jueves, 27 de febrero de 2014

Una reflexión sobre Ucrania



De todos los países que obtuvieron su independencia respecto de la antigua Unión Soviética, Ucrania era la más rica. Tenía por lo tanto todas las razones posibles para prosperar. Pero no hizo uso de su nueva condición de nación soberana para transformarse en un Estado moderno, las elites de Ucrania usaron ese nuevo poder para someter a un verdadero saqueo a su país.

La verdad es que Ucrania son dos países: la del este industrializado y Crimea —que, a decir de algunos, un rapto dipsomaníaco de vodka de Stalin agregara a Ucrania—  que habla ruso, y el Occidente nacionalista que formara parte de Austria-Hungría y de Polonia hasta que fue anexionada por el mismo Stalin. Sólo Kiev sería la capital de ese Estado bifronte por todos reconocida.

Lo que la historia nos cuenta es el debate entre una Ucrania que pretendía orientarse hacia el modelo europeo —con limitaciones de todo tipo, aún las tragicómicas de Julia Tymoshenko— o a compartir la alternativa de la corrupción rusa de Yanukóvich. La UE llegaría a apostar por este último, ofreciéndole un tratado de libre comercio, con la pretensión de acercarlo a Europa, pero que sería utilizado por el anterior presidente para reforzar su posición respecto de Rusia. 

La historia siguiente se parece a la escalada prevista por la teoría acción-represión-acción; los estudiantes salieron a la calle, el régimen fue a por ellos y los manifestantes inundaron la plaza de la Independencia. Ese espacio de la plaza Maidan se transformaría en el espíritu de la nación, ondeaba su bandera, se cantaba su himno y tanto gobierno como oposición veían negada su legitimidad. El ejecutivo siguió la estrategia errónea y los ánimos, si cabía, se enervaron aún más. Yanukovych replegaría velas y los manifestantes creyeron llegada su hora definitiva. Temeroso del contagio ucraniano, el Kremlin ofreció líneas de crédito a ese país. 

Y es que Putin observa a Ucrania como si fuera un país inexistente, que pertenecía a Rusia y que debería seguir formando parte de su esfera de influencia.

A pesar de Rusia, la plaza de Maidán empezaría a cobrarse sus víctimas. El Gobierno, la primera. Pero ese recinto seguiría conservando, no solo la independencia de su nombre, sino también la capacidad de aceptar o rechazar las decisiones. Como un nuevo Parlamento popular, la plaza recibe las propuestas del nuevo gobierno y las rechaza o admite.

Rusia no podría —a decir de algunos— incrementar su influencia política a través de sus argumentos venales. Otra cosa ocurre con los medios de comunicación, en manos generalmente de los oligarcas rusos, por cuyo conducto  de la vieja propaganda soviética se repite con la fuerza de un eslógan: fascismo, degeneración homosexual, pederastia... de modo que los «valores putinianos» vienen a convertirse en el retrogradismo puritano de otros tiempos.

Lo que pasa es que Rusia, después de unos años de aparente retirada —más bien estratégica que otra cosa— ha vuelto por donde acostumbraba. El caso de Siria nos puso sobre aviso, Obama no pudo poner en marcha su arriesgada ofensiva y debió pactar una solución que las conversaciones de Ginebra II han demostrado —cuando menos— poco operativa. Hoy se trata de mantener, a la manera del viejo cordón de seguridad soviético heredado de la Rusia de los zares, un espacio de contención y de influencia que le separe de posibles contagios occidentales. Ucrania se habría transformado así en un eslabón de la cadena de influencias rusas, en un nuevo rompeolas en el que deberían estallar todas las malas influencias.

Es todavía pronto para hacer pronósticos. Pero Europa deberá poner su atención en Ucrania, en la libertad de sus ciudadanos y en nuestra propia seguridad. Si Rusia ha vuelto —y lo está haciendo— lo que tenemos entre manos es una nueva amenaza.

lunes, 24 de febrero de 2014

Martes por la tarde



El martes pasado, tras una petición urgente de la ONG polaca, Open Dialog, me reuní con la esposa del disidente kazako Mukhtar Ablyazov. Desde su, en apariencia, frágil figura, Alma Shalabayeva, me cuenta su historia. Su rocambolesca detención por mediación de Interpol en Italia, en la que intervinieron más de 30 agentes especiales de policía; la deportación a su país de origen junto con su hija de 6 años en el plazo de 72 horas; su viaje a Kazajastán, en un jet privado fletado por la embajada de ese país, en un caso que conmocionó a la opinión pública italiana y provocó la dimisión del jefe de gabinete del Ministro del Interior; su libertad vigilada en su casa de Almaty; sus cuestiones con la justicia de su país y su regreso a Roma, gracias a los esfuerzos diplomáticos realizados por el gobierno italiano, en el que esa infatigable luchadora por los Derechos Humanos que es Emma Bonino dirigía la cartera de exterior.

Pero Alma Shalabayeva no venía a hablarme sólo de ella. Sino de Alexander Pavlov, el escolta de su marido que se encuentra a la espera de ser extraditado por el Gobierno español a Kazajastán, donde le esperan la tortura y un régimen en el que al término justicia sólo le queda de tal la palabra. Me enseña fotografías con casos de malos tratos infligidos contra militantes de la organización que lidera su marido y me pide que hagamos cuanto podamos para evitar su extradición. Me dicen —ella y sus acompañantes de Open Dialog— que nuestro gobierno aceptaría una misión de la OSCE como garantía de que a Pavlov se le van a respetar sus derechos básicos. Poca garantía es esa, pienso. (En el momento en el que escribo estas líneas, la Audiencia Nacional parece haber frenado la extradición, precisamente por ese temor a la práctica de torturas contra el disidente).

Luego acudo a la convocatoria de diversos grupos de venezolanos que se concentran en la Plaza de Colón. Saludo a Williams Cárdenas, amigo ya, de vernos en actos de este tipo y uno de mis principales informantes acerca de la situación que vive su país. No encuentro entre los participantes a Mariale Mikelson —aunque luego me escribe por Facebook, agradeciendo nuestra presencia— y conozco a Alberto Pérez, que me informa de la detención de Leopoldo López, y que esta va a ser ya un antes y un después en la situación que está padeciendo Venezuela. También me pide que después, en las intervenciones que van a tener lugar, salude a la gente congregada.

Un joven tocado con la gorra que ya ha hecho famosa el líder de la MUD, Capriles, me saluda y me dice:
- No he podido evitar darme cuenta de que usted es de UPyD. Sólo quería desearle mucha suerte en las europeas.
Le agradezco el gesto.

Unas chicas sonrientes gritan: «¡Que no, que no, que no me da la gana, una dictadura, como la cubana» y más adelante, otro grupo, anuncia que el gobierno —y el régimen— «se va a caer». La concentración tiene el aspecto festivo de todas las que organizan esas gentes que quieren hacer algo, desde aquí, por la libertad de su país.

Y yo me pregunto, antes de intervenir y animar a esos jóvenes a que prosigan con su lucha, si el título de este blog —la posibilidad de un mundo más libre— es algo irreversible. Y no, los acontecimientos de Venezuela, el régimen kazajo que tortura a los disidentes y las pavorosas imágenes que nos dejan los informativos sobre Kiev —solo por poner algún ejemplo— me confirman que esa duda sólo se resuelve en la lucha permanente por la libertad.

Así que les digo que la libertad no es divisible y que su libertad, la de Venezuela, pero también la de otros países, de otros ciudadanos, diría ahora, es la nuestra, y si ellos pierden su libertad también la perdemos nosotros.

Un martes al encuentro con los que luchan en contra de la intolerancia. 

jueves, 13 de febrero de 2014

«No se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo»


La cita es muy conocida y se debe a uno de los presidentes de mayor prestigio que hubo en los EE UU de América, Abraham Lincoln.

La traigo a colación debido a la actitud que tiene el gobierno del PP con Cuba, la «Posición Común» de la Unión Europea y el llamado «Acuerdo de Cooperación» que la diplomacia española viene alentando recientemente en los foros comunitarios.

La Posición Común tiene su origen en un compromiso personal que el entonces candidato a la presidencia del Gobierno español, José María Aznar, hizo público en 1995 junto a personas de la oposición democrática al castrismo, como Carlos Alberto Montaner, y el escritor y Premio Nobel, Mario Vargas Llosa. Dicha idea se plasmaría en diciembre de 1996 por acuerdo de los gobiernos de la Unión y vincularía en adelante las ayudas comunitarias a Cuba al respeto por el régimen de la isla de los derechos humanos.

De todos son conocidos los esfuerzos de los gobiernos de Zapatero (especialmente de su responsable de Exteriores, Moratinos) por modificar la Posición Común, que sin embargo no tuvieron éxito, dada la resistencia de algunos países, especialmente los que habían sufrido apenas hacia unos años el castigo del comunismo.

El nuevo gobierno de Rajoy era, en consecuencia, esperado en la isla y en el exilio, por la disidencia cubana, como una esperanza de persistencia de la línea firme que el PP había mantenido en relación con la política castrista, la que procedía de España de modo singular y la europea en general.

No voy a especular sobre las causas de lo que está pasando ahora. Pero el relato no podría prescindir del accidente (?) que se llevaría por delante al disidente cubano Oswaldo Payá y provocaría la detención del joven militante del PP, Ángel Carromero, por la policía cubana y su posterior juicio-farsa y condena.

Un accidente (?) que, por cierto, no ha sido investigado de manera imparcial e independiente, por más que partidos políticos y organizaciones internacionales de todo tipo lo hayan exigido.

Ahora se presenta un Acuerdo de Cooperación, que suspenderá (podrían decir que cancelará) la Posición Común, una vez adoptado. 

Se trataría no ya de una actitud que vincularía a los Estados de la Unión respecto a la política a seguir en relación con Cuba (de ahí el término, Posición Común), sino de un acuerdo que la Unión firmaría con Cuba (de ahí el término Acuerdo de Cooperación).

«Un acuerdo que tiene como elemento capital el respeto a los Derechos Humanos», según palabras del ministro Margallo recogidas por Europa Press.

¿A qué viene firmar un acuerdo de cooperación, entonces? Si lo que dice la Posición Común es que se deben vincular las ayudas a Cuba al respeto por su régimen de los derechos humanos nada habría que acordar con ese país, simplemente verificar que su cumplimiento no se produce. 

En este sentido, cabe recordar que la Comisión de Derechos Humanos que opera en el interior de la isla bajo la batuta del disidente Elizardo Sánchez, viene denunciando el agravamiento de la actuación represiva a cargo del régimen castrista. Y, si no fuera suficiente con eso, deberíamos referiríamos a las recientes declaraciones del premio Sajarov 2010 del Parlamento Europeo, Guillermo Fariñas, en el sentido de que la a Unión no debería plegarse al «neoestalinismo cubano», modificando la Posición Común.

Si el gobierno de España quiere (como parece claro) modificar la Posición Común mediante un pacto con el régimen cubano, debería decirlo con claridad y transparencia. No vivimos ya en regímenes bajo tutela de antaño (¿o sí?), en los que la información se guardaba bajo llave para el desconocimiento de la ciudadanía. 

«Luz y taquígrafos», y debate. Con un análisis sobre lo que ha supuesto la Posición Común y las políticas a desarrollar en el futuro. En el Parlamento.

Lo que no vale es decir lo contrario de lo que se piensa, con intención de engañar... que es la definición de la mentira. O, dicho de otro modo, proclamar que no se va a cambiar la Posición
Común cuando lo que se pretende es simplemente modificarla por un pacto con los liberticidas: los Castro, naturalmente.

miércoles, 5 de febrero de 2014

La oportunidad


El proyecto europeo ha sido siempre el escenario de tensiones contrapuestas. Los intereses de Estados, partidos y lobbies de todas las consideraciones han pugnado por establecer su propio criterio y la resultante de todos esos pulsos ha sido que nadie perdía absolutamente, con lo que todos ganaban algo. Y así, a trompicones, como los carros que avanzan a duras penas por terrenos dificultosos, el proyecto europeo avanzaba.

Claro que eran épocas en las que todos —o casi todos— los que participaban en este proceso eran partidarios de que siguiera adelante. No ocurre lo mismo ahora. Porque en estos momentos el debate europeo, más allá de su necesaria construcción, se refiere a la necesidad de defender lo que se ha hecho ante quienes sólo pretenden socavarlo.

El populismo se presenta en las elecciones europeas de mayo como la gran preocupación. Es verdad que acude a esta cita con diversos uniformes. Que no es lo mismo el FN francés que el UKIP británico, que la Alternative für Deutschland alemana no dice lo mismo que el PVV holandés... y que su concierto en el próximo Parlamento Europeo no será fácil, por suerte. Pero forzoso será decir que algo se ha hecho mal para que hayamos llegado hasta este punto.

Por ejemplo, se ha pretendido que todas las malas noticias venían de Bruselas, el centro institucional de la Unión por excelencia. Nuestros gobernantes iban a Europa a conseguir no se sabía muy bien qué cosas y volvían de Europa haciendo un particular beneficio de inventario de su gestión: lo bueno se debía a su capacidad negociadora; lo malo, las exigencias que se nos planteaban, eran responsabilidad de la siempre lamentable y omnipresente burocracia de Bruselas.

Hoy para nadie es un secreto que la construcción del euro estuvo mal planificada y peor resuelta. Como una especie de edificio construido sobre el barro, ha amenazado con venirse abajo al primer vendaval. Las soluciones adoptadas para combatir su debilidad, a través de mecanismos como el MEDE que no han sido susceptibles de control político por parte de las instituciones democráticas, no han ayudado precisamente a legitimar sus decisiones, que en muchos casos han comportado dolorosos ajustes en las poblaciones afectadas por los rescates.

La tendencia a que sea el Consejo Europeo, y no el Parlamento y la Comisión, quien está protagonizando las determinaciones que afectan a la construcción —o recreación, porque últimamente se construye poco— de Europa, no ayuda al principio de la representación europea en base a los intereses de sus ciudadanos. Se trata más bien de reforzar el papel de los gobiernos de los Estados más fuertes de la Unión en contra de los más débiles, reforzando la dualidad entre el centro y la periferia y las malas relaciones entre ciudadanos de unas y otras partes de la Unión.

Como respuesta a estos —y otros— problemas, los distintos países europeos han conocido el nacimiento y la proliferación del populismo. Una amplia gama de partidos que sólo podría coincidir en la respuesta anti europea que formulan todos, aunque apenas podrían construir un proyecto común, más allá de la vaga idea que tienen de demoler la Europa que generaciones de europeos hemos ido construyendo a los largo de los siglos, especialmente después de la II Guerra Mundial. Y no todos estos partidos estarían dispuestos a hacerlo en la misma medida, con la misma brutalidad y en todos los aspectos institucionales.

Pero esa desunión —intrínseca a esa pléyade de movimientos populistas— no nos debería tranquilizar. Estarán en el Parlamento Europeo porque están entre nosotros —aunque desde España no los advertimos ya que no los tenemos—. Condicionarán seguramente la constitución de grupos parlamentos después de las elecciones de mayo, tendrán su peso en los debates y marcarán en ellos aspectos insolidarios tan en contra de lo que Europa ha representado a lo largo de estos últimos tiempos.

Por eso, no debemos mirar hacia otro lado. Es preciso que tomemos buena nota de su presencia para reforzar el proyecto europeo y para empujarlo hacia delante. Más allá de las posiciones nacionales —muchas veces nacionalistas— de los Estados, intentado construir una Europa de los ciudadanos.

El auge del populismo, aún comprendiendo sus connotaciones negativas, puede y debe ser una oportunidad para el consenso hacia una nueva ambición europea.
cookie solution