Para liderar un espacio político es preciso controlar antes a su propio partido, incluidos sus barones
Artículo publicado originalmente en VozPópuli, el viernes 21 de febrero de 2020
Andrew Roberts cuenta en su biografía sobre Churchill que el político británico pidió a Violet Bonham-Carrer, entonces presidenta del Partido Liberal, que emitiera un mensaje de apoyo electoral a los Tories, en la esperanza de que los dos partidos podrían incluso unirse. Los liberales rehusaron y después de tres días que pasó intentando persuadirlos, el líder conservador abandonó el intento, pero por un momento pareció una perspectiva seria.
El propósito de Churchill por integrar a los liberales en las filas conservadoras no es desde luego único. En nuestros pagos, más allá de otros episodios históricos que se podrían invocar, el giro hacia el centro que realizó Aznar en la década de los años noventa no tenía en realidad otro objeto sino el de obtener para el refundado PP los votos que aún conservaba el CDS de Adolfo Suárez, irrumpiendo en su espacio con la colaboración -a través de la fundación FAES- de algunos antiguos dirigentes de UCD. El liberalismo español -más centrista que liberal, todo hay que decirlo- no sobrevivió a ese abrazo del oso, y CDS pasaría a engrosar el listado de cadáveres políticos de nuestra era contemporánea.
Casi tres décadas -y un exceso de nacionalismo y de debilitado entreguismo a esa ideología- ha costado enarbolar nuevamente la bandera del liberalismo en nuestro país. UPyD, primero, y Ciudadanos, después, han planteado sobre el escenario español la necesidad de contar con un tercer partido que, sobre la base de permitir un pacto a derecha e izquierda constitucionales, alejara a los nacionalistas de su influencia sobre el poder. Víctimas, ambos proyectos, de la soberbia de sus líderes, Cs afronta ahora la difícil perspectiva de reconstruir un partido para un espacio político que, a pesar de todos los vaivenes producidos en ese entorno, se demuestra persistente como una opción válida para unas clases medias ilustradas y, por lo tanto, ajenas al gregarismo que es más propio de quienes -con todos los respetos- tienen previamente entregado su voto a una formación política única, lo mismo que los hinchas furibundos a sus clubes futbolísticos.
Pero el PP, como el Churchill del comentario con el que comienza esta reflexión, no ceja en el empeño de absorber a Ciudadanos. La oferta de “España Suma” que se hacía desde aquellas filas para las últimas elecciones generales no tenía otro objeto sino el de neutralizar primero, para fagocitar después, al partido liberal español. Un partido, por cierto, al que su única posibilidad seria de alianza es ya la de Casado, toda vez que Sánchez se ha vuelto tan ultramontano que ya muchos de sus anteriores dirigentes lo critican con acritud.
Pero Casado no es Churchill -ni siquiera Aznar- y el intento de Inés Arrimadas por crear una coalición de centro-derecha para las elecciones autonómicas previstas este año ha puesto de relieve la inconsistencia en el liderazgo del presidente popular. España suma, sí; pero Galicia resta, por lo visto. Y el predominio del PP deberá extenderse a todas estas elecciones, incluyendo a Cataluña, según alguno de los dirigentes locales de este partido. Es decir, que el plantígrado que amenaza rodear a Cs con sus brazos no tiene otro propósito que el de asfixiarle en el más breve de los plazos posibles.
Vivimos tiempos difíciles en España, es cierto. Más aún con el gobierno que tenemos, que carece de otra hoja de ruta que la que les dicta el populismo de la ultraizquierda -desde dentro- y el independentismo -desde sus aledaños-. Pero la solución a los desatinos gubernamentales no puede basarse solamente en una agregación de los contrarios, carente de objetivos y propuestas comunes. Liderar ,debiera saberlo Casado, no es hacer lo que le dicta el pie con el que se levante cada mañana, prestando preferente atención a Vox si es el derecho, u observando a Ciudadanos si le da por la moderación. Liderar es conducir, y para conducir es preciso tener las ideas claras de hacia dónde se quiere ir. Churchill siempre lo tuvo claro y, en España, Aznar lo sabía también. Y, para liderar un espacio político, es preciso controlar antes a su propio partido, de manera que los barones de turno no le obliguen a dar una repentina marcha atrás. En resumen, todo lo que no demuestra Casado, a pesar de sus presumibles buenas intenciones.
Y una vez que se sepa en qué dirección se pretende marchar debería el PP demostrar respeto, no exigir la aceptación de un trágala, por el coaligado. El “España Suma” o el “Mejor Unidos” no deberían construirse a través de un simple agrupamiento de materiales. Explorar objetivos, establecer estrategias, negociar programas comunes -siquiera en el ámbito autonómico-... y, por qué no, encontrar a otros líderes regionales cuando ocurra que los propuestos hayan llevado a sus partidos a los peores resultados de su historia. De lo contrario será mejor que cada uno se presente con sus siglas y que sea el elector quien determine el resultado. No otra cosa es la democracia.
viernes, 21 de febrero de 2020
domingo, 16 de febrero de 2020
Madrid y las otras Españas
Artículo publicado originalmente en El Mundo Financiero, el 12 de febrero de 2020
Se han escrito ríos de tinta sobre “las dos Españas”: la España de los rojos y la de los azules, la España de los que creemos en ella y la de los españoles que no quieren formar parte de nuestro proyecto común... y los dirigentes políticos procuran con éxito diferente que se impongan -en el primer caso de los aludidos- unos sobre otros, o de conceder más o menos beneficios para que los soberanistas suspendan sus reclamaciones finales durante algún tiempo -en el segundo-. Pero los recientes manifestantes exasperados del campo de Extremadura nos sirven en bandeja esa realidad de las dos Españas que ya conocíamos: la España urbana y la España vaciada, dos Españas contrapuestas de no fácil solución para la rural.
De este asunto también se está hablando mucho. De cómo la estructura de precios resulta abusiva para el agricultor, de la imposible absorción por éste de los costes -muy en particular el del salario mínimo-, de la progresiva reducción de los presupuestos de la PAC europea y su impacto sobre la España más desprotegida política y socialmente. Deberemos convenir que las respuestas no son fáciles y que los presupuestos públicos están orientados en otras direcciones.
Y en convergencia con lo expresado, es preciso aceptar también que España se está haciendo -¿deshaciendo?- a través de un principal polo de atracción, que es Madrid, y un resto que además de la España vacía y vaciada lo componen ciudades pequeñas y medianas que van cediendo protagonismo en beneficio de la capital. “Madrid crece más rápido mientras media España se vacía”, decía una información del diario El País. “La capital y la región acaparan buena parte del aumento de población en España al tiempo que 26 provincias pierden habitantes”, continuaba el citado medio de comunicación.
Son muchas las oleadas de vascos que por razones políticas, económicas o personales, abandonamos Euskadi; de castellanos; valencianos; andaluces; extremeños o gallegos que decidieron acercarse a Madrid y construir aquí sus proyectos familiares y profesionales. Cataluña -y Barcelona- es ya una población institucionalmente antipática, rural y aldeana, y está provocando un nuevo éxodo de gentes que la dejan para vivir en el centro. Madrid -como lo fue en su día la Ciudad Condal- es un espacio de atracción de inversiones, un ámbito de oportunidades y de empleo -una reciente encuesta señalaba que el 85% de los puestos de trabajo de España se creaban en la Comunidad madrileña-, un territorio cultural abierto y provocador; y un lugar en el que la convivencia es fácil, la integración resulta admirable y la oferta de infraestructuras de transportes, salud o educación están por lo general bien resueltas. Si añadimos a todo ello un gobierno local y autonómico que tiene clara su función de no molestar al ciudadano, el círculo benéfico estaría prácticamente completo.
Supongo que a nadie le parecerá mal que a Madrid le vaya bien, con excepción de los envidiosos -ya se sabe que la envidia constituye uno de los pecados capitales de los españoles-. Tiene diagnóstico más complicado, sin embargo, lo que resulta de ese polo de atracción y desarrollo para los lugares atraídos.
Porque lo cierto es que es éste un reparto de suma cero, no un “win-win”, en el que lo que gana Madrid lo pierde el resto de España. Y no sólo en el aspecto económico, también el el político, social o cultural. La brecha entre estas nuevas dos Españas se ahonda por momentos y sin solución de continuidad. Al Madrid cosmopolita y abierto se le contrapone cada vez más la España que se mira en el ombligo, cerrada sobre sí misma, como ocurriera con el Tartarin de Tarascon de Daudet. Una España que amenaza convertirse en un gran parque temático para el turismo y los servicios que éste acarrea.
El trabajo de las élites, de las instituciones, de las empresas, de la sociedad es ya la necesidad de integrar estas nuevas dos Españas. Pero para eso ni hay recetas expeditivas ni demasiados ejemplos de éxito. Desruralizar España en las actitudes exige desmontar los vicios de unas regiones que exageran identidades, inventan idiomas y practican orgullos vanos; más vanos y peligrosos cuando sólo convencen a los pocos propios al precio de expulsar a los muchos más que les son extraños.
Pero ese viaje habrá de empezar -¿y cómo no?- con la educación, pero no sólo con la que se imparte en los colegios y las universidades sino con un concepto integral de la educación. Una cultura de la tolerancia basada en el benéfico influjo de la ilustración, del progreso y del estímulo, que apueste por las oportunidades que potencian las iniciativas individuales en lugar de desanimarlas. Un largo viaje -como el título de la primera novela escrita por Jorge Semprún-, largo pero a la vez imprescindible.
martes, 4 de febrero de 2020
Si Gregorio Ordóñez levantara la cabeza...
Artículo original publicado en Libertad Digital, el domingo 2 de febrero de 2020
Se cumplen ahora 25 años del asesinato del que fuera mi compañero de partido y de escaño parlamentario, Gregorio Ordóñez. Su valentía en la lucha por el final del terrorismo etarra ha sido resaltada por los medios de comunicación, y no se ha dejado de advertir que la amenaza cierta a la que Gregorio atacó sigue presente entre nosotros en una perversa reencarnación de los monstruos que un día creímos abatidos. Al concejal donostiarra y parlamentario vasco no le fue permitido conocer -y combatir- el Plan Ibarretxe, el final de ETA como triunfo de la sociedad civil y el estado de Derecho, los mandatos torpes del torpe Zapatero, el sinnúmero de oportunidades perdidas por Rajoy o el nacimiento del populismo de Podemos, su alianza con la coalición filo-terrorista Bildu, la declaración de independencia del Parlament de Cataluña ni el insensato y peligroso gobierno Sanchez.
No pretendo constituirme en exegeta de Gregorio, pero al menos se me permitirá recabar esta condición de mí mismo. Y me preguntaré entonces: ¿para esto entregó Gregorio su vida? ¿Por esto luchamos tantos años, renunciamos a buena parte de nuestra libertad, introduciendo a nuestros familiares y amigos en el dolor y la preocupación, solidarios todos con nuestro existir en peligro constante?
Es forzoso dejar sentado que nos han arrebatado la victoria sobre nuestros asesinados, heridos, chantajeados, escoltados, amenazados... ¿o están a punto de arrebatárnosla? Observar a Bildu como socio preferente del gobierno en Madrid y en Navarra y leer en las crónicas de los palmeros del nuevo régimen de 2020 que el partido que fundara el xenófobo Sabino Arana es una formación política moderada y prudente supongo que revolverá los restos de Gregorio en su tumba.
Porque el plan Ibarretxe que derrotamos en el año 2005 no acabaría políticamente como lo hiciera su principal patrocinador: los "moderados" dirigentes que le sustituyeron, con el lehendakari Urkullu y el burukide Ortúzar empuñando el timón de mando han establecido, no sólo el partido del régimen de la Euskadi contemporánea, sino el faro que alumbra los procelosos mares de la política española y la mejor dirección para que la deteriorada nave del estado y del soberanismo catalán recalen en el mejor y más abrigado de los puertos posibles.
¿Y cuáles serían las características de ese embarcadero propuesta por el PNV? Las ha definido sin demasiada ambigüedad su portavoz en el Congreso Aitor Esteban, en unas declaraciones a el diario El País el pasado 16 de enero. Apelaba el alto representante nacionalista a la trinidad (concepto, por cierto, muy grato al partido del Jaungoikoa eta Legezarrak, o Dios y leyes viejas, de su nombre en vascuence), cuyas personificaciones concretas serían: el reconocimiento nacional de Euskadi; la bilateralidad, la que, por lo visto, no sólo se jugaría en el espacio territorial de España, sino que alcanzaría al territorio europeo; y el arbitraje como fórmula de superación de las diferencias entre Euskadi y España, creando una sala especial del Tribunal Constitucional, se supone que también nombrada por los partidos mayoritarios de las dos cámaras representativas.
Si a las declaraciones de Esteban añadimos el texto del nuevo Estatuto Vasco que está preparando el parlamento de Vitoria, según el cual habría dos tipos de vascos, los residentes y los que adquieran esa nacionalidad, la inaplicación del artículo 155 de la Constitución o la articulación del llamado derecho a decidir, ya tenemos en marcha un segundo plan Ibarretxe, éste a cámara lenta. Un plan cuyo terreno abonarían la urgente tramitación de las transferencias de la gestión de las pensiones (¿la ikurriña en las cartas a los pensionistas solamente?) y de las prisiones -con beneficios a los terroristas, por supuesto.
Y así, como en el síndrome de la rana en el puchero de agua que se va calentando lentamente hasta que, llegado el punto de la ebullición, el batracio termina quemado y perece, un país cansado de atender la triste evidencia de un futuro de zozobra, preferirá tal vez dedicar su esfuerzo a los afanes cotidianos, olvidando por un tiempo -¿el tiempo suficiente para la concepción del monstruo?- su obligación ciudadana. ¿Mirará para otro lado, como tantos vascos lo hicieron en los años que duró la barbarie etarra?
Por eso el ejemplo de Gregorio Ordóñez, su pasión y su lucha, es una magnífica referencia para los difíciles tiempos que corren. Al cabo, es siempre más complicado el holocausto de la vida que la ocupación pacífica de la calle o el ejercicio crítico y el voto responsable para evitar que nos arrebaten definitivamente nuestra principal victoria: lo que construimos juntos y a lo que, también juntos, derrotamos.
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