Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el viernes 18 de junio de 2021
En contra del viento de la prevención legal del Tribunal Supremo y de la marea popular de la concentración madrileña de la plaza de Colón, el Gobierno sigue decidido a promover los indultos a los condenados por impulsar el proceso independentista. Afirma que así será posible iniciar un reencuentro con Cataluña y, por boca de otros voceros socialistas, dibuja un escenario final con un referéndum en esa región para aprobar un nuevo Estatuto; una disposición normativa que, hoy por hoy, nadie parece querer.
Se trata al cabo de la escenificación de una ya muy antigua farsa en la reciente historia de la España democrática. No se cerró en su día el modelo autonómico -quizás porque los constituyentes tuvieron pánico a la sola mención del término “federalismo” y su evocación de cantonalismos fragmentadores- . Y esa no definida situación se ha convertido en una grieta cada vez más amplia por donde se pierde a chorros la unidad de España y se engordan los cacicatos que algunos, ingenuamente, creían superados.
Es la farsa que reside en creer en la afirmación de que un retazo más de transferencias de las nuevas competencias otorgadas servirá para contentar a los nacionalistas. Pero ya sabemos que no es así, lo decía Leopoldo Calvo Sotelo (“los nacionalistas, como los sindicatos, siempre piden más”). Tampoco ayudará a este Gobierno en la solución definitiva del asunto, porque no parece que la pretenda, sino más bien mantenerse en el poder por el tiempo que pueda hasta que las encuestas -las de verdad, no las de Tezanos- le animen a convocar elecciones.
Grave y alto precio que retribuye algo tan precario como la continuidad del poder sanchista. Un poder fabricado de concesiones y falsedades que no parecen tener conclusión, y que amenaza con poner un floripondio final con lazo dorado al nuevo asalto a un Estado irreconocible ya de 17 naciones y dos ciudades, por cierto, asediadas por el levantisco vecino del sur.
En lugar de eso quizás convendría volver a la tesis de Kepa Aulestia, líder de ese partido que fue Euskadiko Ezkerra, formación política que acabaría desintegrándose, pasando algunos de sus miembros al PSOE -Mario Onaindia, Teo Uriarte…-, y resultando otros engullidos por la sacrosanta maquinaria nacionalista. Aulestia se refería a la teoría del “mantel”, por la cual, en democracia todos los ciudadanos estamos invitados a sentarnos en la mesa para tomar parte de la comida que se nos servirá. El único problema es que el mantel que cubre esa mesa no es lo suficientemente amplio para que todos los platos reposen sobre él. Colocado el mantel para que se extienda sobre los espacios centrales de la mesa, quienes decidan situarse en los extremos podrán comer, eso sí -a nadie se le niega el pan ni el agua-, pero deberán aceptar las circunstancias de su posición.
La democracia se sostiene en el principio de libertad e igualdad. E incluso, en la España constitucional de 1978, en el de autonomía. La nuestra -lo recordaba recientemente Felipe González- no es una Constitución militante como otras, esto es, no está escrita en contra de nadie. Pero es evidente que no puede dar plena satisfacción a todos los españoles: a los que queremos serlo y a quienes no, a los que estamos decididos a vivir en un espacio de libertad política, social y económica y a quienes pretenden crear un sistema basado en el populismo revolucionario. Son libres para aventurarse en esos objetivos, podrán defender sus proyectos en pie de igualdad con el resto, pero no podrán aspirar a imponerlos salvo que consigan modificar el texto fundamental y establezcan un sistema que pudiera contentar a independentistas todos y revolucionarios de un pueblo seguramente inexistente, ante el beneplácito conformismo del resto de los españoles que sí queramos serlo, libres e iguales a los demás.
Queda, por lo tanto, servir la mejor comida posible a todos los comensales, sin distinción de origen geográfico o social; lo que quiere decir: gobernar bien, establecer objetivos integradores y que estimulen e ilusionen a los ciudadanos… a su gran mayoría, al menos. Porque luego la minoría seguramente se apuntará con gusto a disfrutar del menú.