lunes, 23 de diciembre de 2019

¿Quién le hará la campaña a ERC?

Artículo publicado originalmente en El Mundo, el viernes 20 de diciembre de 2019

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. Juan Medina REUTERS


Si el destino de la investidura se jugaba más en Barcelona que en Madrid, su derrotero -¿derrota?- quizás se haya ventilado por unos magistrados en Luxemburgo

El enrevesado rompecabezas al que se está sometiendo el presidente en funciones -y en el que también está introduciendo a los españoles- es difícil de explicar, incluso para quienes llevamos décadas involucrados en la cosa de la política. Difícil de explicar y de comprender, quizás hasta para el mismo candidato a la investidura.

Una primera aproximación nos indica que no es lo mismo destruir que construir. Por mucho que la denominación constitucional de la moción de censura sea la de "constructiva" (por aquello que instala con carácter inmediato al candidato alternativo en la presidencia del gobierno), el modo en que la acometió Sánchez tenía todas las características de la demolición de un gobierno a través de una amplia suma de descontentos, a los que se unían los inevitables soberanistas, para quienes el cuanto peor -un gobierno débil, evidencia de un Estado débil- tanto mejor para la obtención de sus propósitos.

Por supuesto que eso duró lo que un pirulí en la puerta de un colegio, y la precaria mayoría destructiva no soportaba el posterior embate presupuestario. Construir es bastante más difícil que destruir, y ahora se trata de intentar de nuevo darle la vuelta al calcetín, por si fuera posible que éste cobrara nueva utilidad.

Difícil tarea con los actores que hay en escena: un PSOE que son dos -el partido que fundara Pablo Iglesias Posse- y el para-nacionalista PSC-, un Podemos ávido de poder y que mantiene su agenda de la España plurinacional, un PNV que ya va enseñando la patita de un nuevo "Plan Ibarretxe" pero ahora a cámara lenta y... el independentismos catalán a la espera de elecciones. Ya digo, un rompecabezas.

De-construyendo -y sin afán destructivo- el galimatías, habrá que advertir que estamos enunciando una cuestión de poder, incluyendo en éste la posibilidad de su utilización más perversa posible, que es hacer política en perjuicio de los intereses de la mayoría de los ciudadanos y en beneficio de unos pocos -los soberanistas y el mismo candidato a presidente y sus huestes partidarias.

Y si el PSOE es seguramente el partido que mejor entiende en España el mecanismo democrático para acceder y mantenerse en el poder, los partidos nacionalistas no le van a la zaga en sus respectivos ámbitos territoriales y en la consumada inteligencia que siempre han demostrado de exprimir a los más débiles gobiernos nacionales.

El nacionalista podrá querer la independencia de su territorio -y de hecho la desea-, pero es también una maquinaria de poder. Sabe que los presupuestos constituyen una formidable arma para el clientelismo, el cual no es otra cosa sino la sujeción de muy amplios sectores de la población a sus políticas que, no en vano, se producen en el espacio territorial que les corresponde y en el tiempo de su ejercicio en la permanente extensión de sus políticas de contaminación nacionalista al conjunto de esa sociedad. Y lo hacen de forma tan capaz que son contadas las ocasiones en las que pierden ese poder.

En Cataluña, Esquerra Republicana, que ha sido apéndice del poder en la Generalitat de convergentes/puigdemontistas y en su día de socialistas, aspira a convertirse en el partido que dirija el gobierno de ese territorio a partir de las próximas elecciones autonómicas de cada vez más rápida convocatoria. Para ello le conviene acreditar un papel de partido responsable, susceptible de reconducir el disparatado proceso independentista hacia predios más tolerables por el Estado, sin que para eso tenga que perder jirones de su esencia soberanista en favor de los de Torra o de la extrema izquierda para-anarquista. Y pretende, seguramente también, que los del PSC -junto con los de la coalición del ejecutivo en Madrid, Podemos- sean sus socios de gobierno en Cataluña, por lo mismo que también quiere controlar al gobierno de España para que éste opere en favor de su estrategia.

Y eso se llama, creo yo, pedir a Sánchez que le haga la campaña electoral a la presidencia de la Generalitat, o lo que es decir: que le proporcione el relato necesario para afrontar con éxito esos comicios.

Cuestión difícil, aunque no imposible. Pero compleja si se atienden los otros actores en juego en Cataluña, en especial el partido de Puigdemont, que depreciará cualquier ventaja que le proporcione Sánchez a los de ERC. Y complicada también para el candidato, que dispone en realidad de escasos recursos que regalar a éstos.

Y si el rompecabezas ya se nos antojaba complejo, la reciente sentencia del TJUE respecto del momento en que el eurodiputado Junqueras adquiría su condición de tal, convierte el juego en una suerte de damero maldito. Si el destino de la investidura se jugaba más en Barcelona que en Madrid, su derrotero -¿derrota?- quizás se haya ventilado por unos magistrados en Luxemburgo. Todavía caliente la sentencia, los de Esquerra ya exigen la liberación inmediata del político preso y sus rivales -a quienes éste pretendía arrinconar- cobran nuevas alas y remontan el vuelo: Puigdemont se considera también miembro del Parlamento Europeo sin necesidad de acatamiento -o lo que sea- de la Constitución y los del CDR reciben nueva madera para su guerra de siempre.

Una sentencia que ha tenido la habilidad de cuartear la frágil democracia española por todos los costados. Pues si bien en Cataluña las aguas agitan su turbulencia sin aparente solución, en el no menos conflictivo ámbito político español, los nacionalistas partidarios de recuperar la soberanía respecto de las instituciones europeas reciben con satisfacción el veredicto del alto tribunal: también Vox cobra nuevo aliento.

En tiempos de desolación, no hay que hacer mudanza; decía el santo de Loyola. Y en este trance convendrá pararse un tiempo y recapacitar sobre el camino que hemos recorrido unos y otros: la transición democrática y el proyecto europeo, las autonomías y la incorporación de las minorías nacionalistas en la tarea común, una monarquía integradora para todos los españoles y con proyección latinoamericana e internacional... pero también de las incidencias que pervirtieron ese camino: la corrupción -con muy contadas excepciones- en los diferentes ámbitos de la política o la deslealtad congénita de los nacionalismos

Y, practicado ese balance, sujetar con firmeza las riendas y embridar el caballo desbocado, para llevarlo por el camino de la sensatez constitucional.

Es, una vez más, la hora de España y de los políticos que estén a su altura.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Bolivia y Chile, dos crisis en un continente

Artículo publicado originalmente en El Mundo, el 13 de diciembre de 2019


El autor subraya la convulsa situación de Latinoamérica. Aunque las protestas
en varios países tienen motivaciones distintas, todas demuestran que los
ciudadanos ya no están dispuestos a seguir siendo ‘rebaños’.

AMÉRICA LATINA vive una situación singularmente convulsa. El populismo derechista de
Bolsonaro se ve replicado por el no menos populista peronismo de los Fernández; la crisis del Perú sólo comenzará a resolverse a partir de las elecciones del próximo 26 de enero; el Frente Amplio uruguayo cede el poder después de 15 años; Colombia está en erupción; Venezuela perece estancada entre el narco-totalitarismo y la impotencia; el castrismo –sin Fidel, pero con Raúl– sigue campando a sus anchas... Y, ahora, uno de los países que integraron el ALBA chavista –Bolivia– y la nación sin duda más estable del continente –Chile– están atravesando un incierto cambio. ¿Qué está pasando en Latinoamérica?

Un trazo grueso nos indicaría que nos encontramos en presencia de un fenómeno general, que se retroalimentaría a sí mismo, por el que algunas fuerzas, más o menos ocultas, movieran los hilos de las marionetas que constituyen la trama.

Pero, en el análisis, no resulta conveniente nunca la precipitación. Es cierto que las imágenes que nos asaltan a diario en los informarnos de televisión –no importa si se producen en las calles de Hong Kong, de París, de Bolivia o de Chile– se parecen, unas a otras, como gotas de agua, y que todas ellas nos advierten, más allá de la espuma que asoma de ellas, como ocurre con la de la cerveza, que existe un problema a resolver. Aunque no deja de ser verdad que determinadas formas de confrontar las cuestiones políticas y sociales no contribuyen –sino al contrario– a su solución, el hecho de que determinados grupos radicales operen sobre los sectores más vulnerables de la sociedad no reduce la justicia inmanente de las reivindicaciones de éstos.

Sin perjuicio del intento de algunos de exportar contenidos –y personas– para la agitación en los lugares en conflicto (y es evidente esa voluntad exportadora, recuérdese la Escuela Militar anti-imperialista de los países componentes del ALBA, que ha tenido precisamente sede en Bolivia, desde agosto de 2016; o la permanente acción de la Inteligencia cubana en el avance del régimen totalitario venezolano), las causas de los fenómenos son diferentes y sus soluciones también lo son.

Pongamos nuestra atención en los casos de Bolivia y de Chile.

En el primero de los supuestos, Evo Morales sometió a plebiscito popular en febrero de 2016 la modificación constitucional que le permitía su reelección. Dicha posibilidad le fue negada por más del 51% del cuerpo electoral. No obstante, el Tribunal Constitucional de ese país, desoyendo el mandato popular, permitió a Morales en noviembre de 2017 que presentara su candidatura a presidente de manera indefinida.

Así daba comienzo esta parte del relato. La que sigue, las recientes elecciones, es la historia de un fraude masivo de votos que ha sido puesto en evidencia por el informe electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que señala, entre muchas irregularidades, que el recuento de votos se suspendió sospechosamente («difícil de explicar fue el cambio en la tendencia de los resultados preliminares [del conteo rápido]», en palabras de la organización presidida por Luis Almagro). A ello se añadirían del orden de 350.000 votos irregulares a favor del candidato bolivariano, las numerosas actas firmadas por la misma persona, el cierre de colegios antes de la hora de clausura, etcétera.

A pesar de la concurrencia de semejante elenco de irregularidades, Morales se atribuyó inicialmente la victoria sin necesidad siquiera de concurrir a una segunda vuelta. Ya con la ciudadanía protestando en la calle, con la policía en su contra y el ejército renuente a disparar contra la población, el hasta hace poco mandatario de Bolivia se dio al juego del o yo o el caos.

Al fin dimitiría y haría dimitir también al presidente del Senado para obtener así un completo vacío de poder que le llevaría a completar el golpe de Estado, con una total despreocupación de cualquier amparo legal. La sustitución del principal responsable de la Cámara legislativa por su vicepresidenta modificó el diseño inicial de Morales.

El caso de Chile se inscribe en el fracaso de un sistema socioeconómico, aunque de naturaleza muy diferente del chavista-bolivariano antes expuesto. Según el analista político Eugenio Tironi, «el pueblo ha elegido a su víctima y la víctima es el modelo».

Un modelo socioeconómico que la democracia chilena heredaba de la dictadura de Pinochet y que éste importaba de las recetas neoconservadoras de los llamados Chicago boys, que lograba elevadas tasas de crecimiento, una consecuente reducción de la pobreza, un importante avance del consumo...; en definitiva, la creación de una sólida clase media, aunque sumamente endeudada.

El desarrollo económico y la estabilidad política no fueron suficientes para tejer un velo que ocultara la realidad: que los fondos de pensiones –cuya administración no resultaba además todo lo rigurosa que se pretendía– no alcanzaban a cubrir las necesidades de los jubilados, que el precio de los medicamentos era exagerado, que el necesario recurso al crédito universitario mantenía endeudados durante más de 20 años a los jóvenes licenciados, que el sistema de salud tenía muchos agujeros, que los peajes...

Y, en paralelo, el descrédito de las instituciones. El ejército, los carabineros, la iglesia sometida a diagnóstico por los casos de pederastia, los partidos políticos que sólo satisfacen a un 3% de la población, con los estratosféricos sueldos de sus dirigentes y la implicación de muchos de ellos en los negocios turbios de algunos empresarios.

Una chispa puede incendiar una pradera, decía Mao. El incremento del precio en los billetes del metro producía una verdadera revolución social que, sin perjuicio de algunos fenómenos de vandalismo, ha sido apoyada por el 86% de la población, que ha participado en torno de un 70% en las movilizaciones y ha producido como respuesta nada menos que la revisión constitucional.

Bolivia y Chile nos muestran dos casos evidentes de unas sociedades que están vivas y dispuestas a tomar las riendas de su futuro, cualquiera que sea éste y de las convulsiones que siga deparando. Sirvan como aviso a navegantes para quienes se instalan en la convicción de que los ciudadanos les siguen como si fueran ovejas de un rebaño.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Twin peaks y el abrazo de Iglesias

Artículo publicado originalmente en El Mundo Financiero, el sábado 30 de noviembre de 2019


La conocida serie de David Lynch se inspira en un fenómeno de ocupación (si se prefiere con “k” de okupa) psicológica: el culpable de todos los males viene a ser un exabrupto infernal que se presenta en la forma de un perverso ser diabólico que coloniza a su víctima, por medio de la cual consigue obtener sus más perversos propósitos. Muchas veces la expresión taimada, la sonrisa astuta de Pablo Iglesias me parecía que dibujaba los contornos del ser que se apoderaba del padre de Laura Palmer (y de otros protagonistas de la secuela lyncheana) ante la imposibilidad de generar el daño que pretendía por sus propios medios.

Claro que la imagen no expresa con absoluta propiedad la realidad de nuestra actual historia de España. Porque si Iglesias podría replicar sin duda el monstruo de Lynch, Sánchez no es el para nada el otrora bondadoso padre de Laura Palmer. Obsesionado por la idea del poder (¿qué otra cosa es, por cierto, el PSOE sino una maquinaria para la obtención y la conservación del poder?), el actual presidente en funciones no es sino el instrumento de ese ejército sindical de intereses a que ha sido reducido el partido fundado por el homónimo de su futuro socio. Y no sólo un instrumento al servicio de ese partido, sino más bien ocurre que es él mismo quien hace del partido el instrumento de su obsesión personal por el poder.

Y es que Sánchez, también juega sin distancia crítica alguna el juego del poder químicamente puro, que es el poder por el poder, no el poder para... reformar, mejorar -o empeorar- las cosas; sino el poder definido como una tautología. Iglesias es la idea de compartir el poder hoy para no compartirlo nunca más: es como el poder “light” de los bolcheviques que únicamente pretendían desplazar del poder a los mencheviques para ejercerlo plenamente y sin intermediarios.

El abrazo -provocado- de Iglesias a Sánchez es sólo el gesto de abducción de aquél sobre éste, el aspaviento que prefigura el final de la historia. Del relato de las libertades y del éxito histórico de la transición española. Y el final, a plazo, del partido a ser jibarizado por los de Podemos.

Malas noticias para nuestro pobre país. Suerte que la España de 2019 se encuentra inserta en la UE y que ésta no admite demasiadas bromas en la mala gestión económica, que el abrazo de Iglesias a Sánchez, en unión de sus inevitables socios nos augura.

Aunque la previsible “pasada por la izquierda” que nos deparará el inmediato escenario no nos saldrá gratis, en términos de incremento de impuestos, pérdida de competitividad y de empobrecimiento de nuestra sufrida clase media.
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