miércoles, 18 de octubre de 2023

La amnistía en la historia

Publicado en El Imparcial, el 17 de octubre de 2023

Parece que el presidente del Gobierno en funciones, y candidato a la investidura, es consciente de que -a pesar de sus repetidas proclamas a la generosidad, y a la cortina de humo con la que pretende presentar lo que no es otra cosa sino las monedas con las que se entregará la Constitución de 1978 a quienes sustentan su pretensión básica en destruirla- no son muchos los que aprecian precisamente ese gesto como una política de estado. Tampoco entre sus votantes. Una encuesta publicada el pasado 8 de octubre por el diario El País señalaba que "un elevado número de ciudadanos —el 48% del total encuestado y el 25% de los votantes del PSOE— se inclina por repetir elecciones", inquietos por el coste democrático que supondría la limpieza de las responsabilidades asumidas por los promotores del proceso independentista.

Sugiere la directora del referido instituto demoscópico que se haga "pedagogía" política de los beneficios de semejante medida de gracia, ya que la batalla del relato la estaría ganando la derecha. Todo es posible en esta “educación perversa”, incluyendo el repertorio de precedentes que, según se ha publicado, se citarán en la propuesta a debatir, provenientes de otros países de nuestro entorno que han utilizado este procedimiento para cerrar algún episodio histórico y encarar una nueva página de su devenir.

Puestos a escudriñar precedentes, y como quiera que la historia española cuenta con algunos supuestos de semejante tenor en los que se ha producido el perdón de algún gobierno, se trataría de bucear en la hagiografía, no tanto para que ésta se exprese, cuanto para que conceda supuestamente la razón a alguno de los contendientes en la liza política actual.

Esta nueva amnistía, de la que Juan Luis Cebrián aventuraba recientemente que podría ser rebautizada como "alivio penal", no encontraría su justificación en el anterior precedente que se acordó por las fuerzas políticas en el año 1977, que contaría con el apoyo de ucedistas y socialistas, sería rechazada por la Alianza Popular de Manuel Fraga, y que fue la primera ley aprobada en la primigenia legislatura democrática.

Y es que la Carta Magna de 1978 -como decía Cánovas de la de 1876- dispone de una especie de "Constitución inmanente", que es el espíritu que informa su texto legal. El valor inherente y previo a la misma no es otro que el del consenso; un valor que se cotiza alto en la nostalgia de lo que un día los españoles supimos hacer inmejorablemente, pero que está más que depreciado en estos tiempos presididos por la polarización política.

No le es útil a Sánchez el precedente del 77, porque esta amnistía de 2023 destierra, y de forma en apariencia definitiva, el acuerdo entre las principales fuerzas políticas, además de desairar el discurso del Rey de 3 de octubre de 2017, dos días después de la ruptura constitucional en la que consistió la cobarde declaración de independencia y la no menos acoquinada actitud del presidente de la Generalidad, que huía de España en el maletero de un coche, dejando el título de "Honorable" en ridículo, y cancelado hasta que alguien -no veo quién- restaure su dignidad perdida.

Y ya que me refería a Cánovas y a la Constitución de 1876, conviene reseñar que a lo largo del reinado de Alfonso XIII se produjeron cinco supuestos de amnistía: el de 1906 -gobierno del liberal Moret, una medida de gracia que no sería integral, ya que no extinguiría las responsabilidades civiles de los condenados por delitos de opinión-; la de 1909 -gobierno del conservador Maura, que tampoco sería total, pues no incluía los delitos de injuria y calumnia, ni la responsabilidad civil-; la amnistía de 1914 -gobierno conservador de Dato, que tenía por objeto perdonar a los obreros huelguistas, y que tampoco afectaría a los delitos de injuria y calumnia-; la de 1916 -gobierno del Conde de Romanones, liberal, que además de a los huelguistas amparó a los condenados y procesados por los delitos de sedición y rebelión, conmutando las penas de reclusión perpetua por las de extrañamiento, confinamiento o destierro-; la de 1918 -otro gobierno Maura, que vino a perdonar los delitos cometidos durante la revolución de 1917, cuyos organizadores habían sido condenados a cadena perpetua, ademas de a los prófugos y desertores de la campaña de África-. Quedaría para completar las medidas de gracia adoptadas por los gobiernos de Alfonso XIII, la del general Berenguer, en 1930, a la conclusión de la dictadura del presidente del Directorio, Primo de Rivera, para amnistiar los delitos cometidos durante este periodo, excluyendo también los derivados de injurias y calumnias.

Prescindiendo de la amnistía de 1930, situada ya en los estertores de la Monarquía de 1876, las restantes serían plenamente constitucionales y contarían con la aquiescencia de los dos grandes partidos -conservador y liberal-. De modo singular, el presidido por don Antonio Maura en 1918, que sería denominado como "gobierno de concentración", ya que formarían parte en el mismo todas las fuerzas políticas del sistema, incluidas las regionalistas de Cambó.

La Segunda República conoció tres leyes de amnistía: la primera, el mismo día 14 de abril, fecha en la que se proclamaría el nuevo régimen; aprobada la Constitución, que admitía este tipo de medidas de gracia, se produjeron la de abril de 1934 -gobierno del radical Lerroux, con presencia de la CEDA, para perdonar a los sublevados de la "Sanjurjada", y que también tendría carácter fiscal-; y la de febrero de 1936, aprobada sólo cinco días después de la victoria del Frente Popular, que condonó los sucesos de la llamada “revolución de Asturias”.

Parece ocioso advertir que las disposiciones de perdón adoptadas en la época de la Segunda República carecieron del consenso de las fuerzas políticas, situadas en un creciente enfrentamiento -polarización diríamos ahora- que llevaría al país a una contienda (in)civil. Por lo mismo, esta que se nos anuncia bebe sus raíces en lo peor, lo más nefasto, de nuestra historia más o menos reciente.

Y más vale que no escuchemos los cantos de sirena que nos prometen la solución del contencioso catalán a cambio de la generosidad de este “alivio penal”. Lo que está detrás de todo el artificio es sólo una moneda de cambio para durar, para que se perpetúe en el poder quien ahora lo tiene en funciones. Y cabe que nos preguntemos ¿no es excesivo el precio que se entregará a los que no creen en nuestro país? Después de décadas de concesiones al independentismo, aunque actuara disfrazado de moderación, ¿cabe añadir un eslabón final a la cadena de despropósitos entregados? Por desgracia sí es posible, la consulta de la autodeterminación y, con todo ello, el final de lo más precioso que recibimos de la generación anterior: la reconciliación de los españoles expresada en la Constitución de 1978.

domingo, 8 de octubre de 2023

La devaluación de un reinado

Don Felipe acaba de proponer a Pedro Sánchez como candidato a presidente del Gobierno

Y es cierto que algunos sectores de la opinión pensaban que le era posible al Rey posponer -esto es, dificultar- esa designación, de manera que no quedara otra alternativa que la repetición electoral, y con ella, situar al conjunto de los ciudadanos españoles ante la responsabilidad de una decisión que presenta pocos matices: la amnistía para los cientos de personas participantes en el proceso soberanista o la confirmación del proceso democrático que los españoles acometimos en la transición que culminaría en la Constitución de 1978. El comunicado de la Casa Real que acompaña la designación del candidato socialista se justifica en el cumplimiento de las previsiones establecidas en la Carta Magna. Que el candidato Sánchez no pueda exhibir ante Su Majestad la mayoría para resultar investido no era razón suficiente para no designarlo. Tampoco la tenía Feijóo, y antes de éste, tampoco Rajoy en 2016 -que rechazó el real encargo-, ni Sánchez -que lo intentó sin éxito después de pactar con Ciudadanos.

Podría haber utilizado el Rey el argumento de la negativa de acudir a Palacio de las fuerzas políticas que, en flagrante desacato de sus obligaciones constitucionales, no le ofrecieron su posición respecto del candidato a la investidura -tan obligado está Don Felipe a llamarles, como ellos a presentarse ante el Jefe del Estado- la democracia se sustenta en la práctica de las formas, pero éste es cada vez más un país de chirigota en el que cada uno dice, promete, jura y hace lo que mejor le viene en gana.

Pero tampoco este último argumento parece haber sido esgrimido por el presidente en funciones, que se ha presentado ante Su Majestad con la sola cifra de los 121 diputados que obtuvo en las pasadas elecciones.

Nada más podía hacer entonces el Rey. Y ahora, si las cosas ocurren de la manera más probable, seguiremos experimentando el progresivo troceamiento del salchichón de la soberanía -quizás fuera mejor decir que de la dignidad- nacional.

Ya habíamos comprobado con desconsuelo cómo los dirigentes del proceso independentista eran indultados. Ahora veremos con amargura y abatimiento cómo más de 1400 investigados por su participación se verán beneficiados con medidas de gracia de las que aún no conocemos cómo serán denominadas en la proposición de ley -no un proyecto de ley orgánica, como debiera-, hurtando así los controles previos y previstos. ¿Bautizarán al engendro, hijo de Frankenstein y el mero apetito del poder -no de la agenda progresista ni de la paz social en Cataluña, como le gusta afirmar al candidato- como la “ley de la generosidad”? Se admiten apuestas.

Sometido el texto a la consideración del Tribunal Constitucional, carecerá Don Felipe de la mera posibilidad de negarle su rúbrica. Una firma que enviará a los cubos de basura de su historia personal el excelente discurso televisado el 3 de octubre de 2017, que constituyó lo mejor de su reinado, porque devolvió el ánimo a una sociedad estupefacta ante el desafío cobarde de quienes consideran que la ley simplemente no les es aplicable. Y lo malo es que tienen razón.

Amortizado el discurso del Rey, limitado el ejercicio de sus reservas constitucionales, la figura de Don Felipe se irá pareciendo cada vez más a un pim-pam-pum de feria, que se dobla ante los golpes y regresa para recibir otros, sin perder su bobalicona sonrisa. Un Rey devaluado que observará con desconcierto cómo queda desasistido y desguarnecido, en tanto que la proclamada “mayoría progresista, va cortando rebanadas al salchichón y los “hooligan” de sus socios parlamentarios queman sus retratos a la par que las banderas constitucionales.

Alguno habrá que considere que se trata de una cuestión menor. ¡Qué más da la protección de la monarquía, cuando la forma predominante de gobierno -o de estado, como se dice ahora- en otros países es la república! Pues tiene su importancia, y mucha. Además de la evocación de los derroteros que tuvieron en nuestra historia los dos episodios republicanos -que no es el caso desarrollar ahora, pero que resultaron nefastos-, lo que se ventila no es si resulta más o menos indicada la monarquía en el momento actual, de lo que se trata es de comprender que el Rey es el vértice del ordenamiento constitucional de 1978, que es el de una democracia parlamentaria, en un estado de las autonomías que operan dentro de la unidad de la nación española, “patria común e indivisible…” (art. 2 CE).

No es lo mismo, no podría serlo, un estado fragmentado que el estado de las autonomías previsto por la Constitución; como no es igual una coalición -confederación- de nacionalidades y regiones que un estado unido; tampoco se parece la “casa de tócame Roque” -que era una vivienda madrileña, populosa, destartalada y jaranera, situada al final de la calle de Barquillo- a un hogar ordenado en el que las normas se establecen por acuerdo y se cumplen.

La princesa Leonor jurará en las Cortes Generales su acatamiento a la Constitución el próximo 31 de octubre. Pero ¿a qué Constitución? ¿A la que nos dimos los españoles en 1978 o a la que se está reinventando este “progresismo” que barrena todos los consensos? Y aún más, ¿qué España residual dejará Don Felipe a su hija, siempre que llegue a hacerlo?

No sé si los cálculos políticos de los partidos que consultan los oráculos de las encuestas, para saber si determinada actuación les reporta o les resta votos, tendrán claro si ha llegado el momento de dejar a un lado mítines y jaleamiento de sus líderes y atender las llamadas de una sociedad dispuesta a exigir que en nuestro nombre no se cometa semejante atropello. ¿A qué esperan?

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