domingo, 8 de mayo de 2022

Francia, elecciones a cuatro vueltas


Artículo publicado en El Imparcial, el 7 de mayo de 2022

Cuando se escriben estas líneas, el candidato de la Francia insumisa, Jean-Luc Mélenchon acaba de anunciar una coalición de izquierdas -compuesta por su partido radical populista, los comunistas, los socialistas y los ecologistas. Su propósito es vencer al presidente electo Macron en la tercera y cuarta vueltas de las elecciones francesas y obligar al inquilino del Elíseo a gobernar con un primer ministro de signo extremista, desvirtuando así la elección presidencial que, en coherencia con el mandato ciudadano, conduciría a Francia hacia una senda de reformas liberales y a la Unión Europea hacia un objetivo de reforzamiento defensivo, económico y político.

Mélenchon no es un político recién llegado a la escena pública francesa; fue concejal, senador y hasta ministro delegado de enseñanza profesional en el Ministerio de Educación de Jack Lang, en el gobierno de Lionel Jospin, entre los años 2000 y 2012. En otros tiempos integrante del ala izquierda del partido socialista, Mélenchon es un político tradicional, de esos que Ortega calificaría en nuestro país de “vieja política”. En todo caso, el flamante nuevo líder de la izquierda, ha conseguido mantenerse en el candelero político, algo relativamente insólito en un país en el que los partidos políticos tradicionales han pasado en 15 años del 50% de los votos a un raquítico 6%.

Volvería de ese modo nuestro vecino del norte a las antiguas políticas de cohabitación -gobiernos de mayorías parlamentarias de signo opuesto al de los jefes de estado- que se produjeron en Francia durante los mandatos de Mitterrand, con Chirac como primer ministro, en 1986 -cinco años después de las presidenciales que ganó el candidato socialista- y de Chirac, con su rival Jospin, en 1997 -dos años después de que Chirac alcanzara el poder-. El excesivo lapso de tiempo que transcurría entre elecciones presidenciales y legislativas modificaba en ocasiones la mayoría gobernante y convertía en impracticable el programa del presidente en una República tan presidencialista como lo es la francesa. Ése sería el motivo de agrupar las elecciones parlamentarias con las presidenciales, consiguiendo así el apoyo del electorado a los objetivos legislativos del jefe del estado.

Se tratará entonces de volver a poner sobre el tapete del hexágono francés, en la tercera y cuarta vueltas, el debate de los nuevos tiempos de este siglo, que sigue oliendo a misiles y bombas y que deja un rastro de cadáveres abandonados a su paso; la porfía entre los “anywhere” y los “somewhere”, entre los globalistas y los localistas, entre los liberales y los proteccionistas. Entre quienes apuestan por el futuro y los que le tienen miedo... y cabe formularse una pregunta, ¿se puede construir algo sólido desde el miedo?

En su toma de posesión, el presidente reelecto repitió dos veces la palabra “cólera”. Y hubo 3,000.000 de franceses que se refugiaron en el voto en blanco y el nulo: no querían decantarse por ninguno de los candidatos, pero acudieron a las urnas. Ese voto del desencanto que está buscando respuesta debería encontrar alguna, pero nadie sabe muy bien cómo ofrecerla en este mundo líquido, conformado por el relativismo y la inmediatez de estos tiempos del siglo XXI en el que todos nos vemos inmersos.

El camino de las reformas liberales apuntado por Macron parece ser el más probable para un presidente que ya no podrá aspirar a un tercer mandato y que ni siquiera ha intentado conformar un partido estructurado que vaya más allá del movimiento que apoyó sus mayorías electorales; es la respuesta más viable y más necesaria para un país que requiere, como en los trajes que se hacían antes, darse por completo la vuelta, y abandonar las políticas intervencionistas y reforzadoras del tamaño omnipresente del Estado. Pero la Francia de la protesta, de los chalecos amarillos y de la conservación de su estatus siempre empujará en contra de sus políticas de cambio. Se repetirá entonces el dilema de Macron: resistir la cólera de su país o ceder ante ella. Las terceras vías no parecen demasiado practicables.

Es verdad que existen bastantes más trazos finos dentro de este brochazo grueso que acabo de presentar. Que en Francia, partidos y movimientos son -seguramente más que en otros países- hechuras de los políticos y de sus egos y que ese conjunto de individualidades pretendidamente superlativas conforman un proyecto de “grandeur” que pretende contaminar Europa muchas veces como expansión de un “esprit” tan poderoso que se diría incapaz de reducirse a sus estrechas fronteras. Y es que Francia, como decía Jules Michelet, es posible que haya perdido la fe, pero le queda -y a veces le sobra- el desmedido orgullo por su identidad.

Aún y con todo, una Francia dividida y desilusionada con la política, atenazada por un desmedido gasto público (61,40% respecto de su PIB en 2020), una intratable deuda pública (113% en 2021) y una población que llena las calles de manifestantes -muchas veces violentos- sigue siendo un punto de referencia en una Europa en la que la Alemania de Scholz permanece alejada de asumir el liderazgo, el paréntesis de Draghi dejará a Italia de nuevo en manos de los populistas y la política española es cada vez menos política a la vez que menos nacional y en todo caso irrelevante a efectos europeos.

Quizás sólo por eso -para que no ganen quienes encarnan proyectos que pueden llevar a Francia a un intervencionismo definitivamente asfixiante y a un localismo a lo Tartarin de Tarascón-, debe ganar el movimiento de Macron, En Marche!, que no por casualidad lleva las siglas de su principal mentor.

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