viernes, 21 de abril de 2023

La "vivienda digna" de Bildu en la precampaña electoral

Artículo publicado en El Imparcial, el 20 de abril de 2023

Hace poco más de 25 años que la Guardia Civil liberaba a José Antonio Ortega Lara de un secuestro que, además de criminal como lo son todos, resultaba de una crueldad que contaba con pocos parangones. Había sido muy semejante la retención del funcionario de prisiones a las de los prisioneros en los campos de concentración y exterminio nazis, con los que fue comparado el cautiverio de 532 días sufridos por él, a la vista del demacrado aspecto que presentaba Ortega cuando algún perspicaz agente de la Benemérita descubría que debajo de un pesado mecanismo hidráulico podría alojarse el desventurado secuestrado, abandonado a su suerte por los terroristas que ya habían advertido la proximidad de los servidores del orden público.

Tuve la oportunidad de visitar el inmundo zulo en el que la banda terrorista había tenido encerrado a su presa. Además de inhóspito y repleto de humedades causadas por la proximidad de un río, los secuestradores le habían proporcionado su particular venganza al funcionario: un cartel, cuarteado por el agua que impregnaba las paredes del habitáculo, y que anunciaba la bella vista de la bahía de la Concha. Los etarras asegurarían con un sarcasmo, digno de otras causas, que así Ortega tendría la sensación de haber pasado unos días de vacaciones.

No advertí el olor fétido que desprendía el zulo, y del que los directores de “El Correo”, José Antonio Zarzalejos, y de “El Mundo del País Vasco”, Melchor Miralles, dieron cuenta en sus crónicas posteriores. Un olor que traía su causa de la dieta de frutas que tenía Ortega Lara, con los trastornos gástricos correspondientes. Un olor pestilente que ahora se cuela por las tierras del País Vasco y que se ha enquistado en el Palacio de las Cortes, sede de la soberanía nacional.

Porque los que mandaban sobre la vida de los vascos que queríamos ser españoles, y de los españoles que simplemente querían serlo, son los que decretan ahora la calidad democrática de las políticas que se emprenden. Por ejemplo, en el caso de la vivienda y, más en concreto, del acceso a la misma de los jóvenes que cada vez tienen mayor dificultad en emanciparse y de vivir en piso propio.

Una campaña electoral es ámbito propicio para la presentación de propuestas que resultan poco menos que irrealizables. “Las nuevas formas de comunicación -ha escrito el profesor de la Carlos III, Ignacio Sánchez Cuenca, en “El País”- favorecen el ciclo interminable de anuncios de grandes planes que van a traer soluciones no menos grandes. Se trata de crear la impresión -continúa el catedrático, que no milita precisamente en las ideologías de la derecha- de que cada poco tiempo se dan pasos cruciales en la lucha contra el problema que sea…” Propuestas vacías de contenido -continúo yo-, son anuncios que sirven sólo para formar parte del fútil decorado que engalana las contiendas políticas. Buena prueba de ello es la pretendida movilización de las viviendas propiedad del “banco malo” -o SAREB-, de las que, por ejemplo, ni siquiera 500 podrán disponerse en Madrid. Como ha señalado oportunamente Jorge Bustos, se trata además de un oxímoron: ¿Cómo es posible mover un inmueble, nos preguntamos con él?

Aun así, todos los contendientes se han arrojado a la piscina de las promesas, olvidando unos que la deuda pública para financiar las propuestas electoreras va creciendo sin descanso, en tanto que la portavoz de Bildu -que fuera directora del diario Egin, en el que se proclamaban las consignas de ETA y se registraban los anuncios por palabras que pretendía comunicar la banda a los suyos- determina el carácter progresista de unas y de la contextura reaccionaria de las otras.

Y pasados 25 años desde que tuvimos noticia de la “digna vivienda” que los amigos y compañeros de Otegi y Aizpurua adjudicaron a Ortega Lara, han pasado sin que apenas nadie evoque lo sucedido entonces. Ahora que los presos etarras ya se encuentran en cárceles del País Vasco, y a decir de alguna información, dominan la estructura de mando interna de las mismas -selección de películas, economato, librería…-, algo así como hacían los comunistas en algunos de los presidios nazis, en los que ellos constituían el escalón intermedio entre los capos y los presos. Todo ello hasta que les sea concedido -a los terroristas de ETA- el tercer grado y puedan regresar cómoda y libremente a sus viviendas… dignas de su pasado de combatientes -“gudaris”, soldados vascos- que, si perdían la batalla de las bombas-lapa, han ganado al final la guerra del relato.

Nadie crea que detrás de estas promesas quedará algo que no sea la grabación que algún medio de comunicación contrario al poder establecido tenga a bien conservar, a efectos de sacarla del congelador de las propuestas ficticias, llegado el caso de su utilidad. Supongo que los jóvenes madrileños -o que aspiren a integrarse en esa legión- no se concentrarán en las listas de espera que eventualmente habilite el gobierno para su acceso al parque de viviendas así “movilizadas”, ni que se obstinen en rellenar las casillas del programa de internet del Ministerio, o de procurar conectar con algún teléfono de los que se faciliten al efecto. Les auguro, de lo contrario, la melancolía que sucede irremediablemente al fracaso de la gestión: no habrá nadie que les atienda.

Quizás convenga salvar de la quema general la propuesta que ha hecho ese partido que aún aspira a no quedar definitivamente en la cuneta de los sueños rotos, que es Ciudadanos, y que dice querer anticipar una parte de la pensión futura en el anticipo de la compra del piso. Un dinero que procede de una prestación de jubilación que quizás no llegue nunca, o lo haga de forma tan menguada que les haga reír, por no llorar…

viernes, 7 de abril de 2023

Pienso en las cosas perdidas


Artículo publicado en El Imparcial, el 6 de abril de 2023

En estos tiempos posmodernos en los que los ritos procesionales de la Semana Santa se combinan con las vacaciones en la playa; y en los que una precampaña electoral nos atosiga con propuestas que envuelven un contenido inexistente; y se diría que es lo mismo un político cualquiera que su alternativa, porque todos se obsesionan con la obtención del poder, rechazando -por inconveniente- cualquier posibilidad de transformación política, si ésta no procede de sus eventuales socios, quienes, en suma, sólo aspiran a desmontar el “Estado del 78” o retrasar el reloj de la historia al menos 40 años… Cabe evocar hoy, las ilusiones que se llevaron los vientos de los inviernos transcurridos, en el comentario de las personas que me acompañaron en la presentación de mi novela sobre un político valenciano corrupto, de esos que entendía la política como el mejor de los procedimientos existentes para enriquecerse.

Pero este comentario no quiere referirse a la corrupción, tampoco a “La piel del plátano”, que es el título de la mencionada novela, sino a los dos presentadores de la misma, Juan Carlos Girauta y Eloy García, escritor y ex-diputado, el primero; catedrático de Derecho Constitucional, el segundo, que mantendrían un diálogo de altos vuelos sobre la literatura, la política, la condición humana y los tiempos que vivimos hoy y en los que nos ha correspondido conocer.

Girauta forma parte del exilio interior provocado por la intolerancia nacionalista que se ha apoderado de Cataluña ante la desidia de unos, y el apoyo de otros, en esta Villa y Corte de Madrid, que no ha terminado de comprender lo que significa de verdad el supremacismo de los independentistas. Habría que recordar, en este sentido, lo que recomendaba hacer don José Ortega y Gasset con los cantos de sirena: oírlos al revés.

Existe una cierta amargura en el exilio. Por las gentes que quedan detrás, desde luego, pero también por los objetivos que un día pretendías y que no se han cumplido. Y ese Juan Carlos Girauta, a quien conocí una tarde bruselense recostado en un sofá del Parlamento Europeo, y a quien después traté, en compañía del profesor Sosa Wagner y del abogado y corresponsal de guerra, Javier Nart, -“las guerras se han inventado para que vaya Nart a informar de su desarrollo”, diría Sosa-; ese Girauta que creía tan firmemente en la victoria de Ciudadanos y en la presidencia de Rivera, y que aún sigue desenvolviendo teorías y explicaciones acerca de porqué no fue posible, cómo pudo ocurrir que un partido que estaba a la cabeza en las encuestas de entonces se haya precipitado hasta la desaparición en la inmensa mayoría de las recientes.

Tampoco es objeto de estas letras ofrecer al lector mi opinión sobre lo sucedido y de sus causas. Sólo basta decir que allí había un proyecto de transformación de España, de recuperación del país que supo reconciliarse, del acuerdo como fundamento de las grandes decisiones, del retorno a una democracia de españoles libres e iguales, y de un sistema de separación de poderes y de partidos abiertos y participativos como exige la Constitución.

Son las cosas perdidas, como las que nos cantaba Gigliola Cinquetti en el año 1964. Quizás una década más tarde me encontraba con el hoy distinguido cátedro Eloy García, compañero y amigo de interminables paseos entre General Mola -que recuperaría su nombre de Príncipe de Vergara en el año 1981, bajo el mandato del alcalde Tierno Galván- hasta los aledaños de la calle Caídos de la División Azul -cuya denominación aún conserva el callejero madrileño-, discutiendo los dos acerca del futuro político de España, construyendo premonitorios castillos en el aire que esos huracanes invernales se encargarían de desmoronar en muy poco tiempo.

Y había también mucha ilusión juvenil en aquellas caminatas, tanta como la confianza depositada en la política, a la que considerábamos como la solución a todos los males que atenazaban el presente de nuestro país. Y si alguien nos hubiera mencionado la definición que de esa actividad hacía Groucho Marx (“la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”), seguramente habríamos despreciado esa expresión como producto de un furibundo reaccionario. Hoy, lamentablemente, le concederíamos buena parte de razón.

Todavía hoy, que nos corresponde el siempre necesario ejercicio de pensar acerca de la democracia, no colegimos con certeza lo que quieren esos millones de españoles que viven atribulados por el alza de los precios, por el coste de las hipotecas, por el cuidado de sus mayores y de sus niños; qué reclaman ellos de sus políticos y de las instituciones. Y, más aún, en qué España piensan los jóvenes de hoy, que recorren frenéticos las redes sociales en busca de “likes” que confirmen sus actuaciones, de “influencers” a quienes seguir y de “flashes” que han sustituido hace tiempo a las informaciones más reflexivas, en tanto que dilatan todo lo que pueden la constitución de una unidad familiar, cuando no la decisión de tener hijos, y que son cada vez más conscientes de que no deben esperar demasiado del futuro de sus pensiones. Por el momento, la precampaña electoral les mantiene distraídos a base de promesas y subvenciones, pero llegará muy pronto el día en que haya que pagar la factura de la fiesta y se dispare la deuda pública que, en definitiva, siempre pagan las generaciones que nos siguen.

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