Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el jueves 29 de julio de 2021
Han pasado poco más de dos semanas desde la movilización cívica del 11 de julio en Cuba, a la que ha seguido la habitual oleada represiva por parte del régimen castrista. ¿Constituirán estas protestas el preámbulo del fin de la llamada “revolución”?
Se trata de una pregunta de respuesta difícil. En todo caso, haré una reflexión que tenga en cuenta otros procesos de transformación política ocurridos en países como España (década de los ‘70), el desmoronamiento del régimen soviético (iniciado a finales de los ‘80) y las llamadas “primaveras árabes”, que daban inicio a principios de 2010). Se tratará, desde luego, de un relato breve: no es objeto de este comentario agotar asunto tan complejo.
Como punto de convergencia de los señalados procesos de transformación política, diré que situaban estos la doble reivindicación por la ciudadanía de las diferentes sociedades citadas del bienestar económico y las libertades políticas. Dos reclamaciones que, al cabo, eran una sola, porque la mejora económica individual y familiar (a la que se une ahora también, y ha sido una de las causas de las protestas cubanas, una gestión eficaz de la pandemia) se asociaba a un espacio de libertad en el que los ciudadanos pudieran condicionar en su favor las políticas de los gobiernos. Las democracias occidentales, corolarios del doble principio expresado, se convertían así en faro de referencia de esos objetivos a conquistar. El mundo globalizado es uno, a pesar del empeño de los dictadores que se obstinan en cerrar sus países a toda influencia exterior; y las antenas parabólicas de televisión y las más modernas redes sociales vienen encargándose de abrir los ojos de los ciudadanos más proclives a la ceguera. Es de señalar también la importancia que el relevo generacional tuvo en esos procesos y está teniendo también en Cuba: un nuevo contingente de ciudadanos absolutamente ajenos a los objetivos y a la mística de quienes muchos años atrás establecieron esos regímenes.
Conviene, sin embargo plantear dos excepciones a la regla descrita, que no obstante la confirman.
La primera es el caso español. Al contrario de lo ocurrido en el desastre del sistema soviético y con la irrupción de las primaveras árabes, el régimen presidido por el General Franco ya había emprendido un programa de apertura y de reformas económicas a finales de la década de los años ‘50, conocido éste con la denominación de “Plan de Estabilización”. Como consecuencia del mismo, España viviría un proceso de crecimiento económico y de convergencia con otras economías occidentales -especialmente las europeas- que harían inexcusable la transición a la democracia a la muerte del dictador. No debe olvidarse, en este último sentido, el imprescindible motor para ese proceso que fue el Rey Juan Carlos, sin el cual la reforma política se habría encaminado hacia una salida enormemente delicada.
No es aplicable el caso de España al de Cuba, ya que ha carecido éste de la política de reformas económicas que puso en marcha España; y también le falta la figura de un árbitro y promotor del cambio político como lo fue el Rey. De la vieja guardia -del generalato castrista- no se puede esperar grandes soluciones aperturistas.
La otra excepción, ésta referida a las primaveras árabes, la constituyen los regímenes monárquicos de algunos de los países del entorno en los que se produjeron. Dotadas las monarquías árabes de un cierto carácter teocrático (diríamos que medieval, en términos occidentales), la condición del monarca procede directamente de Dios (recuérdese, en este sentido, que el rey de Marruecos es también “comendador de los creyentes”, esto es, jefe religioso de su país), por lo cual resulta enormemente complicado que las banderas alzadas en contra de esos regímenes pudieran contar con el necesario respaldo popular.
Despejadas estas dos excepciones, sería el momento de analizar los dos procesos que más puedan servir para conocer el desenvolvimiento futuro de la crisis cubana.
El caso del derrumbamiento del régimen soviético, en primer lugar, tendría su origen en el atraso tecnológico de este sistema, que no se sustentaba en otro punto de apoyo que no fuera la incapacidad de las economías dirigidas por el Estado en la provisión de bienes y recursos a su ciudadanía. El edificio comunista estaba desarbolado internamente (como ciertamente también sucede en Cuba), pero quizás habría subsistido durante algún tiempo más de no ser por las políticas emprendidas por el Secretario General del Partido Comunista de la URSS, Mikhail Gorbachov, cuyas “perestroika” y “glásnost” pusieron en evidencia el agotamiento del sistema y abatieron los muros que separaban a los estados sujetos por su yugo de los occidentales europeos. No deja de resultar sintomático que uno de los reproches que ha formulado el Partido Comunista chino a su homólogo soviético ha sido precisamente el de no haber resistido lo suficiente.
La palabra “resistencia” viene a cuento en lo que se refiere a las primaveras árabes, y resulta también aplicable al caso cubano. No deja de ser evidente que los países que se han opuesto con éxito a los vientos de cambio que traían las “primaveras” lo han hecho a pesar de la contrariedad de sus poblaciones (el supuesto de Argelia, con el Hirak levantado en contra del régimen de Butefika, y la enorme abstención en los procesos electorales que han tenido lugar desde entonces), e incluso sometiendo al país a un despiadado baño de sangre (el caso de Siria con El Assad). La capacidad de aguante de los sistemas políticos ha tenido también su aspecto de ida y vuelta, como ha ocurrido en Egipto, donde a un gobierno de los “Hermanos Musulmanes” le ha sucedido de nuevo otra dictadura similar a la primitivamente sustituida por la “primavera” de ese país.
La estabilidad de los regímenes a clausurar por estas diferentes iniciativas políticas es un elemento, a mi juicio, clave para establecer un vaticinio respecto del desarrollo de lo que la sociedad cubana ha puesto en marcha el 11 de julio. Una estabilidad que no sólo -aunque también- se refiere al régimen en cuanto tal y al conjunto de fuerzas políticas, económicas y militares que lo apoyan, sino también respecto de los aliados que lo defienden. El caso de Siria no se explica si no se introduce en la ecuación a Rusia y la inacción de los Estados Unidos (a Europa, con su “soft policy” no se la espera en prácticamente ninguno de los conflictos que la afectan, incluso teniendo en cuenta la oleada de refugiados que ha supuesto la guerra civil siria sobre el viejo continente).
Cuba carece de aliados consistentes. Rusia y China sólo parecen estar interesados en los negocios que les pueda suministrar, en todo caso escasos; y Venezuela ya no puede aportar prácticamente nada. Nuevamente el papel de los Estados Unidos es sustancial en el desarrollo de esta crisis, y las primeras reacciones del presidente Biden resultan bastante dubitativas, carentes de estrategia y solamente basadas en el rédito electoral que les puedan proporcionar; no es extraño, su propia casa, la del partido demócrata, está ampliamente dividida entre un potente sector izquierdista y los más pragmáticos. El caso de Europa -en especial de España-, a pesar de haber jugado un papel irrelevante, cuando no abiertamente negativo, en los últimos tiempos, debería ser activado por los opositores cubanos y sus apoyos en Europa.
La unidad de las fuerzas políticas y civiles de la disidencia cubana (una unidad que tantas veces ha brillado por su ausencia), y la oferta generosa de un diálogo con las autoridades castristas para un cambio de régimen pactado (que eventualmente podría agrietar la ya un tanto deteriorada consistencia del mismo), pienso que tendrían que ser promovidas con urgencia. Y a ello habría que sumar una iniciativa internacional, apoyada por Estados Unidos y la Unión Europea, que debería intentar el amparo de Naciones Unidas.