De todos los países que obtuvieron su independencia respecto de la antigua Unión Soviética, Ucrania era la más rica. Tenía por lo tanto todas las razones posibles para prosperar. Pero no hizo uso de su nueva condición de nación soberana para transformarse en un Estado moderno, las elites de Ucrania usaron ese nuevo poder para someter a un verdadero saqueo a su país.
La verdad es que Ucrania son dos países: la del este industrializado y Crimea —que, a decir de algunos, un rapto dipsomaníaco de vodka de Stalin agregara a Ucrania— que habla ruso, y el Occidente nacionalista que formara parte de Austria-Hungría y de Polonia hasta que fue anexionada por el mismo Stalin. Sólo Kiev sería la capital de ese Estado bifronte por todos reconocida.
Lo que la historia nos cuenta es el debate entre una Ucrania que pretendía orientarse hacia el modelo europeo —con limitaciones de todo tipo, aún las tragicómicas de Julia Tymoshenko— o a compartir la alternativa de la corrupción rusa de Yanukóvich. La UE llegaría a apostar por este último, ofreciéndole un tratado de libre comercio, con la pretensión de acercarlo a Europa, pero que sería utilizado por el anterior presidente para reforzar su posición respecto de Rusia.
La historia siguiente se parece a la escalada prevista por la teoría acción-represión-acción; los estudiantes salieron a la calle, el régimen fue a por ellos y los manifestantes inundaron la plaza de la Independencia. Ese espacio de la plaza Maidan se transformaría en el espíritu de la nación, ondeaba su bandera, se cantaba su himno y tanto gobierno como oposición veían negada su legitimidad. El ejecutivo siguió la estrategia errónea y los ánimos, si cabía, se enervaron aún más. Yanukovych replegaría velas y los manifestantes creyeron llegada su hora definitiva. Temeroso del contagio ucraniano, el Kremlin ofreció líneas de crédito a ese país.
Y es que Putin observa a Ucrania como si fuera un país inexistente, que pertenecía a Rusia y que debería seguir formando parte de su esfera de influencia.
A pesar de Rusia, la plaza de Maidán empezaría a cobrarse sus víctimas. El Gobierno, la primera. Pero ese recinto seguiría conservando, no solo la independencia de su nombre, sino también la capacidad de aceptar o rechazar las decisiones. Como un nuevo Parlamento popular, la plaza recibe las propuestas del nuevo gobierno y las rechaza o admite.
Rusia no podría —a decir de algunos— incrementar su influencia política a través de sus argumentos venales. Otra cosa ocurre con los medios de comunicación, en manos generalmente de los oligarcas rusos, por cuyo conducto de la vieja propaganda soviética se repite con la fuerza de un eslógan: fascismo, degeneración homosexual, pederastia... de modo que los «valores putinianos» vienen a convertirse en el retrogradismo puritano de otros tiempos.
Lo que pasa es que Rusia, después de unos años de aparente retirada —más bien estratégica que otra cosa— ha vuelto por donde acostumbraba. El caso de Siria nos puso sobre aviso, Obama no pudo poner en marcha su arriesgada ofensiva y debió pactar una solución que las conversaciones de Ginebra II han demostrado —cuando menos— poco operativa. Hoy se trata de mantener, a la manera del viejo cordón de seguridad soviético heredado de la Rusia de los zares, un espacio de contención y de influencia que le separe de posibles contagios occidentales. Ucrania se habría transformado así en un eslabón de la cadena de influencias rusas, en un nuevo rompeolas en el que deberían estallar todas las malas influencias.
Es todavía pronto para hacer pronósticos. Pero Europa deberá poner su atención en Ucrania, en la libertad de sus ciudadanos y en nuestra propia seguridad. Si Rusia ha vuelto —y lo está haciendo— lo que tenemos entre manos es una nueva amenaza.