miércoles, 26 de julio de 2023

Y, en eso, llegó Sánchez



Se vuelve a poner de moda en España algo tan antiguo en la historia como es la demonización del mensajero: ahora la responsabilidad de la victoria insuficiente, que sabe a derrota, y de la derrota, que también podría ser insuficiente para la victoria, no lo es de los ganadores o perdedores, cualesquiera que sean éstos; son, por lo visto, los institutos de opinión los que han fallado, alimentando las expectativas de unos y enardeciendo el ánimo de resistencia de los otros. Pero yo más bien creo que los encuestadores son unos magníficos profesionales, y que sus estudios nos ofrecen aceptablemente la fotografía que advierten del mapa sociológico del país. Otra cosa es que, en efecto, su lectura conduzca a alimentar la complacencia de quienes se ven beneficiados por ellas, a la vez que enerve el ánimo de quienes piensen que “todavía hay partido”.

Y ante la lectura de las encuestas, el elector avisado, opta por la desmovilización o por su contraria, de modo que analizará si es mejor que repita el gobierno que se presenta a la revalidación -socios, por supuesto incluidos- o permite el acceso al poder de la alternativa que se presenta con una compañía a la que se rebautiza de extrema derecha: o Bildu o Vox; pues prefiero a los segundos, a pesar de su pecado original, que a la “derechona”, parecen decir.

En este sentido, la campaña electoral que acabamos de sufrir me recuerda poderosamente a la de 1996, en la que el PSOE emitió el famoso vídeo del “dóberman”, una peligrosa fiera exhibiendo sus colmillos con aspecto de pocos amigos. A pesar de todo, esas elecciones las ganó Aznar -con una distancia respecto de los socialistas muy pequeña, pero que nos les impidió gobernar a los del PP.

Algunos aseguran no comprender el país que observan sus ojos, piensan que la sociedad española quiere un cambio de régimen, y que los ropajes de la Constitución de 1978 se le han quedado ya estrechos para albergar tanto hecho diferencial territorial y tantas identidades minoritarias grupales como los que existen. Pero tengo para mí que la cuestión es más simple que todo eso: aquí lo que ha funcionado es el miedo al socio de Feijóo, unido a la falta de carisma del personaje llamado a sustituir y enmendar la plana al gobernante. Luego están las explicaciones más pormenorizadas del éxito y del fracaso: Cataluña y el retroceso del independentismo, la escasa cosecha en términos comparativos con las autonómicas y locales de Andalucía o de Madrid, los pactos PP-Vox -lamentablemente conducidos por la dirección de aquel partido-, y otros.

Se abre ahora un panorama de difícil tránsito político y de protocolo lento de realización y de negociación. Feijóo ya ha anunciado su propósito de presentar su mejor derecho a gobernar, pero fracasará seguramente: el maridaje entre su partido, Vox y el PNV es de difícil consumación gastronómica para el estómago de los seguidores de Sabino Arana -no menos, desde luego, para el de Abascal-, más aún si se tiene en cuenta que las elecciones autonómicas están previstas para el año que viene. Más posibilidades tiene Sánchez, aunque para ello tenga que negociar con un evadido de la justicia e inhabilitado como parlamentario europeo que reside en Waterloo; pero, incluso si obtiene el magro resultado de su investidura, tendrá que sortear el difícil obstáculo de un Senado en el que el PP dispone de mayoría absoluta y de opciones de bloqueo y de veto permanentes. No habrá leyes de presupuestos ni ninguna otra que la oposición de la derecha no acepte, que no serán, desde luego, muchas.

Así que el escenario de una repetición de elecciones, como “regalo” de Reyes para los electores, se presenta como una posibilidad no en exceso remota. Para esa oportunidad convendría apuntar una reflexión adicional: en esta España de empate infinito entre las derechas y las izquierdas, sometida al arbitraje final de los nacionalistas de todo pelaje, la única manera de evitar el abismo que nos dejan los electores es la de recuperar la idea de un tercer partido, nacional y de centro, que permita a la sociedad española escaparse de la elección diabólica entre una izquierda contaminada por los extremos y los independentistas, o una derecha que sólo puede pactar con gentes cuyo modelo nos lleva más a las nostalgias del pasado y a las distancias con el proyecto europeo, que es uno de los logros más valiosos de la España democrática del 78.

Sería necesario, entonces, situar en el tablero electoral la recuperación de un partido centrista y liberal, que represente a la “tercera España”, alejada de rojos y azules, con propuestas que reconcilien una idea de país con la necesidad de la reforma desde los cauces constitucionales, sin vaciamiento de la Carta Magna y con acomodación a los nuevos usos y urdimbres de una sociedad en permanente evolución. Y, desde luego, consciente de su papel instrumental al servicio de los españoles, y no llevado, por el contrario, del endiosamiento que es tan habitual en los pagos políticos.

Porque los electores deciden entre las ofertas que se les presentan. Y el consumidor político español tiene ante sí un supermercado repleto de variados productos, pero carente de un género que, aunque no se advierta en ocasiones, es necesario para garantizar la digestión de los demás: una especie de bicarbonato que combata la acidez que producen los artículos de mayoritaria venta.

Merece la pena, creo, repensar la idea; encontrar los candidatos; establecer los programas… y ofrecer a la sociedad española la posibilidad de escapar a la maldición histórica y existencial de eso que Gil de Biedma decía de todas las historias de la historia de España: que siempre terminan mal.

miércoles, 19 de julio de 2023

Una España cada vez más rural


El candidato del PP a la presidencia del Gobierno ha insistido en presentarse a sí mismo como un auténtico producto de la España rural, que ha sido rebautizada como la España vaciada. Tendría así, Alberto Nuñez Feijóo, la cualidad de un hombre sencillo, se diría que “de pueblo”, alejado por lo tanto de las connotaciones de cosmopolitismo que no dejan de resultar cargantes para algunos.

Hay, como en todos los debates políticos, un exceso de verborrea demagógica, unida a una notable ausencia de propuestas concretas verdaderamente viables para que la realidad del vaciamiento pueda revertirse, de modo que los pueblos de España recuperen cierta presencia humana. Y no sólo porque su desaparición supone un triste abandono de casas y costumbres, de gentes que viven en soledad, de ancianos apegados a su tierra que carecen de atención médica y social; es que también se va con ellos la industria agrícola y ganadera, y quedan los bosques, que abandonados a las temperaturas tórridas se incendian, y la desertificación humana nos lleva a un desastre ecológico que tiene muy pocos paliativos.

La pandemia del Covid19 parecía que podía convertirse en un punto de inflexión, y que ese largo periodo de enclaustramiento supondría un cambio de paradigma, no sólo por la detención del éxodo hacia las grandes urbes, sino por el retorno al campo de muchas familias dispuestas a recuperar la calidad de vida de que se dispone en el ámbito rural. Sin embargo, algunos estudios revelarían muy pronto que no sería así y que la tendencia a la migración se mantendría una vez cerrado el paréntesis de la enfermedad.

De esta forma se manifestaba un artículo publicado por “El Confidencial”: “Durante los meses más complicados de la pandemia surgieron grandes reflexiones sobre el modo de vida de la sociedad y despertaron antiguos anhelos de una existencia más tranquila y placentera. Uno de ellos era la vida en el campo, más recogida y 'humana', pero con una buena conexión a Internet 5G para teletrabajar. Durante muchos meses pareció que la pandemia y las tecnologías cambiarían el modo de vida de los ciudadanos alterando para siempre los flujos migratorios dentro de España. Serían la cura para la enfermedad crónica de la despoblación. Hoy sabemos que no fue así: los flujos migratorios de las ciudades al mundo rural fueron un deseo convertido en espejismo”.

Un espejismo que no sólo se advierte en las épocas actuales. Expresión meridiana de la contraposición entre el campo y la ciudad se produjo en los sitios que sufriera la villa de Bilbao a cargo de las fuerzas militares carlistas. En su todavía no publicado trabajo sobre la memoria de aquellos episodios, Xabier Erdozia ha escrito:

“La capital vizcaína, por su parte, asumió aquella interpretación, y durante el asedio colaboró en la articulación del nuevo estereotipo, asociado a lo arcaico, lo reaccionario y antipatriótico. Como ya había ocurrido en las experiencias de la guerra anterior, su discurso se nutría de la contraposición entre un espacio urbano identificado con el progreso y un entorno rural cuya factura romántica adquirió entonces tintes de ignorancia, sumisión, fanatismo y de costumbres y actitudes bárbaras. ‘La Guerra’ (un periódico de la época) afirmaba, ‘el partido carlista, en primer término, y en segundo la población rural de Vizcaya son la causa de las inmensas pérdidas que sufre Bilbao’, y describía aquel conjunto humano como ‘el tipo más acabado y perfecto de la perfidia y la ingratitud’. Según Irurac-bat (otro periódico de aquellos tiempos), el levantamiento de la provincia había obedecido ‘principalmente al encono y odio que los jaunchos (los señores de las zonas rurales, en alguna medida, caciques) y los clérigos (habían) procurado mantener cada vez más vivo en los pueblos contra la villa’; y el bombardeo, que obedecía ‘a ruinosas pasiones’, se realizaba ‘para satisfacer el ardiente deseo de los cabecillas y batallones vizcaínos’. Y es que un cerco aúna las experiencias del frente y de la retaguardia, un contexto en el que el sufrimiento colectivo dota a los ideales de un sentido emocional, y donde el resentimiento hacia el enemigo facilita la identificación con la visión simplificadora de cualquier conflicto que promueve el nacionalismo”.

La contraposición entre la ciudad y el campo contiene también, por lo tanto, razones ideológicas e históricas, más allá del ámbito de protección de las villas respecto del espacio rural, al que se refería el historiador y político bilbaino Gregorio Balparda. Y podríamos recordar en este sentido las hordas de los “bagaudas” que a finales del imperio romano asolaban a las gentes de los territorios rurales obligándolas a acudir a la protección de las ciudades fortificadas con portones de acceso que se cerraban al tráfico humano por la noche.

Razones ideológicas e históricas, sí, pero también económicas y de mentalidad. El ser humano ha dividido los ámbitos de estudio en especialidades, pero el hombre no es unidimensional -como titulaba el ensayista Marcuse una de sus más célebres obras-. Y los motivos del éxodo del campo a la ciudad como su eventual regreso a él no se acomodan sólo al progreso que ofrecen las ciudades frente a la posible reacción al cambio que resulta sintomática en los pueblos. Las ocasiones de mejora personal existen en mucha mayor medida en las ciudades y desaparecen con el estrechamiento vital de los núcleos de inferior tamaño.

Pero eso mismo ocurre con las ciudades pequeñas y aún medianas respecto de las grandes urbes. Por eso la ruralización de España tampoco se define en términos de la tantas veces denominada como “España vaciada”. Habría más bien que definirla como la contraposición entre la “España -o la Europa, o el mundo- de las oportunidades” respecto de la España que apenas las ofrece.

Por eso, y sin perjuicio de estimar como altamente positiva la posición del candidato Feijóo, me temo que sus deseos no pasarán de constituir un pequeño tributo a la nostalgia de la recuperación de los tiempos que pasaron ya, la expresión de un empeño de imposible concreción, o sólo un brindis al sol, de esos que carecen de contenido.

viernes, 14 de julio de 2023

De carteles y platós


Artículo publicado en El Imparcial, el 12 de julio de 2023

Las campañas electorales ya no son lo que eran. Los carteles que inundaban las paredes de nuestras calles, con los consabidos equipos de los partidos pegando sus pasquines sobre los que habían fijado los otros, en una ronda nocturna de resultado imprevisible, ya no forman, por fortuna, parte de nuestro paisaje urbano. Se trataba en realidad de una actividad bastante intrascendente, salvo para los candidatos. Recuerdo, en este sentido, cómo un cabeza de lista en el País Vasco protestaba invariablemente si en el trayecto entre su domicilio y la sede del partido no se encontraba con su imagen fijada a los muros: hubo que contratar a un equipo especial para que ese trayecto matutino del político no le deparara contrariedad.

Hoy los carteles cuelgan ordenadamente en las farolas. Y hasta hay partidos que renuncian a los mítines, porque resultan caros, sólo movilizan a los militantes y el breve corte que de ellos se ofrece en los telediarios se puede cubrir de otra manera. Quizás por eso el candidato-presidente del Gobierno ha preferido lanzarse a los platós televisivos -incluidos los propios- y a las cadenas de radio.

Quizás pensaba Sánchez que el dominio de los medios que esa actuación le suponía, convertiría en poco menos que un paseo triunfal el debate televisivo del 10 de julio. No sabíamos demasiado de la capacidad dialéctica de su adversario y sí era conocido, por el contrario, que el presidente en ejercicio mantiene una relación distante con los escrúpulos, el respeto al rival y la moderación en las formas: el resultado podía muy bien ser incierto, hasta el punto de recortar aún más la distancia existente entre el PP y el PSOE.

Sánchez sabe que la victoria de su candidatura es imposible, de modo que el mejor de los resultados para él consiste en que se produzca una situación de bloqueo (PP y Vox no suman, la izquierda y la extrema izquierda, más los nacionalistas de toda laya tampoco) y no exista otra solución que la repetición de elecciones, en las que el actual inquilino de la Moncloa disponga de una nueva oportunidad.

No estaba mal urdida esa estrategia para sus propios intereses. Así que acudió al debate como si no existiera en el plató nadie más que él. No existía oponente, por lo visto, al otro lado de la mesa; ni tampoco moderadores (en realidad estos últimos apenas se hicieron notar a lo largo de la noche, lo que no deja de constituir un insólito lujo o una confusión entre la idea de la objetividad y la de simplemente no arbitrar en la contienda).

La arrogancia, la falta de educación, la soberbia -incluso- fueron los principales errores del socialista; pero los tuvo también menores, que supongo que al común de la gente trastornan poderosamente. El paseo del Falcon, la mención de su teléfono móvil como síntoma de transparencia (seguramente nos habría ido algo mejor a los españoles con nuestros problemas en el Magreb si ese instrumento de comunicación hubiera sido sellado al espionaje de terceros); y la expresión evocada por él, “que te vote Chapote”, no pareció tampoco muy conveniente para su particular convento.

Estaba el inquilino del complejo monclovita quizás demasiado imbuido del síndrome que provocan esas estancias como para advertir que no todo lo que ocurre en el interior de su casa presidencial se parece como una gota de agua a la otra con la que vivimos los españoles de a pie. Uno puede agitar la bandera del PIB, citar el 2% de inflación o el incremento del salario mínimo; pero a lo mejor no comprende -y se diría que en realidad no lo hace- que la cesta de la compra está cada vez más cara, que lo del producto bruto no lo entiende todo el mundo y tampoco llega a sus bolsillos en forma de dinero contante y sonante, y que lo del decremento del paro puede llegar hasta a dar risa si el afectado es un fijo discontinuo.

Y eso en lo que se presume que son los logros del presidente, en la economía. Pero quedaban los aspectos más problemáticos para él: el apoyo de independentistas y herederos del terrorismo a sus políticas, y el trueque para ello de medidas que debilitan al Estado -delito de sedición, malversación…-. De forma tal que hasta el talón de Aquiles de Vox podía llegar a sonar como una aburrida letanía sin efecto. Además, que tanto el partido presidido por Abascal como Sumar de Yolanda Díaz -más el primero-, aparecieron sólo como convidados de piedra de una ceremonia celebrada una vez más en adoración al bipartidismo imperante.

Las campañas electorales han cambiado, en efecto. Pero no lo ha hecho la importancia en la orientación del voto que suponen las encuestas. Esta contienda además está siendo aderezada con “trackings” diarios en los más significativos medios de comunicación.

Desde muy antiguo he sostenido que los sondeos son en España una especie de primera vuelta de las elecciones, en especial para el grupo de los indecisos que se sitúan mayoritariamente en el centro del mapa político. Un conjunto de gentes liberales, ilustradas y con capacidad de convencer a sus círculos cercanos de lo adecuada que es su decisión.

Si conectamos ese voto al debate del día 10 con el efecto de arrastre que el partido de Feijóo obtendrá de los electores a su derecha y a su izquierda, no será difícil vaticinar que -salvo error grave- el candidato del PP se alce con una victoria bastante apabullante para su rival televisivo y para su contendiente en el espacio político de la derecha. Que sea para bien.

lunes, 10 de julio de 2023

Usar la democracia para destruirla


Dagoberto Valdés es un joven cubano. Nació en el año 1955, con lo que anda ya por los 68; pero su ilusión por el trabajo, la energía tranquila que emplea en su vida cotidiana y su empatía con las gentes y las cosas nos demuestran esa cualidad de juventud de espíritu que, al cabo -habrá que resignarse- es el único consuelo que nos queda a los que somos de esa promoción.

Dagoberto -Dago, para los amigos- destripa, con precisión de cirujano experto, el proceso por el cual el populismo pervierte y destruye las democracias en las que se asienta.

El punto de partida del guión es que ya no existe espacio para la revolución. La ría del Nervión, que bajaría teñida de sangre como consecuencia de un proceso de esa clase -según relataba un militante maoísta bilbaino, tiempo después devenido en directivo de la Caja de Ahorros municipal-, produce en este mundo global y televisado un horror que nadie está dispuesto a soportar.

Es preferible entonces -como afirma Valdés- introducirse “en las dinámicas e instituciones del sistema democrático con un discurso demagógico y apocalíptico”.

Se comienza por la manipulación de los grupos más desfavorecidos, a los que con demandas a ellos dirigidas tienen a sus proponentes como únicos agentes susceptibles de su solución.

Elevan después a categoría de la generalidad los casos de corrupción. Todos los partidos y todos los políticos son, en consecuencia, deshonestos, de modo que es el propio sistema el que se encuentra viciado.

Su programa político tiene por lo tanto un carácter negativo o de rechazo del ‘statu quo’ anterior. Es importante para ellos establecer un marco cultural y educativo diferente del existente y sujeto al control del nuevo aparato ideológico-político.

Vincula, y con razón, Dagoberto, esa máquina de actuación con el portador del mismo: el hombre fuerte, al que se le entrega de manera ciega el mando y el control de la situación. Las instituciones han quedado sustituidas por él. Ya lo decía Emma Bonino: hay que confiar más en las instituciones y tener mucho cuidado con ese tipo de seres.

Se introduce entonces otro ingrediente del populismo, el de convertir las elecciones en un arma arrojadiza: “Vota donde más les duele”, aseguraba un slogan muy conocido en su época que utilizó Herri Batasuna en una campaña electoral a las europeas y que le supuso un importante rédito en términos de votos en esa contienda: ciudadanos refractarios con el sistema apoyaron la candidatura de un partido que alentaba y justificaba el terrorismo, y no lo hacían porque compartieran necesariamente ese procedimiento asesino, ni siquiera seguramente sus objetivos independentistas, se trataba de la opción “que más les j…”

De esa forma, quienes reciben el voto de los electores -no necesariamente su confianza- no resultan siempre acreedores de ellos, ni por su trayectoria anterior, ni por su preparación para el puesto a desempeñar, ni por los programas que presentan. El voto desde el resentimiento no augura demasiadas expectativas, tampoco del lado de los que lo ejercen: el odio nunca ha generado ningún resultado positivo, que se recuerde, en la historia.

La carencia de preparación de los elegidos se convierte en la acumulación de errores sin medida cometidos por ellos. Algo parecido hemos vivido en España con la ley del “sí es sí”. Pero no es ése sólo el caso, como asegura Dago Valdés, “cuando sale electo por métodos democráticos legitimados por una Constitución, en elecciones libres, plurales, competitivas y monitoreadas por la sociedad civil y auditores internacionales, entonces ellos mismos comienzan calladamente otra historia”.

Empieza entonces lo que el líder del proyecto Convivencia denomina como la “penetración” de los populistas en los tres poderes del Estado de Derecho. Para ello sitúan en esas instituciones a seguidores fieles. No son -según Valdés los más capacitados para el desempeño de tales funciones, ni los más honestos: les basta con que sean obedientes. Actuarán desde entonces como auténticas termitas, abriendo grietas desde dentro del sistema, convirtiendo en irreconocibles los conflictos que son normales en cualquier sociedad y atacando a las personas que encarnan el viejo régimen a destruir.

Para Valdés, este hecho hay que ponerlo en relación con el instrumento populista de la división, el enfrentamiento en la sociedad y el ataque a las fuerzas de orden público, lo que pondría en evidencia la supuesta ingobernabilidad del sistema, por supuesto que provocada por ellos mismos.

Efectuada esa operación, los populistas de nuevo cuño propinan el golpe letal, el definitivo: la reforma de la Constitución. Ya decía Pablo Iglesias (Turrión) que el gran error de los bolcheviques consistiría en no someter a referendo la revolución. No es necesario explicar que el nuevo régimen previsto por la Carta Magna que propondrán, destruye todos los elementos de la democracia liberal; la división de poderes, la libertad de expresión, de organización de partidos, sindicatos y asociaciones, de información… sustituyendo todo esto por unas elecciones falseadas que permitan la intervención del poder en todos los ámbitos de la vida política y social. 

Podrán luego gestionar mal o peor -como ocurre en Venezuela o en Rusia-, pero ya su poder ha devenido en incontestable y la posibilidad de un regreso a la normalidad poco menos que imposible.

Sirva este comentario como guía o aviso para navegantes más o menos crédulos sobre el impacto de los nuevos salvadores de estos tiempos, basado en mi, más o menos, libre interpretación -respetuosa, espero- de las ideas de mi amigo Dago.

domingo, 2 de julio de 2023

Cómo crear un partido para destruirlo

En su ensayo "Twilight of Democracy", Anne Applebaum escribe: "Piense en cómo las compañías discográficas crean nuevas bandas de pop: hacen estudios de mercado, eligen los tipos de caras que coinciden y luego comercializan la banda publicitándola entre el grupo demográfico más favorable. Los nuevos partidos políticos ahora funcionan así: pueden agrupar temas, volver a empaquetarlos y luego comercializarlos, utilizando exactamente el mismo tipo de mensajes dirigidos, basados exactamente en una investigación de mercado, que sabe que ha funcionado en otros lugares".

Es cierto, la política -mejor, los partidos- se viven sometidos a una estrategia comercial permanente. Fabricar un producto político es muy parecido a crear un hit musical, un cosmético o un coche. Todas esas mercancías -y la práctica totalidad de las demás- vienen marcadas por ese signo. Hasta la cultura, el arte, la literatura, son aceptados o rechazados -encargados a sus creadores, incluso- sobre la base de su capacidad de transacción comercial ("ese tipo de novela no se vende…", observará el avezado editor a un descorazonado autor que ha puesto todas su energía y sapiencia en la elaboración de un determinado texto).

Además que hoy en día resulta relativamente fácil crear un partido político, como lo es la producción de una mercancía cualquiera, de acuerdo con la atinada reflexión de Applebaum. Véase el caso de la francesa "En Marche", que lleva en su nombre las siglas de su fundador, Emmanuel Macron; un partido que se hizo desde la nada, porque nada más que cenizas políticas existían a su izquierda y a su derecha inmediatas, no existía otra cosa que se opusiera a su partido que el populismo lepenista.

También el caso español evidencia la facilidad en la creación de un partido político. UPyD nacía de la mano de un grupo de aguerridos componentes del agit-prop que encontraba sus raíces en la lucha antiterrorista y en contra del nacionalismo que se imponía -y se impone, quizás ya de manera irreversible- en el País Vasco. El partido, del que quien escribe estas líneas fue fundador, concurriría a las primeras elecciones legislativas, presentando listas en todas las circunscripciones provinciales y financiaría su modesta campaña con bonos que sus suscriptores pudieron cobrar finalizada ésta, una vez que el partido magenta obtenía un escaño por Madrid para Rosa Díez.

El caso de Ciudadanos tiene también alguna similitud con el anterior, aunque sería la casualidad de la inicial del nombre de pila de su presidente (unida a la inveterada lejanía que los intelectuales han manifestado siempre respecto de su implicación partidista) la que le encumbraría a ese puesto. C’s nacería -como lo hiciera UPyD- en territorio hostil, y como respuesta a un PSC cada vez más entregado a los postulados nacionalistas. Un líder fresco, ambicioso y una campaña electoral que lo presentaba como alguien transparente y sin ataduras haría el resto.

Los partidos nuevos son producto de los seres humanos y -como éstos- nacen, crecen, se reproducen -en facciones, tendencias, capillas y sectas o grupúsculos- y mueren. También ocurre lo mismo con los partidos tradicionales, a veces: la omnipresente Democracia Cristiana en la política italiana, que constituiría su partido clave durante 50 años, desapareció sin dejar rastro, despeñada en el abismo por la corrupción; y el partido socialista francés, que tantos líderes generó para su país (Delors, Mitterrand, Rocard…) ya es sólo un apéndice de una coalición liderada por la extrema izquierda.

En nuestro caso también UPyD y C’s han cerrado sus barracones y regresado a sus cuarteles de invierno. Los personalismos mayestáticos y otros errores llegarían a arruinar unos proyectos que habían nacido con singular entusiasmo. No les importó a sus líderes el desencanto que provocarían entre sus gentes a base de procedimientos disciplinarios o imposiciones sin cuenta ni cuento. La irresponsabilidad de su comportamiento lastraría la imagen de esos dirigentes para lo porvenir, y es que la ilusión por el compromiso político de la ciudadanía resulta tan difícil de conseguir que su anulación constituye un delito (democrático) que ya que carece de artículo en el Código Penal debería tenerlo en el código de conducta ético, al menos el de la historia.

La vida de un partido político en este siglo de democracia líquida que corre en el presente siglo, ya no se parece a la que vivieron las organizaciones de la pasada centuria, cuando se paseaba uno por las ciudades intermedias de España -de toda Europa, al cabo- y se encontraba con las sedes de los partidos principales, con sus secretarios de organización y sus estructuras municipales y provinciales. Se trataba de una "democracia sólida", con cimentación, cimiento y paredes fijas, y algún retrato de Pablo Iglesias (Posse) o una foto dedicada por José María Aznar a la organización local correspondiente. Hoy bastaría con un experto en RRSS para ponerlo en marcha, y la sede es ya un territorio virtual, que no físico.

Nacidos y desaparecidos, queda por ver -la vida política es rica y procelosa- si los partidos políticos pueden revivir -o reencarnarse- después de morir. No es imposible, ya que tal posibilidad depende en especial de los que un día fueron sus electores. Y es que la virtualidad de la democracia no reside en los partidos -por mucha partitocracia que nos invada-, al final se basa en una ciudadanía que apoya, critica y hasta deserta de las ofertas que se le proponen.

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