sábado, 21 de diciembre de 2013

De la irrelevancia de España y otras consideraciones


La irrelevancia de España en el ámbito internacional empieza a ser un lugar común en los comentarios de los expertos. Ya se mire hacia el resto de Europa donde, una vez renovado el Consejo del Banco Central (BCE), sólo queda como dignatario importante a escala de Union Europea el tan denostado —y no siempre con justicia, por cierto— Joaquín Almunia; o nuestra atención se vuelque hacia otros lugares del mundo, por ejemplo, hacia sudamérica, donde la última y reciente cumbre ha pasado de nuevo sin pena ni gloria... lo cierto es que España no cuenta en el escenario internacional.

El actual gobierno ha reducido nuestra acción exterior a la promoción de la Marca España, una operación que se dice ha convertido a nuestro servicio diplomático en una suerte de departamento comercial encargado de la venta de productos nacionales y en el que los los objetivos no son ya los de influir o realizar informes útiles sobre la situación del país en el que se asienta nuestra correspondiente representación, sino la cantidad de automóviles, lavadoras o productos alimentarios que se consumen en esos mercados.

Nada tengo, sin embargo, en contra de la promoción de nuestros productos en el exterior. Hace ya algún tiempo, el embajador de Brasil en Madrid me comentaba que a España no se le conoce en este ámbito más que por el jamón y el aceite de oliva. Y que no le ocurre como a Italia, por poner el ejemplo que planteaba el embajador, cuya oferta es bastante más amplia. La Marca España no debería constituirse en sinónimo de la acción exterior de nuestro país

Quizás deberíamos haber empezado por otro lado. Por el idioma por ejemplo. El español es una lengua que, según el Instituto Cervantes, es hablada por más de 500.000.0000 de personas en el mundo; a pesar de que, de manera bastante estúpida, la estemos arrinconando en nuestro propio país, a fuerza de reducirla en los colegios a idioma de segunda clase en las Comunidades Autónomas en las que convive —¿malvive?— con otras lenguas más o menos autóctonas o más o menos inventadas.

Otros países han obtenido de sus idiomas una proyección internacional más que indiscutible. Los franceses, con su red de liceos a lo largo de todo el mundo, han conseguido exportar un cierto modelo cultural de calidad que nadie pone en duda; los alemanes también; por no hablar del verdadero esperanto de los tiempo actuales, que es el inglés, con los colegios americanos o el prestigioso mundo cultural británico.

Porque no se trata solamente de las personas que hablan el español. También de las que quieren aprenderlo. ¿Qué está pasando con los institutos Cervantes desplegados a lo largo del mundo? ¿han conseguido aguantar la correspondiente tasa de recortes que las tijeras del ministro Montoro han adjudicado en casi todas las direcciones, no en cuanto a la clase política se refiere, desde luego? La respuesta es clara: no. Su presupuesto para el año 2014 decrece más de un 3% respecto del año en el que se escriben estas líneas.

Creo con sinceridad que se trata de una política equivocada: el idioma es el instrumento que permite a los empresarios ofrecer sus productos y servicios a lo largo del mundo, a los hombres de la cultura presentar sus trabajos, a la inteligencia —cuando la hay, claro— expresarse... 
Por lo que la Marca España debería empezar por el idioma español y continuar por todo lo demás.

Claro que, volviendo a la primera idea de este post, la irrelevancia de nuestro país es consecuencia de nuestra debilidad, y la peor de las debilidades es la que se asume como propia, más allá de las circunstancias sustantivas que padezcamos. O dicho de otro modo, somos más débiles, y por lo tanto más irrelevantes, cuanto más nos hundimos en el pozo de nuestra debilidad, considerando que de este no podremos salir hasta que alguien tire de nosotros, ergo, nos rescate.

Y esta, poco más o menos, es la tragedia de esta España actual: que estamos mal, pero no queremos mejorar, simplemente porque no ponemos los remedios para hacerlo.

¡Felices fiestas, lectores y lectoras!

domingo, 15 de diciembre de 2013

Elecciones en Venezuela


Han tardado algún tiempo las autoridades electorales venezolanas en publicar los resultados de los últimos comicios celebrados en ese país hispanoamericano. Unos resultados que han producido sentimientos contrapuestos, de alegría y de congoja, ambos mezclados, en el gobierno de Maduro y en la oposición de la MUD. Planteadas por esta última como un plebiscito respecto de las medidas que —de manera específica en el ámbito económico, pero también en el político— había tomado Maduro, el resultado no ha sido todo lo magnífico que unos y otros esperaban. Los socialistas oficialistas han obtenido el 49% de las 335 municipalidades en juego y algo menos de 4.600.000 votos; la oposición de la Mesa consigue el 42% de las alcaldías y algo menos de 4.300.000 sufragios, pero también las más importantes ciudades.

Convendría hacer alguna reflexión sobre el asunto.

La primera tiene que ver con la participación, que no ha alcanzado el 60% por algo más de un punto. Lo que significa que la oposición no ha conseguido movilizar a su electorado, hecho de no poca importancia cuando las presentaron como elecciones plebiscitarias.

La segunda, con la naturaleza de estas elecciones. Las locales son convocatorias en las que la política desempeña un papel solo relativo, en especial la gran política, la nacional. Claro que habrá quien me recuerde que las municipales españolas de 1931 trajeron la república, pero no me negarán que, por lo común, este tipo de elecciones son las más despolitizadas de las que existen en los procesos democráticos. Hay un dicho español que afirma: en generales se vota a los partidos nacionales, en autonómicas a los regionales y en municipales a los candidatos a alcalde. Algo parecido ha ocurrido en estas.

Únase a la explicación anterior el hecho de que en las municipalidades más pequeñas, en especial las rurales, el chavismo ha dispuesto de mayor capacidad de control y de intimidación que en las grandes ciudades, en las que se ha producido un avance significativo de la MUD.

La cuarta idea es que la estrategia de Maduro, consistente en un saqueo controlado de los comercios, ha funcionado. Las medidas populistas pueden tener la desventaja de que no se asocian a planteamientos de ninguna ortodoxia en su dimensión económica o política, pero resultan inteligibles para los ciudadanos.

La última, que la oferta de medios de comunicación no es más libre en Venezuela con el paso del tiempo y del azote del bolivarismo, sino al contrario. Globovisión vendida al poder económico chavista, lo mismo que otros medios otrora libres. La contienda electoral no ha sido —no lo ha sido nunca en los tiempos actuales revolucionarios— igualitaria. Es muy difícil el ejercicio de la política en estas condiciones.

Sirva esto para explicar la apretada victoria o la corta derrota —según se vea— de Maduro y de la MUD. Lo cierto es que la tendencia del gobierno venezolano de olvidarse de las reglas de la economía de mercado deberá conducirle, más pronto que tarde, a la decisión definitiva: abolir la Constitución —que es, por cierto, el camino emprendido por Maduro con su famosa Ley Habilitante—, implantando un régimen de dictadura social-populista o rendirse ante la evidencia de que sus políticas económicas sólo llevan al empobrecimiento de un país desabastecido y desorientado en tanto hace largas colas frente a los supermercados. Una evidencia que le llevaría a la pérdida del poder y al restablecimiento de la democracia en ese país.

Con seguridad, la oposición sabrá obtener una lección de esta convocatoria; y pronto, pues la natural tendencia del régimen le lleva más a prescindir de elecciones que a convocarlas. Lo que sí está claro es que la deriva dictatorial del chavismo está también inficionada de corrupción. Las conexiones denunciadas por la periodista Emili Blasco entre el socialismo de Maduro y las FARC, convirtiendo a Venezuela en un inmenso almacén en el que entra y del que sale la droga con destino a Europa, nos muestra el verdadero rostro se un régimen que, amparándose en el populismo, sólo sabe enriquecerse y arruinar a sus conciudadanos. El capitalismo bolivariano está hecho de contrabando ilegal y de perversas compañías.

Una mafia más, una cosa nostra que no podemos por menos que denunciar.

martes, 3 de diciembre de 2013

¿Cuándo se jodió España?


La intervención de Rosa Díez en los desayunos de trabajo del foro Europa que se produjo el mismo día en que se escriben estas líneas, se hacía la pregunta que ronda a lo largo de la novela Conversación en la Catedral del escritor peruano y español, Mario Vargas Llosa. Una pregunta que se refería en este caso a su país de origen: ¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?

¿Y cuándo ocurrió eso, en que momento se estropeó la democracia española? 

Porque nuestra Constitución —de la que en estos días se cumplen sus 35 años de historia— bien puede considerarse razonable en términos democráticos. Otra cosa muy diferente habría de predicarse respecto de su desarrollo. ¿Cuándo se quebró la letra o el espíritu de nuestra Carta Magna? 

Podía ser en 1985, cuando Alfonso Guerra proclamara a los cuatro vientos que Montesquieu ha muerto, para justificar el saqueo político a la independencia del poder judicial. Las politización de la justicia, que ha tomado carta de naturaleza desde entonces y que han mantenido sin variación los sucesivos gobiernos socialistas y populares, que han contado en diversas ocasiones con mayoría absoluta para retornar a un sistema respetuoso con la independencia del poder judicial. 

Pudo ocurrir también en cualquier momento de la democracia, cuando los partidos políticos invadieron la gestión de las Cajas de Ahorros o colonizaron los organismos reguladores, subvirtiendo las finalidades de unas y otros. 

Se estropearía seguramente también la democracia cuando Jose María Aznar, para ser elegido presidente, entregó las competencias de educación y sanidad a las comunidades autónomas o diversos tramos del IRPF. Es posible que nuestro Perú particular se fuera al carajo cuando este mismo presidente apoyaba la entrada de España en Irak sin contar con el respaldo de la legalidad internacional, residenciada en las NNUU.

No le hizo, por cierto, un gran servicio a la democracia española, el presiente Zapatero, cuando lanzaba a los cuatro vientos la idea de los Estatutos de Segunda Generación, o cuando anunció a bombo y platillo, que cualquier propuesta de modificación del Estatut que saliera de la Asamblea sería apoyada por él sin reservas. 

La democracia española vivió y padeció durante demasiado tiempo el terrorismo etarra, pero también padeció y vivió los tristes y recurrentes episodios de la negociación con ETA. La hoja de ruta trazada por el presidente Zapatero ha sido seguida sin lugar a dudas por el actual presidente Rajoy. Fueron heridas provocadas por estos partidos viejos a la democracia que, por desgracia, hoy continúan sangrando a borbotones.

O cuando gobierno y oposición decidieron, sin luz y sin taquígrafos, modificar la Constitución en el final del gobierno Zapatero

Se jodió España —se está jodiendo— cuando a la ofensiva soberanista del nacionalismo catalán no se le está oponiendo la política de las letras mayúsculas y sí el vergonzoso silencio de un gobierno ineficaz y pusilánime. Mucho antes se estropeó cuando uno y otro partido decidieron gobernar con el apoyo de los nacionalistas, entregando a cambio jirones de soberanía nacional, en lugar de establecer un cortafuegos que impidiera que brotara el gran incendio que hoy nos está abrasando. 

Y mucho antes se fastidió la cosa cuando los partidos nacionales emularon a los nacionalistas, creando miniestados en todas y cada una de las Comunidades Autónomas, haciendo trizas al Estado, que ya no es casa común de todos los españoles, sencillamente porque apenas sí es Estado. En cada uno de esos momentos —y quizás también en otros— se nos fue al carajo la democracia.

¿Seremos capaces de recuperarla? Algunos lo estamos intentando
cookie solution