Artículo publicado originalmente en El Mundo, el 13 de diciembre de 2019
El autor subraya la convulsa situación de Latinoamérica. Aunque las protestas
en varios países tienen motivaciones distintas, todas demuestran que los
ciudadanos ya no están dispuestos a seguir siendo ‘rebaños’.
AMÉRICA LATINA vive una situación singularmente convulsa. El populismo derechista de
Bolsonaro se ve replicado por el no menos populista peronismo de los Fernández; la crisis del Perú sólo comenzará a resolverse a partir de las elecciones del próximo 26 de enero; el Frente Amplio uruguayo cede el poder después de 15 años; Colombia está en erupción; Venezuela perece estancada entre el narco-totalitarismo y la impotencia; el castrismo –sin Fidel, pero con Raúl– sigue campando a sus anchas... Y, ahora, uno de los países que integraron el ALBA chavista –Bolivia– y la nación sin duda más estable del continente –Chile– están atravesando un incierto cambio. ¿Qué está pasando en Latinoamérica?
Un trazo grueso nos indicaría que nos encontramos en presencia de un fenómeno general, que se retroalimentaría a sí mismo, por el que algunas fuerzas, más o menos ocultas, movieran los hilos de las marionetas que constituyen la trama.
Pero, en el análisis, no resulta conveniente nunca la precipitación. Es cierto que las imágenes que nos asaltan a diario en los informarnos de televisión –no importa si se producen en las calles de Hong Kong, de París, de Bolivia o de Chile– se parecen, unas a otras, como gotas de agua, y que todas ellas nos advierten, más allá de la espuma que asoma de ellas, como ocurre con la de la cerveza, que existe un problema a resolver. Aunque no deja de ser verdad que determinadas formas de confrontar las cuestiones políticas y sociales no contribuyen –sino al contrario– a su solución, el hecho de que determinados grupos radicales operen sobre los sectores más vulnerables de la sociedad no reduce la justicia inmanente de las reivindicaciones de éstos.
Sin perjuicio del intento de algunos de exportar contenidos –y personas– para la agitación en los lugares en conflicto (y es evidente esa voluntad exportadora, recuérdese la Escuela Militar anti-imperialista de los países componentes del ALBA, que ha tenido precisamente sede en Bolivia, desde agosto de 2016; o la permanente acción de la Inteligencia cubana en el avance del régimen totalitario venezolano), las causas de los fenómenos son diferentes y sus soluciones también lo son.
Pongamos nuestra atención en los casos de Bolivia y de Chile.
En el primero de los supuestos, Evo Morales sometió a plebiscito popular en febrero de 2016 la modificación constitucional que le permitía su reelección. Dicha posibilidad le fue negada por más del 51% del cuerpo electoral. No obstante, el Tribunal Constitucional de ese país, desoyendo el mandato popular, permitió a Morales en noviembre de 2017 que presentara su candidatura a presidente de manera indefinida.
Así daba comienzo esta parte del relato. La que sigue, las recientes elecciones, es la historia de un fraude masivo de votos que ha sido puesto en evidencia por el informe electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que señala, entre muchas irregularidades, que el recuento de votos se suspendió sospechosamente («difícil de explicar fue el cambio en la tendencia de los resultados preliminares [del conteo rápido]», en palabras de la organización presidida por Luis Almagro). A ello se añadirían del orden de 350.000 votos irregulares a favor del candidato bolivariano, las numerosas actas firmadas por la misma persona, el cierre de colegios antes de la hora de clausura, etcétera.
A pesar de la concurrencia de semejante elenco de irregularidades, Morales se atribuyó inicialmente la victoria sin necesidad siquiera de concurrir a una segunda vuelta. Ya con la ciudadanía protestando en la calle, con la policía en su contra y el ejército renuente a disparar contra la población, el hasta hace poco mandatario de Bolivia se dio al juego del o yo o el caos.
Al fin dimitiría y haría dimitir también al presidente del Senado para obtener así un completo vacío de poder que le llevaría a completar el golpe de Estado, con una total despreocupación de cualquier amparo legal. La sustitución del principal responsable de la Cámara legislativa por su vicepresidenta modificó el diseño inicial de Morales.
El caso de Chile se inscribe en el fracaso de un sistema socioeconómico, aunque de naturaleza muy diferente del chavista-bolivariano antes expuesto. Según el analista político Eugenio Tironi, «el pueblo ha elegido a su víctima y la víctima es el modelo».
Un modelo socioeconómico que la democracia chilena heredaba de la dictadura de Pinochet y que éste importaba de las recetas neoconservadoras de los llamados Chicago boys, que lograba elevadas tasas de crecimiento, una consecuente reducción de la pobreza, un importante avance del consumo...; en definitiva, la creación de una sólida clase media, aunque sumamente endeudada.
El desarrollo económico y la estabilidad política no fueron suficientes para tejer un velo que ocultara la realidad: que los fondos de pensiones –cuya administración no resultaba además todo lo rigurosa que se pretendía– no alcanzaban a cubrir las necesidades de los jubilados, que el precio de los medicamentos era exagerado, que el necesario recurso al crédito universitario mantenía endeudados durante más de 20 años a los jóvenes licenciados, que el sistema de salud tenía muchos agujeros, que los peajes...
Y, en paralelo, el descrédito de las instituciones. El ejército, los carabineros, la iglesia sometida a diagnóstico por los casos de pederastia, los partidos políticos que sólo satisfacen a un 3% de la población, con los estratosféricos sueldos de sus dirigentes y la implicación de muchos de ellos en los negocios turbios de algunos empresarios.
Una chispa puede incendiar una pradera, decía Mao. El incremento del precio en los billetes del metro producía una verdadera revolución social que, sin perjuicio de algunos fenómenos de vandalismo, ha sido apoyada por el 86% de la población, que ha participado en torno de un 70% en las movilizaciones y ha producido como respuesta nada menos que la revisión constitucional.
Bolivia y Chile nos muestran dos casos evidentes de unas sociedades que están vivas y dispuestas a tomar las riendas de su futuro, cualquiera que sea éste y de las convulsiones que siga deparando. Sirvan como aviso a navegantes para quienes se instalan en la convicción de que los ciudadanos les siguen como si fueran ovejas de un rebaño.
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