Madrid 9 de febrero de 2017
Mis primeras palabras tienen que ser de agradecimiento a la subdirectora del instituto universitario Ortega y Gasset de la Fundación Ortega-Marañon, Purificacion García Mateos, por la oportunidad que me ofrece de compartir con ustedes mi visión sobre la política, los retos, las oportunidades, las amenazas y las posibilidades que se abren a nuestro país en una nueva etapa política que vive España, un momento político que —añadiré— no es sólo diferente para nuestro pais, sino para Europa y el mundo, en el diseño global en el que nos encontramos, aunque no todos lo entiendan así.
Permítanme que haga una primera aproximación al asunto desde la política nacional.
Hasta las elecciones europeas de mayo de 2014, el mapa político español estaba definido por lo que los analistas políticos definían como un sistema de bipartidismo imperfecto. Dos partidos turnantes, UCD y PSOE, PSOE y PP, en situaciones de mayoría absoluta o relativa obtenían y controlaban el poder solos o con el apoyo de los partidos nacionalistas. Más en concreto de la coalición Convergencia i Unió.
Por lo general, el terreno de la disputa política lo era en todos los ámbitos entre los dos partidos principales, incluido el internacional y en especial en este último caso desde la llegada al poder del presidente Zapatero en el año 2004. Todos podemos recordar la escena de un presidente que hacia la ostentación de no levantarse ante el paso de la bandera nacional de los EEUU en el curso del desfile militar de la fiesta del 12 de octubre. Se trataba al parecer de una protesta ante la invasión de Iraq protagonizada por el presidente Bush hijo y al que prestaba su concurso el gobierno de España presidido por José María Aznar; una protesta que sin embargo se producía contra el conjunto de la población estadounidense, y no sólo contra la administración de un presidente: las banderas, al menos en otras latitudes, representan a todos los ciudadanos.
El guión seguido por los gobiernos socialistas desde entonces fue exactamente el contrario a los criterios que habían mantenido los gobiernos del PP desde 1996. Los amigos de España pasarían a ser sus enemigos y las políticas se modificaron como en el cliché de una foto, donde ahora correspondía suplantar el positivo por el negativo.
Las cosas no han ido mejor desde la mayoría absoluta del PP en 2011. La herencia recibida por los populares en cuanto a la situación de déficit presupuestario, la consiguiente dependencia de los fondos europeos en el rescate parcial bancario, unida a la ausencia de ambición internacional por parte del presidente Rajoy, reduciría nuestra presencia en los foros exteriores a las negociaciones con la Comisión Europea. Hacia el interior, una política basada en los ajustes y los recortes agravaría las relaciones entre el gobierno y la oposición convirtiendo los acuerdos en fenómenos para ser vividos en otros tiempos.
Pero la misma crisis económica, unida a la corrupción instalada en los viejos partidos, las perspectivas sombrías para los jóvenes que observaban que el ascensor social ya no era capaz de satisfacer sus lógicas ambiciones y un sistema que les negaba hasta la oportunidad de conseguir un trabajo y, con éste, la posibilidad de alcanzar una vida autónoma, produciría la emergencia de los nuevos partidos en la escena política nacional. Uno desde el populismo de izquierdas, Podemos; otro desde el centro, Ciudadanos.
Hasta 2011 era el tiempo del bipartidismo, desde 2016 es el tiempo de los acuerdos. Eso es algo que no todos han comprendido. Bien porque se han apegado a las viejas prácticas del bipartidismo, como el Rajoy que negó el encargo del Rey de intentar la formación de gobierno, bien porque su empeño consiste en consolidarse como el más importante partido de la izquierda española, a través de la fagocitación de la referencia española de la socialdemocracia europea. Pero sí hay quien entiende que no hay que pactar, sino por el contrario, asaltar o conservar el poder, hay otros que sí nos hemos aplicado el cuento de que el mapa político ha cambiado y con él las viejas prácticas.
Pero también Europa y el mundo han cambiado al mismo paso en que lo hemos hecho nosotros. La crisis de identidad de las sociedades occidentales, vividas a raíz del desastre financiero provocado por la Lehman Brothers, provocaría el fenómeno conocido como populismo. Un fenómeno que tiene su versión a la derecha -Marine Le Pen, Nigel Farage, Geert Wilders o el mismo presidente Trump- o de izquierdas -Syriza o nuestro Podemos.
Son de izquierdas o de derechas, pero como dice el dicho, los extremos se unen. Y los populismos, todos ellos, se basan en ofrecer respuestas simplistas a problemas complejos. De esta manera, la solución de todos los males que nos acosan consistiría según ellos en retornar a las viejas fronteras, el proteccionismo, el regreso al concepto del estado-nación... volviendo a escenarios que creíamos superados, porque pertenecían a situaciones de los siglos XVIII, XIX o XX, en los que la defensa de todos estos principios, las fronteras, las identidades propias, los estados-nación nos llevaron -no lo olvidemos- a las dos guerras mundiales que vivimos en el XX, que fueron mundiales, pero lo fueron más que eso europeas, dos guerras civiles, en definitiva
Es verdad que la globalización, producto entre otras cosas de la superación de esos escenarios, ha llevado consigo sus problemas; que determinados sectores sociales han sentido que sus aspiraciones profesionales se han visto seriamente comprometidas. La adaptación del mercado de trabajo a este mundo globalizado constituye sin duda uno de los retos más importantes ante los que nos encontramos, por lo mismo que también la tecnología induce a que las tareas manuales se ven sustituidas por los robots. Pero es imposible que la respuesta consista en poner puertas al campo en una decisión que además es incorrecta desde el punto de vista de la cesta de la compra de los ciudadanos, incluso de los que se ven perjudicados por la globalización: el coste de los productos que deberán ellos mismos adquirir se encarecerá de manera inevitable con el proteccionismo y la vaga esperanza de un futuro mejor se esfuma como algunas nieblas en los amaneceres cuando el sol irrumpe con fuerza a lo largo del día.
Y no sólo eso. Resulta que los populismos se alimentan a ellos mismos, provocan relaciones bilaterales cuando los instrumentos eran ya multilaterales, rompen los consensos y se potencian unos a otros. De este modo, Trump y Farage, Le Pen y Putin, constituyen los actores protagonistas de una nueva época que no sólo nos debe preocupar. Son -como ha dicho el presidente del Consejo Europeo Donald Tusk- graves amenazas que podrían dar al traste con buena parte de lo hemos construido entre todos, en especial desde la voluntad de quienes pusieron en marcha los mecanismos de una Europa integrada, en paz y en libertad y volcada al progreso económico de sus ciudadanos.
El resuelto combate ante esta gravísima amenaza exige que un país como España que tradicionalmente no ha prestado un excesivo interés a las cuestiones internacionales introduzca en su agenda estos asuntos e intervenga de manera exigente en el escenario político internacional.
En definitiva, que España recupere, si alguna vez la tuvo, una ambición internacional.
En este sentido, habría que decir que la ausencia de ambición política internacional demostrada por España en especial desde el año 2004 se ha puesto en evidencia en los dos ámbitos en los que nuestro país había jugado algún papel: el de la UE y el de Latinoamérica. La drástica reducción en la Cooperación internacional en las partidas de nuestros presupuestos constituye uno de los datos más indicativos de esa situación.
Es lo cierto que la política internacional es una de las cuestiones en que los cambios de gobiernos no deberían notarse apenas en cuanto a las accionen que se emprenden . "Inglaterra no tiene amigos permanentes, tiene intereses permanentes", dice el lema de la política británica en el exterior. Y España debería pretender alcanzar el mismo objetivo.
También en este mismo sentido, en la primera comparecencia pública realizada por el Ministro de Asuntos Exteriores en el pasado mes de diciembre y en la conversación privada mantenida con él más recientemente, como responsable de exterior de Cs he propuesto al Ministro Dastis establecer las bases para un acuerdo de Estado en política internacional. Un acuerdo que se abriría inmediatamente al PSOE y a Podemos, sin perjuicio de que no confío a día de hoy en que éste último se encuentre en condiciones de suscribir pacto de Estado alguno.
Un acuerdo que deberá -según nuestro punto de vista- impregnar de valores la política exterior española. Se trataba de una convicción que venía desde atrás para nuestro partido y para muchos de los que de una manera u otra hemos accedido a sus filas. Pero se trata de una convicción que se afianza ahora más si cabe, ante el panorama de las amenazas que afrontamos ya y a las que me acabo de referir.
Mención especial debo hacer en este momento a lo que considero como una verdadera agresión por parte de la administración Trump hacia nuestro país amigo, México, vinculado con nosotros por razones culturales e históricas. Nación de acogida de los españoles represaliados por la dictadura franquista que allí encontraron su acomodo.
Me refiero a los valores, unos valores que será preciso conjugar con el triángulo formado por el respeto a la legalidad internacional, la democracia y los DDHH y los intereses de España. Los intereses de España debo repetir, no los intereses de algunos españoles, por muy significados que sean esos españoles.
Ese triángulo virtuoso podría valer para definir la estrategia internacional de cualquier país de nuestro entorno occidental y democrático. Pero hay algo que distingue a España respecto de otras naciones europeas. Se trata del idioma con el que nos estamos comunicando ahora, el español, que es vehículo principal de comunicación de 560 millones de personas en todo el mundo. Un arma política de primer orden que ya constituye un porcentaje muy importante de nuestro PIB, que supone un instrumento comercial y económico fundamental. Pero no sólo eso, sino que es también un vehículo para la introducción de nuestra cultura -la española y la hispanoamericana- y, ¿por qué no decirlo?, con el idioma viaja también una determinada manera de entender la vida, el modo de entender las relaciones humanas, el modo de vivir. Eso que es la cultura que nos integra a españoles y latinoamericanos y que con frecuencia desprestigiamos tanto nosotros mismos a fuerza de ser un país extraordinariamente crítico con nuestras deficiencias. España, Latinoamérica, países de acogida, amables para quienes se acercan a nosotros desde otros lugares, otros continentes. España, el país que recibe a más estudiantes procedentes del Erasmus Plus, por ejemplo. O unos países en los que millones de turistas pasan sus vacaciones todos los años.
En este sentido nuestra política hacia Latinoamérica debería estar presidida no tanto por el concurso de las Cumbres Hispanoamericanas, de cuya eficacia y virtualidad tengo serias dudas, sino por la construcción de espacios comunes desde los que avanzar en proyectos ambiciosos en el escenario internacional. Espacios compartidos entre los países de Latinoamérica y España. Como podría ser la creación de un instituto Cervantes Plus, en el que se integren todos los institutos que promueven el español para acometer desde éste la tarea de proyectar el idioma común en EEUU y en otros países, como podría ser el caso de Filipinas, donde prácticamente se ha perdido. O en Brasil, China, la India, Rusia, en Africa, en otros países de Europa...
No es justo decir que en Estados Unidos el español es una lengua extranjera. Cuarenta millones de estadounidenses son hispanohablantes. La ciudad de Nueva York, o los estados de California y Texas, son territorios bilingües de facto, y en Miami y Nuevo Méjico prevalece el español sobre el inglés. Ni siquiera el inglés es el idioma oficial en los EEUU.
En Estados Unidos hay ahora mismo ocho millones de personas estudiando español. Y en el año 2050 el número de hablantes en español en EEUU superará al de los mexicanos,
Solo en el estado de California hay más emisoras de radio en español que en toda América Central. En el ámbito televisivo, Univisión y Telemundo marcan records de audiencia cada día frente a los medios en lengua inglesa.
El idioma español tiene en la actualidad 559 millones de hablantes y representa entre el 15% y el 18% de nuestro producto interior bruto. Este activo económico intangible es para muchos expertos nuestro ‘oro negro’ pero no ha sido lo suficientemente bien gestionado ni explotado, hasta la fecha. En la actualidad el número de interesados en el español aumenta considerablemente en todo el mundo
Hace pocos días se celebraba en Madrid la fiesta del cine, la gala de los Goya. ¿Y por qué no unos Goyas hispano-latinoamericanos? O el espacio artístico ARCO, que dará según informa la prensa de hoy mismo un importante espacio a los artistas argentinos. ¿Por qué no un ARCO hispano-latinoamericano?
Habrá que encontrar espacios comunes entre los países que formamos esta verdadera comunidad de hablantes, desde el idioma común, desde los valores que compartimos. Siempre en clave de igualdad, alejados de los viejos complejos que sin embargo y por fortuna nunca llegaron a enfrentarnos hasta el punto de convertirnos en enemigos irreconciliables. Hoy se trata por encima de todo de construir espacios de encuentro y colaboración,
Otro nivel de cooperación lo constituyen los espacios económicos, como el acuerdo Unión Europea - Mercosur, UE - Mexico o UE - Alianza del Pacifico, allá donde otros pretenden sustituir el multilateralismo por las relaciones bilaterales.
El efecto benéfico de los acuerdos comerciales en el nivel de vida de los ciudadanos de los países que los integran no debería en ningún caso dejar fuera de la agenda de su vigencia la cláusula democrática y el respeto de los DDHH por parte de las diferentes partes firmantes.
En esta nueva etapa de la política española que deberá estar presidida por los acuerdos, recuperar la ambición internacional en América Latina es una condición imprescindible. En este ámbito, tanto España como los países latinoamericanos ganaremos sin lugar a dudas. No estamos en un supuesto de suma cero sino de mejora general.