La ceremonia de investidura del exguerrillero colombiano del M-19, Gustavo Petro, como presidente de la República, ha provocado más polémica —según los medios periodísticos— en España que en el país americano. Y ocurre que en otros parajes importan poco nuestras cuitas, porque habrá que convenir que es entre nosotros donde con más frecuencia se produce la práctica del acoso y derribo de la Jefatura del Estado basada en la institución monárquica por parte de la izquierda y de los nacionalistas e independentistas; y no ha faltado quien, amparado por el sacrosanto principio de la inviolabilidad parlamentaria, ha manifestado «echar de menos una buena guillotina en la historia del estado español».
No se deben tomar a broma determinadas expansiones verbales. También Pablo Iglesias Posse, a la sazón diputado del PSOE, llegó a amenazar a don Antonio Maura en el Congreso el 7 de julio de 1910 con estas palabras: «Hemos llegado al extremo de considerar que, antes que S.S. suba al Poder, debemos llegar hasta el atentado personal». No hubo que esperar mucho tiempo: el día 22 de ese mismo mes, el militante republicano-radical Manuel Posá, disparaba en la estación de Francia, en Barcelona, con una pistola Browning, contra el político conservador, produciéndole una herida en una pierna. Las armas las carga el diablo.
Pero volviendo al gesto que motiva este comentario, es de rigor advertir que la espada de Simón Bolívar, ante el paso de la cual nuestro Rey permaneció impasible, no consta entre los símbolos constitucionales de Colombia, que cualquier invitado a una recepción oficial está obligado a respetar: no es el himno ni la bandera del país. Por cierto, también habrá que recordar que otro de los deportes favoritos en nuestros pagos españoles consiste en quemar retratos del Rey, banderas españolas o pitar la interpretación de nuestro himno… y ante esas agresiones al Jefe del Estado y a los símbolos nacionales, que sí se encuentran recogidos en nuestra Constitución, no descubrimos ni siquiera la más mínima reserva por parte de quienes no dudan en invocar el regicidio como mejor solución a nuestros problemas, ¡faltaría más!
Para hacer más comprensible el argumento que pretendo desarrollar, permítame que vuelva hacia atrás el reloj de mi historia personal. El 15 de abril de 2015, Don Felipe visitó la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo, cuando yo mismo era uno de los vicepresidentes del grupo liberal (ALDE). Su presidente, el belga Guy Verhofstaat, generosamente, me cedió la representación del mismo en la reunión que a puerta cerrada los diferentes grupos mantuvimos con el augusto invitado, a quien acompañaba en representación del Gobierno, el ministro de Exteriores, García Margallo. En mi intervención, saludé la presencia del Rey como una oportunidad histórica para la puesta en marcha de una regeneración política que acercara a España a las prácticas democráticas ya consolidadas en otros estados de Europa. Una nueva generación, que Vuestra Majestad encarna, —dije— se asoma al necesario cambio político que exige nuestro país. En su respuesta, Felipe VI recordaría que la obra de la institución que él representa no se circunscribe a una sola persona, sino al conjunto de quienes le precedieron. Se trataba de una intervención impecable, y a través de ella yo podía en efecto evocar a su padre y la transición democrática, al señorío sin ejercicio de su abuelo o al destierro de su bisabuelo en evitación de que en España se derramara sangre por su causa —luego se vertió, y sin medida, por una república que en realidad muy pocos quisieron.
El Rey Felipe no representa por lo tanto sólo a la España y a los españoles de hoy, es la significación de las generaciones que le precedieron y el nexo con las que le sigan. Y es, mal que les pese a sus contradictores, descendiente en el trono de los reyes que hicieron el imperio, descubrieron nuevos mundos para España y para Europa, y dejaron allí el legado de nuestro idioma, nuestra civilización cristiana y —como ha recordado recientemente Felipe Fernández-Armesto— las infraestructuras necesarias para su permanencia durante más de tres siglos. No parece muy presentable que uno se levante al paso del sable con el que se le propinó un mandoble a su abuelo.
El paseo de la espada del llamado ‘libertador’ por las calles de Bogotá, capturada por el exguerrillero y otros líderes populistas como emblema de un pueblo que combate la opresión, no deja de resultar un contrasentido. Bolívar era un acaudalado aristócrata criollo que se enfrentó a la metrópoli agitando a un pueblo que nada tenía en contra de ésta. Y serían los descendientes del líder caraqueño quienes ejercerían —obtenida la independencia— la tarea del sometimiento a la población indígena que, pasados unas cuantas décadas, la nueva izquierda americana dice querer proteger. En consecuencia, no se entiende que se exhiba el acero de Bolívar como imagen de una pretendida liberación popular, cuando fue sólo un instrumento que perseguía sustituir un poder por otro, siquiera más lejano aquél que éste.
En la obra colectiva titulada «Populismo y política exterior en Europa y América», Susanne Gratius se refiere a la gestión del boliviano Evo Morales, que habría enfrentado a los indígenas contra la tradicional élite blanca y a la polarización étnica que este dirigente provocó con su salida del poder. Los líderes populistas —y quizás Petro no sea una excepción a esta norma— tampoco han servido para unir a sus pueblos, sino para enfrentarlos. Y si su blasón lo constituye una espada… más vale quedarse sentado a su paso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario