Columna publicada en El Imparcial, el lunes 6 de marzo de 2023
En su libro de poemas titulado “El rayo que no cesa”, escribió Miguel Hernández los versos que decían: “Un carnicero cuchillo/de ala dulce y homicida/sostiene un vuelo y un brillo/alrededor de mi vida”. El cuchillo que aletea las existencias de los distintos regímenes políticos puede sin duda atender al nombre de corrupción. Afecta, insisto, a cualesquiera sistemas de organización del gobierno, pero se nota más en las democracias, en las que el silencio de los medios de comunicación es más complicado y subsisten algunos de los procedimientos de control externos a las administraciones públicas, muchas veces a pesar de lo que desearían éstos.
Con frecuencia se considera por el común de las gentes que los episodios de envilecimiento de las organizaciones institucionales deben tener por fuerza un componente económico. De esta manera, un “político corrupto” es el que saquea a la administración objeto de sus corruptelas con el fin de obtener un beneficio personal de la gestión realizada. No es el único de los escenarios posibles de este tipo de prácticas, aunque se trate del más común. El más generalizado, y además el más transversal de cuanto a las ideologías que dicen asumir los sujetos corrompidos. Se produce este fenómeno en todos los ámbitos del arco parlamentario, y como botón de muestra, ahí está la podredumbre situada en la derecha con el caso “Kitchen”, como en la izquierda con la reciente peripecia del asunto “Mediador”; lo están los nacionalistas vascos con el caso “De Miguel”, los independentistas catalanes malversadores de fondos o de Laura Borrás y su presunto troceamiento de contratos. Pero la corrupción no es sólo un problema que afecte a los políticos españoles, aunque en los últimos tiempos han demostrado éstos un consumado afán depredador; el caso Qatar o Moroccogate que ha afectado a la ex vicepresidenta del Parlamento Europeo, Eva Kaili, y al ex miembro de esa misma institución, Pier Antonio Panzeri, entre otros, está socavando los niveles de confianza institucional y de transparencia política de que presumía esta institución comunitaria.
Y la tosquedad -la cutrez- de los procedimientos empleados tampoco sabe de fronteras. Las maletas repletas de billetes de curso legal se unen sin solución de continuidad con las obscenas afirmaciones de quienes presumen de dolerles los dedos de tanto contarlos. Quizás tenga un componente más carpetovetónico de la singular ostentación española por el dinero mal ganado su uso en burdeles o en consumo de drogas en tanto que se disfrutan los servicios de las profesionales del oficio; cuesta imaginar que nos encontremos con ese tipo de individuos en una subasta en Sotheby’s para pujar por uno de los selectos muebles de la mansión Ashdown House, sólo por poner un ejemplo.
El “caso Mediador” ha arrojado un elemento de no pequeña importancia en cuanto al ámbito espacial en el que se producen este tipo de comportamientos. El atraco producido en una dependencia gubernamental o de un recinto de la administración pública de las numerosas que en nuestro país existen, hay sobrados precedentes, desde los tiempos del hermano de Alfonso Guerra y su ocupación de un despacho en la delegación andaluza del gobierno central. De ese procedimiento de actuación aprendieron otros, como ocurriera en la Comunidad Valenciana con Ricardo Blasco -que hoy cumple condena de cárcel por el “caso Cooperacion”-; pero no se recuerda, que se sepa, antecedente a la utilización del palacio de las Cortes, sede de la ya un tanto menguada en estos tiempos soberanía nacional, para asombrar a unos incautos empresarios ante el poderío que el diputado, agente corruptor de sus extraviadas conciencias, podría exhibir ante ellos. Cabe afirmar que el hábito hace a veces al monje, lo mismo que los aledaños al hemiciclo demuestran que quienes allí sientan sus reales lo son, diputados, y no personas comunes y corrientes.
En el momento en el que se escriben estas líneas todos los partidos están exhibiendo sus estrategias con las que -aseguran- podrá llegarse al fondo del asunto. Tengo para mí que la menos adecuada para ese fin es la que propone la creación de una comisión parlamentaria de investigación. Más allá de apuntarse al circo mediático que sus comparaciones deparan, no se pretende en ellas obtener resultado alguno que lleve al ciudadano afectado por el latrocinio a una idea clara de dónde han ido los dineros que pagó con sus impuestos, quiénes fueron los estafadores y si es plausible o no que devuelvan lo sustraído. Lenta, garantista y procelosa hasta acercarse al aburrimiento es la acción de los tribunales de justicia: pero con todos sus defectos es la única que podrá arrojar la luz que se pretende. Las investigaciones internas de las administraciones presuntamente estafadas no serán creíbles si sus gestores pertenecen al mismo redil que los sometidos a escrutinio: en esta proto-mafia en la que se ha convertido la política española nada resulta más increíble que un miembro de un partido se investigue a sí mismo, otra cosa es la eliminación del disidente y que tal hecho -como decía Don Vito Corleone en la película de Ford Coppola-, “parezca un accidente”.
Hay sin duda una excepción a lo afirmado. Es ésta la posible indagación de las administraciones europeas, también presuntamente estafadas. No llega hasta allí la larga mano de nuestros corruptos locales. Quizás a sus superiores designios, como en otros tantos supuestos de nuestras insuficiencias patrias, debamos acogernos. Eso sí, reconociendo que ese rayo -como decía el poeta- es incesante y revoloteará siempre sobre nuestras cabezas.
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