sábado, 25 de septiembre de 2021

Javier Perote, «in memoriam»


El coronel Perote se nos ha marchado. Y es fácil suponer que al cierre de su paso por la vida nos vuelvan los recuerdos. Y le veo en las manifestaciones pro-saharauis, jaleando los slogans que apelan invariablemente a la responsabilidad española y a la culpabilidad marroquí en el vergonzoso abandono por nuestro país de un pueblo que sigue luchando por elegir su destino en libertad.

Porque Javier Perote no podría separarse en mis recuerdos de la causa saharaui. Ya sé que es palabra, «causa», como la de «misión», constituyen expresiones antiguas, seguramente desfasadas y pasadas de moda; pero evocan cuestiones que comprometen más allá de la contingencia de los sucesos inmediatos, modernos o post-modernos, que se escapan con la facilidad con que se pierde el agua que procuramos contener en la palma de las manos.

Y fue precisamente en un bar contiguo a la vieja sede de la Delegación Saharaui en Madrid, en una calle contigua a la de Atocha, cuando nos esperaba Javier a Carlos Martínez Gorriarán y a mí para introducirnos al Delegado Bucharaya, que cuando se escriben estas líneas es Primer Ministro de la RASD, y ante todo gran amigo.

Perote nos habló entonces de lo que sentían sus compañeros saharauis. Porque él no era de esos que te confunden con la elocuencia de los datos, de los precedentes jurídicos o de las resoluciones de la ONU -imprescindibles, por otra parte-. El coronel Perote se expresaba siempre desde el corazón al que conectaba sin interruptor posible su pensamiento. Y ahora, muchos años después, pienso que esa es una buena guía para recorrer los caminos: avanzar sabiendo que lo que emprendes es justo, aunque todo -o casi todo- en tu derredor te advierta de que lo prudente es lo contrario, que esa es una causa perdida, que es inútil tu esfuerzo o, peor aún, que trabajar por ella es hacerlo en contra de tu país.

Javier figuraba en ese elenco de grandes personas que pude conocer en ese mundo del apoyo a los saharauis que formaban en el equipo internacional de UPyD al que me correspondió dirigir: Ana Camacho, Carlos Rey, Antonio de Torre -Antuán-, el también coronel Diego Camacho, Eduardo Trillo y otros. Un equipo con el que compusimos un grupo conexo al de Internacional de ese partido que analizaba con periodicidad frecuente la evolución de lo que ocurría en el Magreb y mantenía contactos con los saharauis.

Pero ocurre que el asunto del Sáhara se parece bastante a una piedra en el zapato para los partidos nuevos cuando estos se van transformando en aparatos políticos que pretenden solamente el ejercicio del poder. La razón de Estado, la prudencia política, el acomodo a las circunstancias… conllevan el desvestimiento de los ropajes idealistas para disfrazarse de pragmatismo, que al cabo se convierte en vestimenta definitiva e irrenunciable.

Y eso Perote no lo entendía, En Javier siempre encontré la lealtad de un hombre insobornable a cualquier componenda o desviación; la terquedad y la obstinación, junto a la rectitud y la claridad. Acudir a él, siempre con la expresión afable y los brazos abiertos, era darte de bruces con la verdad a, veces dura, pero carente de doblez. Militar y demócrata, miembro de la antifranquista UMD, gran español y magnífica persona.

En alguna ocasión sugerí a Perote que escribiera sus memorias, que lo hiciera siguiendo el cauce proustiano que desenvuelve el hilo de la evocación de sus recuerdos. No era a mi juicio necesario que lo hiciera de manera cronológica, porque el tiempo en la vida no existe de la misma manera que en los recuerdos. La vida va y vuelve, y permanece, como la memoria que nos queda de Javier; que no escribió sus memorias, porque quizás sus recuerdos eran demasiado vivos, demasiado sentidos, como para distanciarse de ellos y verterlos sobre un papel.

El PNV quiere retrasar el reloj de la historia

Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 24 de septiembre de 2021

Bajan revueltas las aguas en esta España desgobernada y desorientada, ansiosa por recuperar la normalidad e inquieta al mismo tiempo por lo que observa como el nuevo paisaje urbano de tiendas y bares cerrados o traspasados que está dejando tras de sí la pandemia. Y en estas circunstancias son algunos expertos pescadores los que se llevan los beneficios, según asegura el refrán.

El PNV ha sido en los últimos tiempos un partido experimentado en obtener retribución de las circunstancias tumultuosas. Lo hacía en los tiempos ominosos del terrorismo etarra, cuando se proponía a sí mismo como la solución al problema (y sin embargo no era sino parte del mismo), o como la alternativa al caos que irremediablemente sobrevendría si ellos fracasaban: un país sin ley ni orden, más allá de los impuestos por las bombas de los etarras, que no era de hecho ya sino moneda corriente en buena parte de la Euskadi rural.

Se trataba de beneficios cortos, aparentemente, aunque cuantiosos por su abundante frecuencia. Hoy una de cupo, mañana otra de ingreso mínimo vital, pasado las prisiones… todo con el objetivo de afianzar la llamada soberanía vasca y desterrar la de España al baúl de sus peores recuerdos.

Pero el discurso del Lehendakari en el Parlamento Vasco del pasado 16 de septiembre, ha definido los objetivos del PNV para el futuro Estatuto: recuperar la soberanía anterior al año 1839, con ello -aseguró- se resolvería el “problema vasco”.

Habrá que empezar por decir que el tantas veces proclamado por los nacionalistas como “problema vasco” lo es más de ellos que de los vascos, incluso de sus propios votantes, que mayoritariamente eligen a su partido porque es “de aquí” -o sea, del País Vasco-, y “siendo de aquí” gestionará mejor nuestros asuntos que “los de allá”, vale decir, los partidos españoles. Construido el artificio, el mecanismo funciona a pesar de que la pretendida “mejor gestión por el PNV” sólo se debe al cuantioso volumen de los ingresos recibidos por las haciendas de las Diputaciones vascas como consecuencia del cálculo distorsionado del cupo, que según el economista de FEDEA, Ángel de la Fuente, ha rebajado la contribución vasca a los gastos del Estado en 2.800 millones de euros en 2002 y en casi 4.500 millones en 2007, lo que supone respectivamente un 6,23% y un 6,88% del PIB del País Vasco.

La historia da muchas vueltas. Y en este punto del relato del autogobierno del País Vasco, bastantes. Empezando con el “Gibraltar vaticanista”, la definición que el líder socialista Indalecio Prieto hacía de la Euskadi que resultaría del Estatuto nacionalista-carlista de Estella a principios de la II República, antes de concederlo el mismo Indalecio Prieto al PNV a cambio de su participación en la guerra civil en apoyo al gobierno republicano. Más recientemente, recuerdo la afirmación de Xabier Arzallus, presidente del partido nacionalista, a su senador Unzueta, en tiempos de la transición a la democracia, de darse por satisfecho con que sólo pudiera devolvérseles el Estatuto del ‘36 -según me refería el propio Unzueta-, y que se encontraría con la singular respuesta de Adolfo Suárez, quien -según me contaba Pérez Llorca- decía a sus colaboradores que “a los nacionalistas había que desbordarles”, esto es, darles más de lo que pedían. Y más cerca aún de nuestros días la propuesta del Lehendakari -conocida como “Plan Ibarretxe”- aprobado en 2004 por el Parlamentario Vasco, que reclamaba que Euskadi fuera un Estado libre asociado a España como lo es Puerto Rico respecto de los Estados Unidos; una idea, por cierto, que no por resultar menos peregrina no dejaba de tener cierta inserción en la realidad política conocida en el nivel global.

Pero volver el reloj de la historia al tiempo anterior a 1839, año de la conclusión de la primera guerra carlista, supone volver a un momento histórico irreconocible con la sociedad actual. Equivale a remontarse a un mundo rural -por lo de escasamente urbano-, pre-industrial -ahora que estamos viviendo en una sociedad tecnológica-. Y exige además moverse en un ámbito que los políticos o sociólogos no serían capaces de describir, y apenas algunos historiadores podrían explicar.

La soberanía anterior a 1839 es una especie de OVNI -objeto no identificado- en nuestro proceso histórico, del que siquiera conocemos algunos episodios como los de los curas trabucaires, las aldeas sin luz artificial y las boñigas de las vacas tapizando las vías de comunicación; o la naciente mesocracia haciéndose fuerte en villas y ciudades y luchando contra la imposición de portazgos y pontazgos a la exportación o importación de sus mercaderías… todo ello difícilmente asimilable, como se intuye, con la Europa que estamos construyendo aún no concluida la desastrosa pandemia del Covid-19.

El político e historiador Gregorio Balparda -diputado liberal por la Liga de Acción Monárquica bilbaina y adscrito a la minoría parlamentaria de Santiago Alba- que dedicó muchas horas al estudio de la historia vasca a lo largo del Antiguo Régimen, aburrido ante el piélago de excepciones, regulaciones y privilegios que se producían en las tierras vascas -y en las demás- en las épocas previas a la industrialización, pensaría que todo lo que había de rescatable de los pasados tiempos, esto es,“las libertades vascas” estaban en la Constitución. Y no se refería Balparda a la Carta Magna democrática de 1978, sino a la per-democrática de 1876, que sancionaba una soberanía compartida entre las Cortes y el Rey.

Prieto dijo también que temía más al nacionalismo por reaccionario que por nacionalista. Quizás debamos volver a esa reflexión a partir de la nueva iniciativa que nos preparan los “jelkides” -líderes del PNV-. No en vano, todavía las siglas de este partido en eusquera son “JEL”, Jaungoikoa -Dios- “eta Lege Zarrak” -Leyes Viejas-. Es decir, el retorno a las esencias.

Pero “don Inda” ya no está entre nosotros, y no parece que su recuerdo se haya reencarnado tampoco entre los actuales dirigentes socialistas; de modo que será bueno que nos preparemos para retrasar algunos años nuestros relojes, ingresar en el túnel del tiempo que nos proponen los peneuvistas y observar lo que ocurría antes de 1839. Seguramente que podríamos contar con los dedos de una mano -y nos sobrarán- los que se encuentren mejor que hoy en día en esa bucólica Euskadi que nos anuncia Íñigo Urkullu.

martes, 14 de septiembre de 2021

El extraño caso del presidente en busca de un nuevo himno y de una nueva bandera

Publicado originalmente en El Imparcial el lunes 13 de septiebre de 2021

Escribía en 1962 el político y periodista del PSOE, Luis Araquistain, que “los Estados se hunden por revolución o por desintegración interna. Mientras llega la coyuntura revolucionaria, y puede no serlo pese a las apariencias, queda la otra alternativa: una política de desintegración. La desintegración puede ser obra de los adversarios del régimen, y puede ser, también, obra del régimen mismo. La historia está llena de casos de pueblos vencidos y conquistados que, desde dentro, silenciosamente, obligan al Estado de fuerza a transformarse en un Estado de Derecho o desintegran poco a poco su superestructura, que un día, súbitamente se viene a tierra”.

El político socialista autor de la cita, que estuvo adscrito al llamado sector caballerista -por Largo Caballero- de su partido, y que se había socializado, según el historiador Roberto Villa, en movimientos que ligaban la modernidad a rupturas políticas que se definían como una “necesidad histórica”, situaba su reflexión, como es notorio, en una perspectiva revolucionaria, la que formularía el enemigo de un régimen al que se pretende combatir desde fuera del mismo; pero contando, al mismo tiempo, con los colaboradores internos para su degradación. Seguramente no supondría Araquistain que sus palabras de 1962 podrían aplicarse un día a los dirigentes del partido en el que él mismo militara y, en especial, al secretario general del PSOE y presidente del Gobierno español. ¿Qué sentido tiene -pensaría seguramente el viejo socialista- acabar con el sistema que precisamente nos permite gobernar?

Sin embargo, nos ha acontecido que, parafraseando lo dicho respecto del rival electoral del presidente Lincoln, Mr. Chase, si Pedro Sánchez fuera cristiano se creería sin duda la cuarta persona de la Santísima Trinidad. Apoyado por una extraña coalición de populistas-comunistas, independentistas y nacionalistas, todos los cuales unidos en su obsesión por destruir nuestro modelo de convivencia, Sánchez se aplica con obstinación en ponerle letra al himno que ya vienen tatareando sus actuales socios y que bien podría llevar por título, “¡Abajo el régimen del ‘78!”.

Y la letra cuenta, al menos, con tres estrofas: la primera -la que más conviene al personaje- es la de erigirse él mismo en “deus ex máquina” del nuevo régimen, para ello se encumbra por encima de todos los demás protagonistas del arco político, sean éstos ministros leales -a quienes cesa de manera inmisericorde-, dirigentes de la oposición -a quienes utiliza, ningunea o adjudica posiciones ideológicas a su conveniencia- y, desde luego, al Rey, a quien margina del escenario hasta convertirlo en una figura irrelevante.

El segundo verso de su nuevo canto se refiere a la deconstrucción de España consistente en una adición de modelos de bilateralidad -Cataluña y el País Vasco- y multilateralidad -las demás Comunidades Autónomas, por ahora-, y que sancionará el próximo congreso socialista con la apuesta por un Estado multi-nivel, que se definiría ya en los versos de la no-España o las Españas desunidas cuando no enfrentadas.

El guiño a la nueva moda de las políticas de identidad y social-populistas sería el tercer fragmento de la marcha-cántico sanchista, sin perjuicio de que estos programas contradigan los principios clásicos igualitarios reclamados por el socialismo, desde que éste fuera fundado por quienes aún luchaban por la dignidad de la clase trabajadora. La estrofa del identitarismo expresaría algo así como que si perteneces a un grupo diferenciado de los demás eres alguien, y si no estás en eso más vale que te integres en alguno de los rebaños -de los colectivos, perdón- ya configurados.

La nueva bandera de esa España redescubierta por el sanchismo, debería sustituir los símbolos de la Corona y los colores rojigualdos por las enseñas de las nacionalidades -ahora devenidas en naciones- y de las regiones -ahora nacionalidades o naciones, según la opinión de sus cacicatos dirigentes-. A estos símbolos se añadirían las tonalidades LGTBI o algunas asociadas con el ‘black lives matter’ o el ‘me too’, dicho sea con todos mis respetos a sus diferentes identificaciones y posiciones políticas o ideológicas. Esa bandera “collage” constituiría una auténtica novedad y pondría a nuestro país a la cabeza del progresismo mundial, adicionante de todas las causas modernas y paladín de minorías que, sumadas todas, ofrecerían cabal idea de lo que ha devenido en ser España.

Pero la repetición -extenuante- de la primera estrofa, convertida en inexcusable estribillo, del epinicio de Pedro Sánchez consiste en una loa a su persona, autor y factor imprescindible de este cambio, aunque ni siquiera sea él responsable de la mutación de timón; tengo para mí que si tuviera que responder a la pregunta que Vargas Llosa hacía en “Conversación en la catedral”, pero en versión española, sobre el momento en que se… “estropeó” (¿definitivamente?) nuestro país, contestaría que fue cuando Zapatero decidió en 2004 que “el concepto de nación es discutido y discutible”, a la vez que su partido ampliaba el espacio de la bilateralidad, hasta entonces reservado a los ámbitos fiscales de las provincias vascas y de Navarra.

La desintegración, evocada en su día por Araquistain, y perpetrada ahora por esta nueva generación del socialismo post-español, está poniendo en crisis los cimientos de un orden constitucional que se asentaba sobre un modelo de convivencia que, muchos aún, considerábamos -y consideramos- pertinente; un orden del que el PSOE era uno de sus esenciales valedores. Sólo nos queda poner en valor la vigencia del texto constitucional a la espera de que algún día una nueva izquierda recupere la cordura y retorne al espacio de la concordia, olvidando su itinerante nomadismo. Pero más nos vale que no esperemos que se produzca el milagro.

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