Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el jueves 15 de julio de 2021
Reflexiona García Venero en su “Madrid, julio de 1936” sobre las causas por las que el PSOE —y la UGT— no siguieran en el año 1930 en Madrid, pero sí en provincias, la consigna de huelga general decretada por el comité revolucionario que se constituía a raíz del Pacto de San Sebastián para el advenimiento de la II República. En este sentido, explica el citado periodista e historiador que, “tanto el PSOE como la UGT no quisieron dar el gran paso hasta que los militares actuaran de forma drástica, allanando el camino”. Y concluye el citado autor que “existió siempre un sentido patrimonial en los cargos supremos del partido y la UGT. ¡Salvar al partido, salvar a la UGT! He ahí la influencia de Pablo Iglesias”.
Ese “hay que salvar al PSOE” constituye pues elemento esencial en la historia del partido fundado por Pablo Iglesias Posse. Y tiene por cierto para esta formación política más importancia que la emancipación de la clase trabajadora de su “O” de “obrero” (cada día más alejada, tanto de la realidad social y económica, como de las preocupaciones de esta organización), o incluso de la obtención y aun mantenimiento de la democracia o del liberalismo (como demuestra la actitud colaboracionista de uno de sus líderes, Largo Caballero, en la Dictadura del General Primo de Rivera).
Heredero de esa historia, el PSOE ya no tiene necesariamente que ver con los intereses de los trabajadores, tampoco de las clases medias, fustigadas por los dos partidos que se turnan en el poder en España; ni con los jóvenes, a quienes se les niega en el presente la independencia que proporciona el puesto de trabajo y con él el futuro de una pensión digna; ni tampoco a las modernas tendencias de la igualdad sexual y el respeto a las minorías LGTBI, mera pantalla de un progresismo que hace mucho tiempo dejó de reconocerse a sí mismo como tal. Los ejemplos podrían eternizarse, si los extendiéramos al mundo de la educación, de la sanidad, de la cultura…
El PSOE no es ya -no sé si lo fue en algún momento de su larga y discontinua vida- un instrumento al servicio de la sociedad. Y con independencia de que alguno de los partidos del arco parlamentario pudiera resultar acreedor a esa condición, la formación política que lidera el actual presidente del Gobierno sólo sirve a sus propios intereses. Habrá que decir que a los intereses de su secretario general, ni siquiera a los de su partido, como la reciente crisis que ha propiciado Pedro Sánchez parece demostrar. Porque el actual inquilino de la Moncloa se diría que carece de amigos, de acreedores en su ascensión y mantenimiento en el poder, y también de equipo en el que reconocerse.
Salvar al partido sería —en la versión actual del sanchismo socialista— salvar a Sánchez. Un político prácticamente amortizado por los errores en la gestión de la crisis, la subasta de España entre quienes sólo pretenden acabar con ella y el ataque al estado de derecho y a su clave de bóveda que es la independencia del poder judicial.
La reciente remodelación del Gobierno huele a elecciones lo mismo que las bicicletas incorporaban cierto aroma a verano, como recordaba la pieza teatral de Fernán Gómez. No acaecerán los comicios sin embargo en breve plazo, porque aún debe lograrse la inmunidad de grupo (un tanto lejana, dados los recientes datos respecto de la incidencia de la pandemia), de un cierto efecto rebote de la economía (que también se retrasa, con un verano seguramente perdido, siquiera empatado en el mejor de los casos, en el turismo y la hostelería) y la llegada de los fondos europeos.
Es corto a mi juicio el espacio que tiene el presidente para convocar Generales. Debería producirse en el paréntesis que se abra entre una cierta recuperación económica y el momento en el que se cierre ésta, porque la inflación campe a sus anchas en la geografía económica internacional y los tipos de interés (incluyendo por supuesto los que afectan a la deuda pública, ya desmesurada en España) empiecen a crecer, poniendo punto y aparte a una fugaz mejoría de nuestras cuentas privadas y públicas.
No deberá esperar Sánchez tampoco que la inminente mesa de negociación con el independentismo catalán vaya a proporcionarle más réditos que disgustos, si bien los dineros de Europa conseguirán aquietar la concreción de las amenazas de los diferentes sectores del nacionalismo de esa tierra, azuzados los unos por los otros en una imparable contienda. Parece cada vez más demostrado que esa ideología política se mueve más por el vil metal que por los sacrosantos principios, sean o no estos compartibles. Y en tanto que los recursos fluyan desde el resto de España a esa región —incluida la vergüenza de que también les debamos pagar sus responsabilidades pecuniarias como perpetradores de la malversación de fondos que supuso el ‘procés’ soberanista— no parece que estén dispuestos a nuevas aventuras secesionistas.
Pero aunque éste es un gobierno agotado, sin proyectos y sin excesiva capacidad de subsistencia, el PSOE sigue siendo la única maquinaria partidaria —y partidista— que permanece en el deteriorado solar político de España. Profesionales del poder, los socialistas siempre han sabido cómo obtenerlo y de qué manera perpetuarse en él. Por eso, no debería confiarse la oposición —en especial el primer partido de la misma— de que la organización liderada por Sánchez esté ya liquidada para el porvenir más o menos inmediato. El juego de la política es muy duro y el contrincante que tienen practica el juego que puede, incluyendo el que pueda parezca más sucio. No les van a regalar nada y, por el contrario, les pondrán todas las trampas de que sean capaces.
Debería el PP, y su presidente, mantener a raya a sus trepidantes barones —y baronesa— y establecer a su vez estrategias novedosas que puedan romper la del partido en el poder. Alguna —¿algunas?— iniciativa que oponga a la mera salvación del PSOE, la liberación de España de las malas prácticas socialistas y de las peores de sus socios.
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