He venido observando durante más de una década la evolución de este régimen que se desenvuelve en el oprobio desde hace más de seis decenios. He visitado Cuba y me he entrevistado con muchos de sus disidentes, tanto en la isla como en nuestra península, y en mi condición de representante institucional he debido recibir al embajador de Cuba en España; también he conversado con muchos españoles, cargos públicos o ciudadanos privados, que me han referido sus impresiones respecto del país del Caribe. Toda vez que Cuba ha formado (forma y formará parte) de mi agenda política, pero más aún de mi afecto personal, he podido colegir de buena parte de estos encuentros la tristísima sensación de que la causa de la libertad en esa nación sería poco menos que un afán perdido. Los cubanos -según algunos- formarían un pueblo acomodaticio en su escasez, acostumbrado a vivir al día, despreocupado por el futuro y dispuesto a aguantar la penuria económica y la represión política como si no existiera alternativa viable a ese sufrimiento. Los cubanos, empleados en la supervivencia -siempre según esta tesis-, no son capaces de trabajar por sus libertades.
Pero las gentes que vivimos el final de la dictadura franquista y el intento de instauración del totalitarismo terrorista de ETA (por desgracia no absolutamente derrotado hoy, como aseguran algunos), hemos forjado nuestras existencias ciudadanas en la idea de que la democracia no es un espacio al que se llega y del que no cabe vuelta atrás, que es preciso luchar por ella. Y hemos aprendido además que no se puede someter la libertad a un cálculo divisorio, de modo que algunos es posible que seamos libres aunque muchos otros no lo sean: sabemos que la libertad es indivisible.
Pero también somos optimistas, que es lo contrario al derrotismo. Porque creemos que la consecución de determinados objetivos depende en alguna medida de nosotros mismos, de nuestro trabajo, del contagio positivo que consigamos proyectar en otros. A la vista de una crisis no somos de los que se preguntan: “¿qué va a pasar?”, sino de los que se interrogan: “¿qué puedo hacer?”
El líder civil cubano, Dagoberto Valdés, es uno de estos, es uno de los nuestros. Cuando le visité en su casa de Pinar del Río, acompañando a Rosa Díez, en aquellos tiempos de UPyD, descubrí la emoción del reencuentro con eso que alguien ha dicho que son las gentes imprescindibles, las que luchan toda su vida. Y aún más, tropecé con un hombre bueno y cabal. Desde entonces agradecí a la bloguera Yoani Sánchez que prácticamente nos metiera en un coche para dirigirnos a la acogedora casa de Dago.
Y cuando Valdés nos contaba en Madrid, hace algo más de un mes, que él advertía cambios en el comportamiento de la sociedad civil, la naciente indisciplina social, el creciente protagonismo de los grupos en red y la utilización de las nuevas tecnologías, la concertación de los medios libres de comunicación, la universidad, la iglesia y otros institutos privados... y que, hasta el discurso del Rey don Felipe en su visita a la isla (reproducido por la prensa independiente), fue un éxito innegable... pude recuperar la esperanza en un pueblo que no está dispuesto a admitir la derrota, en un país que contiene a muchas gentes admirables, gentes como las Damas de Blanco, como los luchadores de la UNPACU y tantos otros; gentes como Dagoberto.
Nada de esto, sin embargo, garantiza la explosión de las libertades en Cuba. La sola firmeza dialéctica de Trump y el eterno enroque de la situación venezolana, unida a una Latinoamérica que no acaba de encontrar el recto camino hacia la democracia, sin adjetivos ni cuidados paliativos, no hacen previsible la reversión a corto plazo de este largo proceso dictatorial; pero hay personas, como Dago, que seguirán trabajando por ese objetivo. Y algunos, desde lejos, en la distancia, pero muy cerca en el corazón, les seguiremos apoyando.