No era que Rajoy tuviera la mirada estupefacta debido a la aparición frente a su escaño del diputado de Podemos con sus rastas. O no era solo por eso. A lo largo de las cinco veces que el Reglamento de la Cámara nos obligaba a votar en la sesión constitutiva de las Cortes del pasado 13 de enero, pude observar cómo el Presidente en funciones ponía sus inexpresivos ojos en el supuesto vacío de un hemiciclo que en aquellos momentos se estaba formando, como si no supiera en realidad en qué mundo se encontraba, como si esa transformación del Congreso de los Diputados operada por obra y gracia del 20D no tuviera algo que ver con su propia responsabilidad.
Porque este nuevo parlamento no se ha producido como una especie de casualidad histórica, un hecho excepcional que nadie ha traído a la escena política española. Y eso no sólo se ha debido al voto de sus electores.
Algo se torció en España en algún momento de su devenir histórico más o menos moderno. «¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?», se preguntaba el personaje de Vargas Llosa en su novela Conversación en la Catedral; «¿cuándo se jodió España?» En mi opinión, desde la legislatura que se abrió paso tras las bombas terroristas del 11 de marzo de 2004, España ha vivido sumida en el desconcierto y la desazón. En plena bonanza provocada por la burbuja económica, los dos mandatos de Zapatero nos envolvieron en la confusión en que se convertían las cuestiones que para muchos parecían ya resueltas.
El populismo nacionalista se ha encargado de colmar el hueco de la falta de gobierno de Rajoy
Y, sin embargo, el concepto de nación era entonces discutible; la reconciliación entre los españoles cedía el paso a la «memoria histórica», por no hablar de la puesta en marcha de los Estatutos de Autonomía de «segunda generación», entre los cuales el más nocivo sería sin duda el de Cataluña; por hacer una mínima enunciación de los desatinos de aquellos gobiernos. La mayoría absoluta de Rajoy desalojaría a cambio la política —mala política, pero política— del gobierno y una suerte de tecnocracia de los tiempos modernos se impondría en su lugar: una concentración absoluta de las tareas del gobierno en la solución de la crisis económica que vendría acompañada de una gestión de recortes y podas que no tendrían otro objeto más que la reducción del gasto en sí; carentes de cualquier estrategia. Esas decisiones enervaban a la población, arruinaban a la clase media y producían los monstruos que ahora observamos: el populismo en su versión clásica, el nacionalismo independentista, y el populismo en su versión siglo XXI, el de los revolucionarios bolivarianos. Unos populismos que, como era de prever, se unirían en su operación de acoso y derribo de lo que queda de España después de tantos envites, resultando necesario para ambos movimientos el derecho a decidir, como si la democracia fuera un simple juego de mayorías y minorías y no el permanente ejercicio del acuerdo.
Esto es lo que ha ocurrido en España gracias a la mayoría absoluta de Rajoy y su gestión. Pero no sólo eso, porque la política no admite el vacío, y cuando ésta no se ejerce desde el gobierno siempre hay quien se emplee en ocuparlo. El populismo nacionalista se ha encargado de colmar el hueco de la falta de gobierno de Rajoy para elevar el independentismo a la cumbre como la solución de todos los problemas. Esa ausencia de política ha provocado el sentimiento de abandono de los catalanes que lo son y además quieren seguir siendo españoles, y han venido a refugiarse en proyectos nuevos que encarnan una idea de regeneración política de Cataluña que pasa por la regeneración del conjunto de España.
Rajoy se parece a un boxeador noqueado dispuesto a tirar la toalla
Con su mirada perdida del pasado 13 de enero, el Rajoy incrédulo ante el paisaje que ha producido este principio de 2016 se parece a un boxeador noqueado dispuesto a tirar la toalla. «Yo tengo que luchar por conseguir la investidura», ha declarado a los medios en el momento en el que escribo estas líneas. Pero su ausencia de iniciativa —su ausencia de política, en realidad, que es lo que define en realidad al personaje— expresa todo lo contrario. Situado en ese trance histórico que le obligaría a formular una propuesta concreta o iniciar una discreta y patriótica retirada, el Presidente en funciones ha elegido una tercera vía —como también le ocurre al personaje en tantas ocasiones—, la de someterse al Vía Crucis con destino al Monte Calvario de una investidura fallida poco antes, eso sí, de hacer definitivamente mutis por el foro. ¿O le cabe también dejar pasar la apuesta y que sea Sánchez el que juegue? ¿Y si consigue Sánchez los votos necesarios para la investidura? Con razón estaba Rajoy contemplando las filigranas del techo del hemiciclo... en este asunto nada hay que esté claro.
Queda, sin embargo, mucho camino por recorrer hasta que los plazos constitucionales se cumplan y no exista otro remedio que repetir las elecciones. Y si, pocos días después del 20D, la mayoría de los comentaristas y de los políticos aseguraban que se repetirían los comicios, ya es bastante más pacífico el criterio de que habrá gobierno, aunque todavía no advirtamos con claridad cuál sea este. Y es que a nadie interesa dicha repetición. Por otra parte, el electorado ya ha hablado y ha puesto la pelota en el tejado de los políticos. No conviene jugar al ping pong con los votantes, pues no sabemos hasta dónde su comprobada capacidad de resistencia y su acrisolada paciencia podrá aguantar. Y queda también la gestión del Rey, que sin convertirse en muñidor de un complicadísimo acuerdo —una especie de Celestina de la política—, sí que puede aproximar posturas y someter a la decisión del Congreso a un candidato con posibilidades reales de obtener el gobierno.
Pero en todo caso, no parece que este sea ya el tiempo de Rajoy.
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