lunes, 10 de julio de 2023

Usar la democracia para destruirla


Dagoberto Valdés es un joven cubano. Nació en el año 1955, con lo que anda ya por los 68; pero su ilusión por el trabajo, la energía tranquila que emplea en su vida cotidiana y su empatía con las gentes y las cosas nos demuestran esa cualidad de juventud de espíritu que, al cabo -habrá que resignarse- es el único consuelo que nos queda a los que somos de esa promoción.

Dagoberto -Dago, para los amigos- destripa, con precisión de cirujano experto, el proceso por el cual el populismo pervierte y destruye las democracias en las que se asienta.

El punto de partida del guión es que ya no existe espacio para la revolución. La ría del Nervión, que bajaría teñida de sangre como consecuencia de un proceso de esa clase -según relataba un militante maoísta bilbaino, tiempo después devenido en directivo de la Caja de Ahorros municipal-, produce en este mundo global y televisado un horror que nadie está dispuesto a soportar.

Es preferible entonces -como afirma Valdés- introducirse “en las dinámicas e instituciones del sistema democrático con un discurso demagógico y apocalíptico”.

Se comienza por la manipulación de los grupos más desfavorecidos, a los que con demandas a ellos dirigidas tienen a sus proponentes como únicos agentes susceptibles de su solución.

Elevan después a categoría de la generalidad los casos de corrupción. Todos los partidos y todos los políticos son, en consecuencia, deshonestos, de modo que es el propio sistema el que se encuentra viciado.

Su programa político tiene por lo tanto un carácter negativo o de rechazo del ‘statu quo’ anterior. Es importante para ellos establecer un marco cultural y educativo diferente del existente y sujeto al control del nuevo aparato ideológico-político.

Vincula, y con razón, Dagoberto, esa máquina de actuación con el portador del mismo: el hombre fuerte, al que se le entrega de manera ciega el mando y el control de la situación. Las instituciones han quedado sustituidas por él. Ya lo decía Emma Bonino: hay que confiar más en las instituciones y tener mucho cuidado con ese tipo de seres.

Se introduce entonces otro ingrediente del populismo, el de convertir las elecciones en un arma arrojadiza: “Vota donde más les duele”, aseguraba un slogan muy conocido en su época que utilizó Herri Batasuna en una campaña electoral a las europeas y que le supuso un importante rédito en términos de votos en esa contienda: ciudadanos refractarios con el sistema apoyaron la candidatura de un partido que alentaba y justificaba el terrorismo, y no lo hacían porque compartieran necesariamente ese procedimiento asesino, ni siquiera seguramente sus objetivos independentistas, se trataba de la opción “que más les j…”

De esa forma, quienes reciben el voto de los electores -no necesariamente su confianza- no resultan siempre acreedores de ellos, ni por su trayectoria anterior, ni por su preparación para el puesto a desempeñar, ni por los programas que presentan. El voto desde el resentimiento no augura demasiadas expectativas, tampoco del lado de los que lo ejercen: el odio nunca ha generado ningún resultado positivo, que se recuerde, en la historia.

La carencia de preparación de los elegidos se convierte en la acumulación de errores sin medida cometidos por ellos. Algo parecido hemos vivido en España con la ley del “sí es sí”. Pero no es ése sólo el caso, como asegura Dago Valdés, “cuando sale electo por métodos democráticos legitimados por una Constitución, en elecciones libres, plurales, competitivas y monitoreadas por la sociedad civil y auditores internacionales, entonces ellos mismos comienzan calladamente otra historia”.

Empieza entonces lo que el líder del proyecto Convivencia denomina como la “penetración” de los populistas en los tres poderes del Estado de Derecho. Para ello sitúan en esas instituciones a seguidores fieles. No son -según Valdés los más capacitados para el desempeño de tales funciones, ni los más honestos: les basta con que sean obedientes. Actuarán desde entonces como auténticas termitas, abriendo grietas desde dentro del sistema, convirtiendo en irreconocibles los conflictos que son normales en cualquier sociedad y atacando a las personas que encarnan el viejo régimen a destruir.

Para Valdés, este hecho hay que ponerlo en relación con el instrumento populista de la división, el enfrentamiento en la sociedad y el ataque a las fuerzas de orden público, lo que pondría en evidencia la supuesta ingobernabilidad del sistema, por supuesto que provocada por ellos mismos.

Efectuada esa operación, los populistas de nuevo cuño propinan el golpe letal, el definitivo: la reforma de la Constitución. Ya decía Pablo Iglesias (Turrión) que el gran error de los bolcheviques consistiría en no someter a referendo la revolución. No es necesario explicar que el nuevo régimen previsto por la Carta Magna que propondrán, destruye todos los elementos de la democracia liberal; la división de poderes, la libertad de expresión, de organización de partidos, sindicatos y asociaciones, de información… sustituyendo todo esto por unas elecciones falseadas que permitan la intervención del poder en todos los ámbitos de la vida política y social. 

Podrán luego gestionar mal o peor -como ocurre en Venezuela o en Rusia-, pero ya su poder ha devenido en incontestable y la posibilidad de un regreso a la normalidad poco menos que imposible.

Sirva este comentario como guía o aviso para navegantes más o menos crédulos sobre el impacto de los nuevos salvadores de estos tiempos, basado en mi, más o menos, libre interpretación -respetuosa, espero- de las ideas de mi amigo Dago.

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