lunes, 17 de agosto de 2020

La España que se nos viene encima


La tarea consistente en analizar las consecuencias sociales y políticas de la pandemia del Covid-19 se convierte en un trabajo arduo cuando ni siquiera se ha superado ésta. Los rebrotes -más o menos aislados-, la espera ansiosa de una vacuna y la afectación que -en todo caso- traiga consigo el periodo posterior al virus en los modos de comportamiento de las gentes -con su correspondiente impacto sobre el ocio y el turismo, que constituyen la principal industria de la España actual- desdibujan la precisión de los contornos del cuadro que se nos presentará a partir del otoño y nos acompañará en los próximos años, definiendo un escenario que ya algunos auguran de apocalíptico. 

Los anglosajones utilizan con frecuencia un término –aftermath- con el que describen lo que ocurre después de un acontecimiento desastroso. Hubo un aftermath después de la II Guerra Mundial, por ejemplo; le precedió otro, después de la Gran Depresión del ‘29 del pasado siglo; por lo mismo que nos ocurriera a los españoles nuestro particular aftermath una vez concluido el Desastre de 1898 con la pérdida de nuestros últimos vestigios del Imperio en Cuba y Filipinas, entre otras penalidades acaecidas a lo largo de nuestra historia. Cada uno de esos episodios supuso un cambio de comportamientos sociales y económicos que se tradujeron en mutaciones políticas.

Eso es lo único que aparece con claridad ante nuestros ojos atónitos en los tiempos que corren: que estamos en presencia de un cambio, cuya intensidad y proporciones apenas intuimos ahora; y del que la respuesta política por parte de la ciudadanía sería imposible discernir.

Hay, eso sí, encuestas; y se han producido también dos elecciones regionales en pleno episodio de la pandemia. Unas elecciones que no debieron haberse celebrado, toda vez que no había vencido aún el periodo legislativo de sus respectivos parlamentos, y producidas -las elecciones- en el marco del temor al contagio en los sectores de edad más susceptibles de infección -la tercera edad- que también constituyen la parte de los votantes que participa más. Como era de prever, según el diario El País, los comicios en Euskadi registraron la mayor abstención desde los celebrados en 1994 y en la comunidad gallego hay que remontarse a 1985 para encontrar un dato similar.

Habrá quien piense que los resultados que han arrojado esas elecciones resultan sólo representativos para las comunidades en las que se produjeron: la revalidación de dos suertes de nacionalismo, más o menos light, consecuencia de una cuasi perfecta mimetización de los partidos tradicionalmente triunfantes en ambas regiones con las bases sociológicas de las mismas. Feijó y Urkullu, dos personajes para un autor, ha largo tiempo descubierto en democracia: la vida feliz y provinciana, sin sobresaltos y acostumbrada a pactar y convivir con sus viejos diablos familiares, cualesquiera que éstos sean.

Convengamos, sin embargo, que en este mundo transversal e interconectado que vivimos nada hay que carezca de traslado hacia otros ámbitos. El análisis de estas elecciones ofrece sus lecturas diversas a los partidos contendientes: el Partido Socialista, que ha visto limitadas sus expectativas electorales; Podemos, incapaz de penetrar en el tejido social, cada vez más centrado en la sola personalidad de su fundador y -en todo caso- devenida en una formación política que se ha constituido en fértil abono de plantas crecederas en los ribazos nacionalistas radicales -Bildu en el País Vasco, BNG en Galicia-.

Pero prefiero concentrar este comentario en dedicar alguna atención a lo que estas dos elecciones han supuesto en el ámbito general del centro-derecha, y en particular del Partido Popular. Una formación política que se viene debatiendo en los últimos tiempos en la controversia entre las dos almas que anidan en dos personas, las de sus ex-presidentes: Aznar y Rajoy. Con independencia de las realizaciones concretas de ambos gobernantes, parece haberse insertado en el ideario colectivo que el primero traduciría su imagen política en el terreno de las convicciones y los principios, en tanto que el segundo lo haría en el de la gestión y el pragmatismo. Sería Aznar un agente transformador de las realidades políticas y sociales -la derrota de ETA; el ingreso de España en el euro o la inmarcesible amistad con EEUU, entrada en la guerra de Irak incluida-; Rajoy, en cambio, no daría más batallas que las justas -y aun ni siquiera éstas-, concentrado en resolver la crisis económica y en retardar las respuestas a los enredos políticos que acechaban al país -el soberanismo supremacista en Cataluña, no sólo, aunque sí de manera principal-.

Estas dos almas se confrontaban precisamente en las elecciones regionales del pasado junio. Feijó, como alter ego de Rajoy, Iturgaiz, rescatado por Casado del baúl de los recuerdos de la etapa de Jaime Mayor como el hombre de Aznar en el País Vasco. Y, haciendo abstracción de las lecturas de los populares vascos de su pésimo resultado -6 escaños, 2 de los cuales cedidos a Ciudadanos-, el veredicto nacional parece inapelable: gana la política pegada a la realidad, la que ha sabido tejer las necesarias redes clientelares -a la manera de los viejos cacicatos de la Restauración-; pierden los principios y la mirada a los tiempos que ya son viejos y que, por lo tanto, pasaron. De manera que el joven presidente del PP se ha apresurado a manifestar que él no es cosa diferente de la gestión, en tanto que parece cosa de escaso tiempo que se vaya desprendiendo del abrazo del oso de Aznar y de Álvarez de Toledo para aproximarse a los dos gallegos, cualquiera que sea la mercancía que envuelvan en su pañuelo de seda.

Y, sin embargo, lo importante es siempre el contenido, no el continente. Parece evidente que la gestión cotidiana de las cosas públicas -la economía- les es exigible a todos los líderes políticos con posibilidades de alzarse con la responsabilidad de gobierno. Deberá, en este sentido, darse por descontado -aunque es lo cierto que a estas alturas nada debería darse por supuesto ni por descontado- que la política exige un plus a la gestión; que la política es reforma; que la política supone trazar los objetivos y seguirlos hasta conseguirlos, cualquiera que sea el estado de la mar, aturbonada o en calma.

Un Pablo Casado desertor de la política basada en los principios y enrolado en el pragmatismo significa, seguramente, la consolidación del nuevo edificio constitucional que los tiempos del nefasto presidente Zapatero auguraban: el replanteamiento de la Constitución de 1978 ahora en clave confederal -aunque se la pretenda presentar, en lo que no es sino una nueva edición de la “trampa de las palabras” o una nueva “palabra trampa”, como federal-. Un imprevisto desarrollo del Estado de las Autonomías que ya estaba plagado de bilateralidades -empezando por los presuntos “derechos históricos” vascos y siguiendo por las disposiciones de otros Estatutos de la llamada “segunda generación”- y que ya había sido pactado por los dos grandes partidos españoles, que aceptaban los designios defendidos en este mismo sentido por sus barones territoriales.

No resultará inmune a esta nueva etapa la base de la forma de gobierno de nuestro edificio constitucional, la monarquía parlamentaria, a la que el abandono de España de Don Juan Carlos de Borbón augura pronósticos aún inciertos. Cortafuegos para evitar el incendio de la dinastía o una especie de “más madera, que es la guerra” -pero ahora no como en la película de los Hermanos Marx, sino en la forma de nuestra triste realidad presente-. El acoso de nacionalistas y populistas con la connivencia de un partido socialista -enajenado ya de toda convicción que no sea su tradicional apego al poder- a la Casa del Rey sólo tendría como impedimento la resistencia de sus moradores a rendir la plaza amparados por el procedimiento agravado de la reforma constitucional. Una esperanza al menos de que no estará todo perdido en esta España de saldos y de entregas sin combate. Los monarcas nunca se dan por vencidos, carecen de otra profesión que no sea la de la realeza, y el ejercicio del trono es la esencia de su condición, dicho sea en esta ocasión por suerte para nosotros.

Abandonado Casado al pragmatismo y seducido finalmente por los cantos de sirena de un nuevo cambio de régimen, ¿qué futuro quedará para un partido liberal como es Ciudadanos? Parece evidente que su espacio replicaría el que quedaría vacío por desistimiento de los populares, ese mismo espacio que Albert Rivera supo percibir algunos meses antes de que se viera obnubilado por la desmedida ambición de llegar a ser “presidente de España” -una figura que, por cierto, no está prevista siquiera por nuestra Constitución-, cuando los resultados electorales daban para un valioso e influyente Vicepresidente del Gobierno.

Con los cantos de sirena -decía Ortega- hay que hacer lo que recomendaban a los marineros nórdicos: oírlos del revés. Ciudadanos no debería en este nuevo contexto aplicarse a una imposible búsqueda del centro entre dos partidos abandonistas de la Constitución de 1978, sino precisamente en la defensa de este texto legal. Frente a la renuncia de los principios, Ciudadanos debería pelear por su restauración.

Y, desde esta base, que es punto de apoyo fundamental para acometer los cambios que la España del post Covid-19 exigen, podría el partido presidido por Inés Arrimadas abanderar el trabajo por devolver a nuestro país a los ámbitos que de verdad le interesan: una España para los españoles y no sólo para sus territorios, una España democráticamente regenerada, una España que asuma los retos de una nueva industrialización basada en los parámetros europeos del I+D+I y las empresas ecológicas, una España que desde una lengua que hablamos más de 500 millones de personas en el mundo recupere buena parte de su terreno internacional perdido  

Todo ello aderezado con una buena dosis de pragmatismo. El debate entre la “vieja y la nueva política” ha visto superado ya su fecha de caducidad: los partidos nuevos han envejecido en muy pocos años y ya se han integrado en el sistema antiguo, de tal manera que apenas es posible distinguirlos de los tradicionales. ¡Bienvenidos, por lo tanto, a los tiempos políticos de siempre!

Ese sería el baluarte desde el cual la utilidad de un partido, definido por su claridad y la defensa de los principios, podría presentarse para un futuro de incertidumbre como el que presagian los tiempos por venir. Cuando se despeje el campo de los cadáveres -humanos, sociales, económicos y políticos- que dejará el maremoto de la pandemia tras de sí.

Punto de partida que condicionará las políticas económicas y sociales que están por venir lo será la negociación en este otoño de los Presupuestos Generales del Estado. Una resolución compleja si el objetivo consiste en obtener la totalidad de los 140.000 millones de euros que tienen previsto entregarnos las autoridades europeas. De acuerdo con los expertos, los fondos de cohesión de los años ‘80 y ‘90 no servirán como precedente. Su gestión tuvo como objeto las infraestructuras de transporte. Ahora será más difícil. De lo que se tratará es de pactar un nuevo modelo económico y en un plazo de tiempo extraordinariamente ajustado: un esfuerzo de modernización de nuestras Administraciones públicas y una migración de nuestras empresas hacia nuevos sectores y actividades.

Casi nada para construir un edificio nacional que luce los desconchados y las grietas que evidencian la inconsistencia de sus cimientos. Será, a pesar de todo, la hora de la política -la buena-, cuando apenas sí nos quedan vestigios de ella.
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