado de LREM (La République en Marche) del presidente Macron. LREM es, más que un partido, un artefacto político fabricado a la medida de su promotor como instrumento para alojarle en el palacio del Elíseo. Este artefacto ha servido al primigenio objetivo previsto en su creación, pero dado que no se trata de un partido, no resulta válido para su confrontación con formaciones políticas de larga tradición y con presencia reticular en departamentos y municipalidades. El magro resultado obtenido por LREM -un 10% de los escasos votos emitidos- es la más evidente confirmación de este pronóstico.

Algo similar ocurrió con el partido español que forma parte de la misma familia política europea que el LREM francés. Me refiero a Ciudadanos. Éste sería el segundo reencuentro en nuestro particular viaje por el tiempo. Convencida la formación política liderada por Rivera de que lograría el ‘sorpasso’ respecto del PP en el año 2019, dada la escasa ventaja de éste en las inmediatas elecciones generales, Ciudadanos se afanaría por conseguir el liderazgo en el espacio del centro-derecha en las municipales y autonómicas.

En realidad no había modo de arrebatar esa primacía al PP, al menos en aquel momento, porque la diferencia en cuanto a estructura, implantación, experiencia de gestión y su consiguiente prestigio en el desempeño de los puestos, era abismal en favor del PP y en contra de Cs.

En el día de hoy, con el concurso de las Redes Sociales, resulta relativamente fácil crear una plataforma electoral y aun alzarse con la victoria en unas elecciones de carácter general (sean éstas presidenciales o parlamentarias). Resulta más complicado que esa estructura, un tanto artificial, sirva para llegar a regiones y municipios. Eso exige tiempo y esfuerzo, tejer relaciones personales de confianza (que a veces hasta pudieran incurrir en la construcción de redes clientelares que tengan un vago aroma a caciquismo político, con el eventual aditamento de la corrupción). Además se exige para cumplir este objetivo, definir una ideología de fácil percepción en los niveles locales, en los que los conceptos izquierda, derecha, nacionalismo, populismo son elementos de reconocimiento rápido y que no precisan de grandes explicaciones. Es preciso conceder, en cuanto a éste último aspecto, que el liberalismo, muchas veces desvaído en sus posiciones centristas, no juega en terreno fácil como no sea en ámbitos urbanos y, aún más, cosmopolitas.

Tarea tan difícil como la de convertir una plataforma electoral en un partido con presencia en todas las instituciones, es algo de lo que los dirigentes de la macroniana LREM han desistido. No ha sido ése, empero, el caso de Ciudadanos que, superada su fase de organización política, fundamentalmente radicada en Cataluña, se decidió a crear un partido de vertebración integral en el conjunto de España. Una tarea muy compleja, que ya recibió sus críticas, en especial por parte de los negociadores de UPyD, allá por el año 2014.

Más allá de las estrategias de unos y de otros, se diría que la política de partidos en estos años de la tercera década del siglo XXI, constituye una difícil integración de las prácticas del siglo pasado con las de éste. Si un partido aspira a obtener el poder, el que se escribe con letras mayúsculas, debe protagonizarlo en todas las esferas de la vida pública institucional, sin excluir ninguno de los escalones que la componen; pero tampoco debe negarse a incorporar a su gestión las nuevas técnicas de comunicación y agregación de contenidos y adherentes que provienen de las Redes Sociales, que ya pernean a todas las capas de la sociedad y a las diferentes generaciones de ciudadanos. Los viejos partidos, dotados de sus estructuras aparentemente obsoletas, de sus sedes y sus dirigentes locales o regionales, siguen, a pesar de su presunta obsolescencia, representando en su cercanía a grandes extractos de votantes; y los nuevos, con sus sedes virtuales, sus representantes mediáticos y sus mensajes de WhatsApp, rabiosamente actuales, conectan con unos y otros seguidores.

Puede parecer una integración complicada, pero ya todos -o casi todos- los partidos rinden tributo a ambos sistemas organizativos. Bien es cierto que, generalmente, los partidos antiguos han incorporado los nuevos procedimientos de manera un tanto adjetiva, artificial. En cuanto a los partidos -agrupaciones de electores o como quieran denominarse- que se han venido creando en los años más recientes, su tributo a las estructuras pesadas de las viejas organizaciones parece algo distante, cuando no indiferente, salvo cuando son llamados a activar esos procedimientos exigidos por las circunstancias electorales.

El modelo de partidos estadounidense, ligero de armazón organizativa, se convierte así en una referencia que podría integrar ambos modelos (el del siglo XX y el del XXI). Bien es cierto que los males de la polarización política, y su consecuencia en la ausencia de colaboración entre sus dos principales formaciones políticas, viene reclamando reiteradamente en diversos sectores de opinión la creación de un tercer partido.

No hay, desde luego, en este tiempo reencontrado de la vida de los partidos soluciones definitivas. En especial en este mundo posmoderno, de inmediatez en la respuesta, de la confusión y de lo difuso. Aunque lo más probable es que las estructuras sólidas, las certidumbres ideológicas y quienes se afanan en la recuperación del clasicismo, parecen efluvios de un parque jurásico en peligro cierto de extinción. ¿Por cuánto tiempo? Nadie lo sabe.

cookie solution