miércoles, 29 de enero de 2014

¿Lealtades excluyentes?


La palabra lealtad es seguramente una de las más bellas de las que existen en el diccionario, por lo mismo que la contraria —deslealtad— podría encontrarse en el elenco de las más desagradables. El empresario jerezano Ruiz Mateos acusaba al ex ministro de Hacienda del gobierno socialista, Miguel Boyer, de «desleal», como si fuera esta la peor cualidad que pudiera predicarse de ser humano alguno. Y no le faltaba razón si lo que pretendía era resultar hiriente.

Hay lealtades exclusivas y que podrían además ser excluyentes. Los Evangelios aseguraban que no se puede servir a Dios y al dinero, porque son lealtades que se contraponen en muchos momentos. Pero no siempre ocurre lo mismo, uno puede creer que es leal con dos proyectos porque ambos trabajan por el mismo objetivo, hasta que piensa que uno de los dos ha entrado en colisión con el otro. Entonces ha llegado el momento de valorar cuál de los dos es el principal.

UPyD nació a la acción política con una propuesta de regeneración política de un panorama estancado en partidos similares que determinaban un juego político opaco y cerrado y que habían desarrollado un sistema autonómico insolidario y fragmentado hasta el delirio. Era muy difícil lo que planteábamos, de modo que también nos apuntábamos a lo que comúnmente se denominan «causas perdidas».

Es el caso del Sahara. Un territorio no autónomo —pendiente de descolonización— al que España abandonaba a su suerte, entregando el territorio al Reino de Marruecos, aunque nuestro país conservara la titularidad jurídica derivada de su otrora condición de potencia colonial.
Una causa difícil, abandonada por unos, marginada por otros y vapuleada en fin por quienes decían apoyaría, pero que sólo pretendían acarrear agua al molino de sus intereses independentistas... El Sahara parecía asunto de nostálgicos y de revolucionarios.

UPyD no es un partido de nostálgicos, precisamente; y es un partido reformista y nacional. Todo ello muy distante de algunos de los apoyos que se le presumen a esa causa. Pero sí es un partido que se abona a defender lo que para muchos es simplemente imposible o muy difícil de obtener.
Queremos que se cumpla la ley en el ámbito nacional, aunque la ley no siempre pueda gustarnos; por eso decimos lo mismo en lo que se refiere al ámbito internacional, las resoluciones de NNUU, que en lo relativo al derecho de autodeterminación del Sahara Occidental son claras. Creemos en los valores, y los derechos humanos, conculcados permanentemente por Marruecos, se encuentran también en entredicho en ese territorio.

Unión Progreso y Democracia ha estado desde su nacimiento con la causa y el Pueblo Saharaui. Una delegación presidida por Rosa Díez visitaba los campamentos hace cuatro años y nuestra portavoz firmaba en Rabuni un convenio de colaboración entre nuestro partido y el Polisario; dos altos representantes de la RASD han intervenido en nuestros congresos (en el primero, Rosa hacía ondear la bandera saharaui entre los aplausos de los delegados); hemos participado en asambleas y congresos del Frente Polisario; Rosa Díez acudió al aeropuerto de Lanzarote, en el que se encontraba Aminatou Haidar y —a petición de esta— se desplazó a El Aaiun para tranquilizar a su familia; el mismo Paco Sosa participó de manera activa en la petición de un premio Sajarov para la mencionada activista saharaui. 
Dicho sea entre otras muchas cosas más.

No se ha quebrado —como algunos afirman— la lealtad de UPyD con el Pueblo Saharaui. Todo lo contrario, las resoluciones en materia de política exterior de nuestro 2º Congreso así lo demuestran. No son, por lo tanto, excluyentes —no podrían serlo— las lealtades a UPyD, si se comparte el ideario de nuestro partido, y a la la liberación del Sahara, recogida en nuestro programa.

Pero habrá quien piense que los caminos se han bifurcado ahora. Respeto su decisión, son muy libres de hacerlo. Nosotros, en todo caso, seguiremos trabajando por los mismos objetivos.

martes, 21 de enero de 2014

Apuntes de una conversación


Esto de la política tiene sus cosas. Unos días arrastran a otros con sus dificultades. A veces —por eso de no levantar la vista mucho más allá de los acontecimientos del día— crees que vives en el estancamiento. Pero basta con mirar hacia arriba y en perspectiva para darte cuenta que los proyectos avanzan y que en ese recorrido quizás hayas tenido tú mismo algo que ver.

Y entre estas cosas de la política —jamás una práctica anodina, desde luego— está la de conocer personas. Como es el caso de mi interlocutor de la pasada semana, cuyo nombre no citaré, por aquello de que las impresiones que suscitan en nosotros personas y hechos no siempre son las mismas para ellas.

Pues diré que mi interlocutor me hablaba de su trayectoria política, que le había llevado a fundar dos partidos políticos —los dos desaparecidos ya. Y a mi pregunta de si con eso ya había quedado satisfecho desde el punto de vista de su contribución a la innovación de la política en España, me contestaría: «De momento».

Y fue entonces cuando empezó a referir su nueva idea.

Para mi amigo, no sólo la relación de los partidos políticos con la sociedad, sino el mismo espacio público ha cambiado con la aparición de internet y las nuevas redes sociales. Las instituciones que hoy sirven para la representación de los ciudadanos, lo eran en función de los antiguos métodos de conexión sociales. La prensa se correspondía con un tipo de democracia representativa que centraba en el parlamento la esencia del sistema, y no se debe olvidar que los cronistas políticos comenzarían su andadura en las cámaras de representantes. Luego vino la radio y, en seguida, la televisión, modificando de manera radical el comportamiento electoral y los hábitos de los ciudadanos y sus representantes. Desde el ya célebre debate presidencial entre Kennedy y Nixon de septiembre de 1960, en que, según se dice, ganaría el segundo para quienes lo siguieron por la radio y el primero para quienes lo hicieron por televisión, ya la caja tonta sustituía al foro parlamentario como eje de la política nacional.

Hoy ni siquiera los artículos de opinión —como este mismo que leen ustedes— suscitan la misma capacidad de influencia que un tweet, que ha venido a modificar el ámbito de la comunicación pública y privada. Lo que no quepa en los conocidos 140 caracteres sobrepasa lo que se deba decir. Margaret Thatcher decía a sus colaboradores que lo que no cabía en una cuartilla no se podía leer y, por lo tanto, no servía para nada, de modo que sus colaboradores se pasaban los días y las noches podando sus informes de toda la hojarasca que se les pudiera haber colado. Hoy ya ni siquiera la cuartilla. Y ya veremos por donde va el mundo en el futuro.

Y volviendo a mi interlocutor, ya todas serían instituciones del pasado. Los parlamentos, solemnes pérdidas de tiempo; los partidos, unas estructuras creadas para que el poder sólo se pueda compartir entre un reducido grupo de amigos. De esa manera, únicamente lo que circula en la red cuenta para algo y se debería desterrar todo lo que no se sitúa en ella.

Un nuevo espacio público en la red que, a la manera de las bandadas de pájaros, forman un colectivo que se mueve en función de lo que le dicten su inteligencia y su instinto. Una especie de sentimiento colectivo que actúa en masa, pone y quita gobiernos y utiliza sus instrumentos para controlarlos.

Una idea sugestiva. Pero, le digo, ¿Dónde quedaría en ese esquema Popper y su huida de la tribu? ¿Dónde el concepto de ciudadano, de individuo? ¿O es que este diseño no nos lleva precisamente a las sociedades primitivas donde nada de lo que se mueve se produce sin el conocimiento y el consentimiento de los jefes de esas entidades?

«Viejo liberal, seguiremos hablando», me dice. Pero yo observo que mis palabras le han producido una cierta mella. Aunque yo no sepa tampoco muy bien si este mundo en el que vivimos ha condenado definitivamente a los arcanos de la historia a esos elementos que configuraban los ejes de nuestra representación. A nuestra generación —con mayor o menor dificultad— nos han servido ¿pero a las siguientes?

martes, 14 de enero de 2014

La volatilidad del voto


En un reciente encuentro con el embajador de uno de los países que iniciaron la creación del proyecto europeo, este me hablaba del cambio producido en los comportamientos electorales de los ciudadanos después de la caída del muro que dividía Berlín, y Occidente de Oriente.

-Antes de eso —me decía—, la gente votaba siempre lo mismo. Socialista, democristiano, comunista... ahora todo es más volátil. Unas veces se vota a la derecha, en otras ocasiones a la izquierda... De manera que resulta difícil prever cuál será el mapa político de los países en un futuro más o menos inmediato.

Esa volatilidad que se presumía en el ambiente —le cuento a mi interlocutor— es la que le hizo al poeta y cantante judío-canadiense Leonard Cohen contestar con lo que podría parecer un exabrupto a quienes le conminaban a celebrar la caída del muro. «No me gusta nada —dicen que afirmó—. Nadie sabe muy bien lo que va a salir de todo esto...» Y no solo eso, Cohen se encerraría en su habitación para escribir un poema al que tituló The Future y que daría también denominación genérica a un LP. En su estribillo proclama: «I've seen the future, brother. It is murder». 

Pero no me voy a poner tan catastrofista como el viejo Leonard. Sólo subrayaré lo que decía el embajador. No es necesario que el futuro sea un crimen, como advertía el poeta. Basta con saber que hemos traspasado el umbral de las seguridades para insertarnos en un mundo en el que resulta imprescindible armarse de nuestras propias convicciones. Las muletas del pensamiento más o menos único que nos ayudaban a entender las cosas de una u otra manera han desaparecido ya, de modo que convendrá que aprendamos a pensar por nosotros mismos.

Era, antes, el escenario de las viejas maneras de entender el mundo, en esa línea divisoria del muro. A una parte del mismo se negaba la libertad, pero se permitía una cierta seguridad en el reparto de una pobreza; todo ello sometido a una economía intervenida y planificada y que sólo funcionaba porque estaba cerrada y contaba con suficiente masa crítica como para repartir la escasez que provocaba el sistema. Al otro, el mundo industrializado, la economía de consumo en masa, a veces el despilfarro de recursos naturales, un mundo libre en apariencia, porque las desigualdades que provocaba -cuando no fueran corregidas por los poderes públicos- no permitían exactamente que esa libertad fuera otra cosa que una mera teoría.

Pero, en todo caso, la dictadura —no del proletariado, del Partido— o la democracia —con todos sus problemas, claro.

Producto de esos dos mundos —y de ese tercer mundo, que en la mayoría de los casos no era sino deudor de uno u otro— eran las ideologías que los dividían. Unas ideologías que nacían del siglo XIX. El conservadurismo rural, con su juego de alianzas definidas por las convenciones feudales; el liberalismo —librecambismo— de las clases medias urbanas emergentes y, con el estallido de la revolución industrial, el socialismo de los partidos de izquierda y los sindicatos de clase.

El recorrido de ideologías y de partidos que las representan ha sido largo. En ocasiones han aparecido denominaciones diferentes que han servido para que algunos huyan de arquetipos inconvenientes. Viejos perros con los collares cambiados, su posición en el tablero político era la misma que antes, sin embargo.

Pero la sociedad cambiaba. En especial, en Europa, la apuesta decidida de los gobiernos de todos los países democráticos, izquierdas y derechas, por establecer unas redes de seguridad que impidieran la marginación de los ciudadanos que quedaban excluidos del reparto, el crecimiento económico y un sistema impositivo de carácter redistributivo creaban un estado del bienestar y, su correlato, unas clases medias que ya no son burguesía ni proletariado y donde la aristocracia rural ya no es sino una reliquia del pasado.

Clases medias y estado del bienestar barrían las concepciones clásicas de izquierda y derecha, pero esos partidos seguían manteniendo sus posiciones casi como meros actos reflejos de lo que un día fueron. Sus políticas, sin embargo, no eran ya tan diferentes. Y el juego electoral se transformaba en la alternancia, toda vez que la alternativa no era ya posible y, seguramente tampoco, deseable.

Hoy ya todo eso ha saltado hecho pedazos. Los partidos mayoritarios no saben qué ofrecer a su clientela. Capaces como son de ofrecer una cosa y la contraria, han perdido definitivamente los perfiles que tenían. Ensimismados y ocupados en sus tareas concretas, su único cometido estriba en estirar las legislaturas para llegar a las siguientes elecciones con algo sustancial que ofrecer a su electorado, cualquiera que sea.

Y llega entonces la hora de los nuevos partidos. Y, por supuesto, en eso como en botica, los hay para todos los gustos. Quienes se visten de nostalgia por los buenos tiempos perdidos y quienes hacen una apuesta firme y decidida por el futuro.

Un voto volátil, de ciudadanos que dejen atrás las muletas del pensamiento.

martes, 7 de enero de 2014

Enemigos de Europa


Sabido es que el nuevo fantasma que recorre Europa —el populismo— no parece que vaya a tener un efecto excesivo en las próximas elecciones en nuestro país. Quizás porque ya no es uno, sino diecisiete, quienes pretenden defender esencias e identidades (como lo hacen los UKIP en Reino Unido, Front National en Francia o Amanecer Dorado en Grecia), se dedican en España a desmontar lo poco que nos queda de Estado o se refugian directamente en la abstención y el silencio, estos últimos los peores remedios posibles para combatir las enfermedades de nuestro tiempo. 

Pero no por eso deja de constituirse el populismo en un problema para España, acaso el más grave que nos afecte en nuestra condición de europeos. 

Algunos medios de comunicación lo han denominado como el fenómeno Tea Party europeo, otros lo llaman la extrema derecha populista. Y tampoco todos se ponen de acuerdo en quiénes componen exactamente este grupo, contando con agregaciones de euroescépticos o sólo con los que se manifiestan contrarios a la existencia de la Unión Europea. 

Es un problema grave porque décadas de trabajos y de acuerdos entre los gobiernos y de actuaciones de la Comisión Europea han construido un espacio institucional muchas veces opaco o —al menos— incomprensible para los ciudadanos. Un ámbito al que se va, además, siempre para obtener algo o para culparle de algo: es el meritorio éxito de buena parte de los dirigentes nacionales en la defensa de Europa, podríamos decir en afirmación no exenta de ironía. 

Saco de todos los golpes, Bruselas, Estrasburgo y Luxemburgo —a propósito, ¿no son demasiadas sedes?— han sido condenados sumariamente y sufren su correspondiente ejecución en las elecciones europeas, en las que además de no debatir sobre proyectos europeos sirven para que los ciudadanos muestren su rechazo en forma de voto de castigo a los inevitables en otros procesos electorales partidos de gobierno. 

Y la resultante de esas circunstancias será que, en primer lugar, y de acuerdo con las encuestas que se manejan, es muy posible que en países que han sido clave en el proceso de construcción europea, ganen los antieuropeos o euroescépticos. Podría ser este el caso de Francia, donde el partido liderado por Marine Le Pen ha sido saludado nada menos que por Le Nouvel Observateur como «2014, el año de Marine». Y en otros países, que siempre han debatido su presencia en las instituciones europeas, como es el caso del Reino Unido, el UKIP de Nigel Farage cuenta con todos los ases en esta partida. 

Un Parlamento Europeo que a sus competencias de siempre añadirá la de la elección del Presidente de la Comisión, y que estará inevitablemente más escorado hacia el populismo de la extrema derecha y del antieuropeísmo. Y lo hará cuando más falta nos hace el avance hacia una Europa más integrada, más fuerte, más representativa... Es decir, una Europa Federal. 

Y dará también argumentos a quienes parecen no desear que la Unión avance en un sentido claramente federal. Una Europa que se haga a base de acuerdos entre Estados, que difumine el peso de la Comisión Europea y margine a ese Parlamento en el que se escondan personajes tan malignos como algunos de los indicados y muchos otros que forman parte de ese lamentablemente amplio abanico. 

La idea, el proyecto, el futuro de Europa sufriría una herida que seguramente no sería capaz de acabar con su vida, pero sí de ralentizar su necesario proceso. 

Eso no sólo no es bueno porque nos pueda gustar más o menos Europa, ente al que hemos convertido muchos españoles en nuestro mantra sagrado en los peores años de la dictadura franquista. No, porque la palabra y el concepto pueden no decir lo mismo a todos. Pero es que Europa es un espacio de libertad, de oportunidades. Y es la masa critica en la que se podrían encontrar las soluciones a los problemas que nos afectan: desde los que ya se están planteando, como la unión bancaria, a otros que no siquiera están todavía en la agenda -deuda pública, seguro de paro, pensiones...

El esfuerzo de estos próximos meses debería en mi opinión incorporar al debate esta cuestión y armarnos de argumentos que hagan posible el refuerzo de las ideas que permitan construir esta Europa de ambiciones.
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