Columna original publicada en El Imparcial, el viernes 22 de octubre de 2021
Pero este artículo quiere referirse más a cómo se inició todo eso, en definitiva, al porqué de la existencia y la permanencia de la banda terrorista durante 50 años —quizás los más importantes de la historia que hemos vivido algunos.
ETA se ha presentado en ocasiones a sí misma como una organización revolucionaria, una especie de Brigada Roja al modo vasco. Y es verdad que mantenía un discurso formalmente marxista-leninista, pero en realidad no era esa su principal obediencia: ETA fue siempre, como lo han sido sus instrumentos políticos —Herri Batasuna, Euskal Herritarrok o el Partido Comunista de las Tierras Vascas y otros como el más reciente Bildu—, una banda nacionalista radical.
Rebobinando la moviola de la historia, y revisitando los ya muy pasados años ‘60, nos encontramos con el paisaje políticamente yermo del franquismo, con una militancia peneuvista muy reducida y acomodada a los nuevos vientos económicos del régimen, que empezaba a batir récords en materia de crecimiento del PIB, una vez definido y en ejecución el plan de estabilización de finales de los ‘50. A una demanda que empezaba a consumir en masa había que acudir solícitamente con productos y servicios, y a ese mercado atendían los nacionalistas con sus negocios. Por lo demás, el discurso victimista se repetía en las rondas de los bares de chiquiteo —los chiquitos, esos vasos de vino que disponen de una base abultada de vidrio y una reducida capacidad de almacenamiento de liquido—, o en las cenas familiares, al inefable son de «el día que dé la vuelta la tortilla» —vale decir: el día en el que Franco se vaya al otro mundo… porque de otro modo no habría cambio, desde luego que no un cambio debido a la actividad antifranquista de esos nacionalistas devenidos en empresarios beneficiados por el sistema.
Esa era la práctica de los nacionalistas viejos, que discurría un tanto plácidamente en los tiempos de la ominosa dictadura. Pero era muy otro el de sus hijos jóvenes, que no llegaban a entender la inacción política de sus padres. Eran además los tiempos de la insurgencia cubana, del emergente carisma de los barbudos liderados por el comandante Fidel Castro y por el médico argentino Ernesto —Ché— Guevara. Una mística en toda regla para el consumo de una sociedad juvenil que pretendía huir del conformismo paterno a base de drogas, rock, sexo libre y unas gotas de revolución.
Y ese fue el mundo que creó a la bestia, formada en un principio por un grupo heterogéneo de niños de buena familia a los que se irían acercando otros tantos convocados por los alentados selectivos que los primeros iban organizando: Melitón Manzanas, por ejemplo; la bomba contra el diario El Correo, desactivada por el etarra que advertía cómo había aún gente —trabajadora— en las oficinas del periódico; o el intento de atraco de la nómina de La Naval, de Sestao, en la que el activista de la banda no quiso hacer uso de su arma de fuego por no herir al trabajador que llevaba los sobres con el dinero de los sueldos… Basta comparar estos hechos con los atentados cometidos por los terroristas, activados a distancia del objetivo o perpetrados contra un grupo indeterminado de gentes que compraban en un centro comercial y tantos otros similares, para descubrir cuán diferentes eran unos de otros.
Pero habrá que convenir que, al cabo, no eran tan distintos. Puesto en marcha el aparato destructor, sólo hace falta que se produzca un efecto de desplazamiento de los más sanguinarios respecto de los menos radicales. Era sólo cuestión de tiempo para que llegáramos a colegir la evidencia de que los presuntos gudaris —soldados vascos— de ayer no eran sino el preludio amenazador y predecible de los asesinos que hoy Otegui quiere sacar de las cárceles a cambio de apretar el botón del sí a los presupuestos. Son, unos y otros, los mismos perros: y sus collares apenas se diferencian entre sí.
En el fondo, los 50 años de existencia de la banda han sido el escenario de un enfrentamiento entre el nacionalismo del PNV y el nacionalismo más radical de ETA, lo mismo que ocurre hoy entre el partido fundado por Sabino Arana y Bildu. Un combate sin tregua en el que sus consecuencias más cruentas nos las hemos llevado los que no éramos y no somos nacionalistas. Un reparto de «su» país, desde luego, pero sobre la base de que quienes sobramos de su Euskadi somos nosotros, todos los demás.
«¡Ahí me las den todas!», expresa el dicho referido a que, una vez que el alguacil enviado a reclamar una multa recibía una patada del deudor en salva sea la parte, al referirle el caso al juez mandante de la ejecución le dijo: «Señoría, en realidad, la patada se la han dado a usted…» Pues bien, unos y otros nacionalistas —especialmente los del PNV— podrán decir lo del magistrado: «por lo menos en esta pelea quienes han recibido las bombas, los disparos y las extorsiones han sido los españoles, no nosotros».
Lo peor de todo, es que la historia continúa y las malas noticias en forma de agresiones, desplazamientos y marginaciones de quienes defendemos la españolidad del País Vasco se mantienen. Parafraseando a Von Clausewitz, la política de todos ellos es la guerra, sólo que por otros medios.