Artículo publicado en El Imparcial, el domingo 11 de septiembre de 2022
El martes 8 de noviembre tendrán lugar las elecciones del “mid-term”, o intermedias, en los Estados Unidos. En ellas se decidirán los 435 escaños de la Cámara de Representantes del país, así como 35 de los 100 escaños del Senado. También se disputarán 39 elecciones de los gobernadores de los estados y muchas otras de ámbito estatal y local.
A tenor de las encuestas, que conceden en el momento actual tres puntos de ventaja a los republicanos sobre los demócratas, no es inverosímil pronosticar que este 2022 será probablemente el último año útil de la administración Biden. El estancamiento político es una característica endémica del sistema estadounidense, basado en un diseño constitucional que hunde sus raíces en el consenso; una práctica virtualmente desterrada en una época presidida por la polarización más irreductible. La necesidad efectiva de mayorías calificadas en el Senado y siquiera mínimas en el Congreso, en los momentos en que la Casa Blanca y ambas cámaras están bajo el control de un mismo partido, en un contexto como el que predicen las encuestas, producirá como resultado que la tarea de legislar se convierta en extraordinariamente difícil. Ésta ha sido la razón por la que tanto Barack Obama como Donald Trump aprobaran las leyes más importantes de sus administraciones —la reforma del sistema público de salud, y una significativa reducción de impuestos, respectivamente— en los dos primeros años de sus mandatos. Los dos presidentes sufrieron sensibles pérdidas en las elecciones intermedias, desvaneciéndose el control de una de las cámaras, y, con ello, la capacidad de introducir medidas legislativas.
En el caso de Biden, sus problemas se acumulan respecto de los de sus antecesores en el cargo. El margen del partido demócrata es de sólo cuatro escaños respecto de su rival, de manera que resulta más que probable que pierda su exigua mayoría en el mes de noviembre. Esa situación daría lugar a que concluyera lo que el semanario británico “The Economist” ha definido como “la fase legislativa” de su mandato, que se convertirá en una “fase regulatoria”. Además de eso, contará con la hostilidad de la mayoría conservadora del Tribunal Supremo, que ya ha enseñado sus colmillos con la polémica derogación del derecho al aborto el pasado mes de junio por una mayoría de seis a tres.
A todo esto se une -según un análisis de Caixa-Bank- que el sobrecalentamiento de la economía estadounidense ha aumentado debido a las importantes medidas de gasto fiscal y a los cuellos de botella que empiezan a observarse en numerosos sectores. El plan de estímulos a la economía, gripada por la pandemia, impulsado por Biden y aprobado por el Congreso, que alcanza los casi dos billones de dólares, forma parte del incremento de la inflación del 8’5% en el mes de julio y la consiguiente respuesta de su Banco Central elevando los tipos de interés hasta un 3% -o incluso algo más- al final de este año, según un informe de Bankinter.
Sin embargo, el índice de popularidad del presidente Biden, al que sólo un 38% de los estadounidenses aprobaban su gestión en el pasado mes de julio -el mínimo desde el comienzo de su presidencia y la aprobación más baja de un presidente a esas alturas de su mandato en las últimas décadas- ha obtenido un repunte en sólo un mes hasta situarse en el 44%. La mejora se concentra entre los votantes independientes, no desde luego en un eventual trasvase de votos procedentes de los electores republicanos, según ha señalado Miguel Jiménez en el diario “El País”.
No parece que pueda desvincularse de esta mejora de los demócratas la intervención por el FBI de once lotes de documentos clasificados durante el registro de la residencia del expresidente Trump en Mar-a-Lago en Florida. Cuando se escriben estas líneas, el Departamento de Justicia de Estados Unidos ha revelado en un expediente judicial que Donald Trump intentó ocultar material clasificado en esa propiedad. Durante el registro por el FBI, se encontraron algunos documentos clasificados sin asegurar en sus escritorios. Todavía no se sabe qué papeles habrían sido ocultados por Trump.
El repunte en el voto demócrata tiene por lo tanto la explicación que ofrecía el exministro de Trabajo de José María Aznar, Manuel Pimentel (uno de los escasos casos de políticos españoles actuales que dimitieron de su cargo por sus discrepancias con la política del gobierno), que definió, hace ya varios años, el concepto de “retrovoto”: voto a un partido que no me gusta demasiado con tal de que no salga el otro, que no me gusta nada; que es perfectamente aplicable a este caso. Para muchos ciudadanos estadounidenses es preferible elegir cualquier candidato que no esté entre los afectos al expresidente.
Sin embargo, la nueva izquierda, que influye cada vez más en los demócratas americanos, lleva camino de convertirlo en el partido de la “culpa blanca” y la “cultura de la cancelación” -hacer el vacío a quien no se exprese en términos de lo políticamente correcto-; el partido de las gentes que dicen "persona que da a luz" en lugar de "madre", y que quieren culpar al FBI de los padres que tienen el descaro de criticar a los maestros, como ha indicado también el semanario “The Economist”. El alejamiento del centro político que este discurso determina, se convierte en un arma arrojadiza en su contra, y a favor del populismo del ala “trumpista” mayoritaria entre los republicanos.
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