Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 20 de mayo de 2022
Milton Friedman aseguraba que “la sociedad que antepone la igualdad a la libertad terminará sin ninguna de los dos”. Pasados más de 45 años desde que este economista americano -de Brooklyn- recibiera el Premio Nobel, podríamos añadir que, hoy en día, los antiguos paladines de la igualdad en contra de la libertad son quienes, además de mantener una relación distante con el concepto de la libertad individual, trocean la igualdad a través del procedimiento de imponer sobre ésta a las minorías supuestamente preteridas u oprimidas en relación con las mayorías hipotéticamente dominadoras u opresoras (mujeres versus hombres, LGTBI versus heteros, negros versus blancos…), estableciendo así un sumatorio disgregado de identidades enfrentadas y excluyentes. Quienes así piensan se sitúan a sí mismos en un ámbito que pretenden progresista, como constructores de un marco ideológico que adjudica a los contrarios la condición de reaccionarios, a pesar del escaso papel que estos nuevos reformistas conceden a los principios democráticos que encarnan los conceptos de igualdad y libertad.
Los así llamados progresistas dicen tener un plan para liberar a los grupos que se califican como oprimidos. Se trata de una paradoja, pero en realidad, su empeño consiste sólo en una fórmula de acoso a las personas que integran estos grupos, y, en eso, sus propósitos no parecen ser muy diferentes de los defendidos por la derecha populista. En sus variadas formas, ambos extremos anteponen la conquista del poder al procedimiento para obtenerlo, los fines a los medios y los intereses de grupo a la libertad del individuo más allá de la situación -o situaciones- de minoría en las que desee integrarse.
Se trata de una práctica ideológica que no es nueva. Ya en 1965 el sociólogo y filósofo germano-estadounidense, Herbert Marcuse, que pasaba por ser el miembro más políticamente explícito e izquierdista de la Escuela de Frankfurt, acuñó el contradictorio término de "tolerancia represiva", según la cual se debía retirar la libertad de expresión a los pensadores de la derecha, con el fin de afianzar la idea y la posibilidad del progreso. En su opinión, “la cancelación del credo liberal de la discusión libre e igualitaria podría ser necesaria para poner fin a la opresión”.
Según otros partidarios de la izquierda identitaria, el capitalismo es esencialmente racista. Lo mismo cabría proclamar de las ideologías del “me too” o de las referidas a la persecución de los LGTBI: el capitalismo, origen por lo visto de toda perversión, lo sería también de la persecución de estos grupos. Y para demostrarlo no hace falta recurrir a prueba o demostración alguna, basta con proclamarlo para después repetirlo hasta la extenuación con afirmaciones que provengan de esas mismas minorías, cohonestadas por las sesudas reflexiones de los profesores de universidad generadores o colaboradores en la creación y difusión de ese marco axiomático.
Esta pretendida revolución cultural ha afectado al Partido Demócrata. El presidente Biden, producto principal del necesario consenso en esa formación política, ganó las elecciones como consecuencia de adoptar posiciones claramente a la izquierda del que fuera su antecesor en ese alto cargo, Barack Obama, especialmente en lo que se refiere a cuestiones de política de identidad. Por ese motivo en su administración se hace bastante más énfasis respecto de determinadas políticas sociales que en la de Obama; y en la adopción de medidas significativamente discriminatorias, como por ejemplo la creación de un fondo de 4.000 millones de dólares para pagar las deudas de los agricultores que no sean blancos, o la propuesta de que el 40% de los beneficios de la inversión en cambio climático se destine a comunidades desfavorecidas.
Según el semanario británico The Economist, en 2018, Colin Wright, un estudiante de posdoctorado en la Universidad de Penn State, escribió dos artículos en los que argumentaba que el sexo es una realidad biológica, no una construcción social; una declaración que alguna vez habría sido indiscutible. Sus críticos, por lo visto dueños de la verdad revelada, publicaron la advertencia según la cual “Colin Wright es un transfóbico" y enviaron correos electrónicos a diversos comités reprobando sus ideas. Algunos profesores “amigos”, dotados de una mayor empatía para con el “desviado” alumno, manifestaron que, a pesar de que no diferían totalmente del criterio de Wright, le dijeron en privado que no podían ofrecerle un trabajo porque eso era "demasiado arriesgado".
El resultado de lo que podríamos denominar como el “neo-marcusianismo” -por el citado Herbert Marcuse- de la “tolerancia represiva” no puede resultar más entristecedor. Una encuesta de más de 4.000 estudiantes universitarios para la Fundación Knight, en 2019, constataba que el 68% de los encuestados se sentían inseguros a la hora de manifestar su pensamiento porque sus compañeros de clase podrían encontrarlo ofensivo.
Se trata, por lo tanto, de darle una vuelta de tuerca a la expresión que afirma que “mi libertad se termina donde empieza la de los demás”. Una idea que no se debe a la mente recalcitrante de un pensador liberal o “neo-con”, sino que en realidad es obra del filósofo izquierdista francés, Jean-Paul Sartre. Para estos nuevos progresistas identitarios se diría que la libertad para expresar las opiniones se detiene donde comienzan los sentimientos de los demás. Lo cual remite la cuestión de manera inevitable en términos de poder y de opresión a quienes simplemente piensan diferente de lo políticamente establecido como correcto.