Don Felipe acaba de proponer a Pedro Sánchez como candidato a presidente del Gobierno
Y es cierto que algunos sectores de la opinión pensaban que le era posible al Rey posponer -esto es, dificultar- esa designación, de manera que no quedara otra alternativa que la repetición electoral, y con ella, situar al conjunto de los ciudadanos españoles ante la responsabilidad de una decisión que presenta pocos matices: la amnistía para los cientos de personas participantes en el proceso soberanista o la confirmación del proceso democrático que los españoles acometimos en la transición que culminaría en la Constitución de 1978. El comunicado de la Casa Real que acompaña la designación del candidato socialista se justifica en el cumplimiento de las previsiones establecidas en la Carta Magna. Que el candidato Sánchez no pueda exhibir ante Su Majestad la mayoría para resultar investido no era razón suficiente para no designarlo. Tampoco la tenía Feijóo, y antes de éste, tampoco Rajoy en 2016 -que rechazó el real encargo-, ni Sánchez -que lo intentó sin éxito después de pactar con Ciudadanos.
Podría haber utilizado el Rey el argumento de la negativa de acudir a Palacio de las fuerzas políticas que, en flagrante desacato de sus obligaciones constitucionales, no le ofrecieron su posición respecto del candidato a la investidura -tan obligado está Don Felipe a llamarles, como ellos a presentarse ante el Jefe del Estado- la democracia se sustenta en la práctica de las formas, pero éste es cada vez más un país de chirigota en el que cada uno dice, promete, jura y hace lo que mejor le viene en gana.
Pero tampoco este último argumento parece haber sido esgrimido por el presidente en funciones, que se ha presentado ante Su Majestad con la sola cifra de los 121 diputados que obtuvo en las pasadas elecciones.
Nada más podía hacer entonces el Rey. Y ahora, si las cosas ocurren de la manera más probable, seguiremos experimentando el progresivo troceamiento del salchichón de la soberanía -quizás fuera mejor decir que de la dignidad- nacional.
Ya habíamos comprobado con desconsuelo cómo los dirigentes del proceso independentista eran indultados. Ahora veremos con amargura y abatimiento cómo más de 1400 investigados por su participación se verán beneficiados con medidas de gracia de las que aún no conocemos cómo serán denominadas en la proposición de ley -no un proyecto de ley orgánica, como debiera-, hurtando así los controles previos y previstos. ¿Bautizarán al engendro, hijo de Frankenstein y el mero apetito del poder -no de la agenda progresista ni de la paz social en Cataluña, como le gusta afirmar al candidato- como la “ley de la generosidad”? Se admiten apuestas.
Sometido el texto a la consideración del Tribunal Constitucional, carecerá Don Felipe de la mera posibilidad de negarle su rúbrica. Una firma que enviará a los cubos de basura de su historia personal el excelente discurso televisado el 3 de octubre de 2017, que constituyó lo mejor de su reinado, porque devolvió el ánimo a una sociedad estupefacta ante el desafío cobarde de quienes consideran que la ley simplemente no les es aplicable. Y lo malo es que tienen razón.
Amortizado el discurso del Rey, limitado el ejercicio de sus reservas constitucionales, la figura de Don Felipe se irá pareciendo cada vez más a un pim-pam-pum de feria, que se dobla ante los golpes y regresa para recibir otros, sin perder su bobalicona sonrisa. Un Rey devaluado que observará con desconcierto cómo queda desasistido y desguarnecido, en tanto que la proclamada “mayoría progresista, va cortando rebanadas al salchichón y los “hooligan” de sus socios parlamentarios queman sus retratos a la par que las banderas constitucionales.
Alguno habrá que considere que se trata de una cuestión menor. ¡Qué más da la protección de la monarquía, cuando la forma predominante de gobierno -o de estado, como se dice ahora- en otros países es la república! Pues tiene su importancia, y mucha. Además de la evocación de los derroteros que tuvieron en nuestra historia los dos episodios republicanos -que no es el caso desarrollar ahora, pero que resultaron nefastos-, lo que se ventila no es si resulta más o menos indicada la monarquía en el momento actual, de lo que se trata es de comprender que el Rey es el vértice del ordenamiento constitucional de 1978, que es el de una democracia parlamentaria, en un estado de las autonomías que operan dentro de la unidad de la nación española, “patria común e indivisible…” (art. 2 CE).
No es lo mismo, no podría serlo, un estado fragmentado que el estado de las autonomías previsto por la Constitución; como no es igual una coalición -confederación- de nacionalidades y regiones que un estado unido; tampoco se parece la “casa de tócame Roque” -que era una vivienda madrileña, populosa, destartalada y jaranera, situada al final de la calle de Barquillo- a un hogar ordenado en el que las normas se establecen por acuerdo y se cumplen.
La princesa Leonor jurará en las Cortes Generales su acatamiento a la Constitución el próximo 31 de octubre. Pero ¿a qué Constitución? ¿A la que nos dimos los españoles en 1978 o a la que se está reinventando este “progresismo” que barrena todos los consensos? Y aún más, ¿qué España residual dejará Don Felipe a su hija, siempre que llegue a hacerlo?
No sé si los cálculos políticos de los partidos que consultan los oráculos de las encuestas, para saber si determinada actuación les reporta o les resta votos, tendrán claro si ha llegado el momento de dejar a un lado mítines y jaleamiento de sus líderes y atender las llamadas de una sociedad dispuesta a exigir que en nuestro nombre no se cometa semejante atropello. ¿A qué esperan?
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