Artículo publicado originalmente por la revista de la Asociación de exDiputados y exSenadores de las Cortes Generales
60 años en la vida de un proyecto parece que se constituyen en una referencia suficiente para realizar un balance de lo logrado, punto de partida obligado para intentar escudriñar lo que nos espera en el futuro próximo.
La idea de Europa surgió de los escombros de dos guerras civiles que los distintos nacionalismos -una versión anticipada de los actuales populismos- precipitaron sobre el viejo solar de nuestro continente. Sólo superando los nacionalismos, estableciendo una apuesta por la creación de un territorio común y compartido era posible conjurar la amenaza de una tercera guerra mundial que ya todos intuían catastrófica, teniendo presente la utilización en el final del segundo de los conflictos de armas nucleares devastadoras.
Pero había que encontrar también un primer paso para comenzar el recorrido. Éste lo sería el de la energía, fundamento clave para el desarrollo económico y social de nuestros conciudadanos. Y a ese primer paso le seguirían otros, avanzando todos en la dirección de lo que ha sido el núcleo básico que ha distinguido el proyecto europeo de otros proyectos continentales y aún nacionales y que consiste en el avance sobre los pilares de las libertades democráticas y el Estado del Bienestar.
Se dice que Jean Monnet habría afirmado que si tuviera que pensar más recientemente en cómo empezar a construir Europa lo haría por la cultura, en una especie de auto-enmienda. Fue en todo caso el francés uno de los padres de Europa; pero sería otro francés, Jacques Delors, quien ensayaría la superación de los estrechos Estados nación a través de la idea de la Europa federal quien ofreció un salto cualitativo en la dirección que culminaría en el vigente Tratado de Lisboa. Parece claro que en esa "aldea global" en la que vivimos -en expresión feliz de McLuhan-, países como Alemania o España poco pueden para abordar los desafíos que comportan las políticas generada en naciones de la envergadura de los Estados Unidos -situados además ahora en una administración populista-, China -un capitalismo sin controles democráticos-, Rusia -una oligarquía autoritaria- o la India. Y aún de algunas multinacionales, cuyos presupuestos superan ampliamente los PIB de muchos Estados.
El proyecto europeo lo ha sido de éxito, pero a condición de que el crecimiento económico asegurara el reparto y el bienestar ciudadano. Pero la consistencia del proyecto debía comprobarse no en los buenos viejos tiempos sino en los de dificultad. Y la crisis de Lehman Brothers -una crisis global, al cabo- ponía en evidencia la debilidad de una construcción que no estaba bien ideada. El euro no respondía a la lógica de unas políticas económicas integradas sino a la contención pensada por un tercer francés en nuestra historia europea, François Mitterrand, por contener el excesivo protagonismo europeo de una Alemania reunificada.
La crisis económica demostraría lo que ya arrojaban los datos estadísticos, que el rey estaba simplemente desnudo. La sociedad europea se encontraba desbordada de productos y el consumo retrocedía y no sólo como consecuencia de la crisis; el egoísmo europeo retrasaba y aún reducía de manera drástica la natalidad y en consecuencia nuestra población envejecía, poniendo en peligro las mismas bases del estado del bienestar; florecían las falsas respuestas populistas de viejo cuño nacionalista que atizarían el miedo al extranjero y con él la cerrazón de nuestras fronteras a nuevos ciudadanos que pudieran suministrarnos de los trabajos que nosotros ya no queríamos hacer y de los hijos que ya no queríamos tener y, para colmo, el paraguas protector americano se cerraba ante nuestras narices porque ya nuestros socios no estaban dispuestos a pagar por nuestra defensa.
Los refugiados, unidos a los inmigrantes llegan a nuestras costas y eso probaba otra respuesta egoísta y alicorta de los países europeos -cada vez más naciones y menos europeas-; el terrorismo yihadista atenta en las ciudades francesas, alemanas o belgas y Rusia fomenta también a los nacionalismos populistas para herir de muerte al proyecto europeo.
Esa es la situación en la que ahora nos encontramos. De imposible solución si pretendemos abordarla retornando a las fronteras de los viejos Estados nación, simplemente porque no se pueden poner puertas al campo. La globalización no tiene vuelta atrás y quien piense que recuperará poder adquisitivo una vez que regrese el proteccionismo económico se engaña a sí mismo. Quizás la globalización haya reducido su salario, pero también ha abaratado su cesta de la compra. Quienes caigan en la trampa de los populismos tendrán, como ocurre con quienes consumen drogas, una falsa sensación de felicidad a la que seguirá un amargo despertar.
La respuesta está en integrar más y mejor nuestros mercados. Por ejemplo, el digital, en el que las referencias de empresas europeas no tienen la consistencia de las existentes en otras regiones del mundo, simplemente porque aún son 28 nuestros mercados. Una integración económica más ambiciosa producirá más puestos de trabajo y más duraderos. Lo mismo que debemos abrir nuestros mercados al comercio internacional, desde luego que partiendo de nuestros estándares laborales y medioambientales.
Pero la economía no es sólo lo importante, aunque sin el crecimiento económico no hay creación de empleo y sin ésta tampoco es posible recuperar un relato de éxito del proyecto europeo.
Habría que retornar a lo que nos hizo comenzar el camino unidos. A regresar a la idea de las libertades democráticas ampliando y fortaleciendo nuestras instituciones, dotando al Parlamento Europeo de mayores funciones legislativas y de control de los órganos ejecutivos de la Unión; pero también desterrando la xenofobia y el temor al extranjero, raíz de no pocos de nuestros problemas de futuro: ¿quién pagará nuestras pensiones si nosotros no queremos tener hijos?
Pero ahora quizás -como ocurriera en el principio del proyecto- habrá que elegir también el punto de partida de la renovación de Europa. Que no puede ser otro sino la seguridad y la defensa, ésta última coordinada con la OTAN.
A ello añadiría la necesaria comunicación entre los diversos servicios de inteligencia europeos en el camino hacia la creación de una inteligencia común europea, base fundamental para el combate del terrorismo, como nos lo demuestra nuestra experiencia española en el combate contra ETA.
Recuperar esos viejos pero actuales valores que nos hacen diferentes, por los que somos admirados en todo el mundo. Ése el reto.
Fernando Maura Barandiarán.
Portavoz de Ciudadanos en la Comisión de Asuntos Exteriores y en la Comisión Mixta UE.