Publicado originalmente en El Español, el día 15 de abril de 2016
El decidido apoyo que está ofreciendo Podemos a los nacionalistas respecto de la posibilidad de que los habitantes de las regiones o nacionalidades españolas puedan determinar unilateralmente su destino, merece una reflexión al respecto. Al contrario que los nacionalistas, para quienes tal derecho a decidir no sería sino la expresión camuflada del derecho de autodeterminación que las Naciones Unidas conceden a las antiguas colonias europeas o a las minorías oprimidas, para Podemos este derecho constituiría una forma de democracia aparentemente más pura, la democracia directa, que trascendería la intermediación espuria de unos partidos políticos supuestamente corruptos, dando la voz al pueblo que se pronunciaría sin intermediación alguna.
No ha ayudado mucho a aclarar este concepto del derecho a decidir el mismo Tribunal Constitucional en sus sentencias de 2008 y 2013 sobre los casos del País Vasco y de Cataluña, en las que el alto tribunal no negaría el huevo, sino el fuero. O, dicho en otros términos, que ese derecho existe, pero no les correspondería a vascos y catalanes por separado, sino a todos los ciudadanos españoles en su conjunto.
El artículo 92 de la Constitución, que es el que rige el procedimiento del referéndum, dice que "las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo". Y dice bien, porque son las decisiones las que pueden ser objeto de consulta popular.
Los defensores de la democracia directa persiguen el debilitamiento de la democracia representativa
Habrá que entender con eso que el derecho a decidir, debería en todo caso partir de una posición previamente acordada, pactada en un Parlamento. Lo que se somete a referéndum es el acuerdo entre los representantes de la ciudadanía, un acuerdo que ésta misma deberá ratificar o rechazar.
Los defensores de la democracia directa -Podemos, en este caso- persiguen en realidad el debilitamiento de la democracia representativa, que no sería otra cosa ya sino un fenómeno caduco, viciado e inservible para los nuevos tiempos que pretenden protagonizar. De ese modo, en el fondo, nos ofrecerían elegir entre Wilson o Lenin -como decía Hugo Preuss ya en 1919-, que es lo mismo que escoger entre la democracia representativa y la dictadura que pretende legitimarse a sí misma.
No en vano, no han sido las democracias las que han utilizado en mayor medida los referendos como procedimiento de apelación al pueblo, sino las dictaduras. Parecería ocioso señalar los casos en los que el general Franco utilizó este recurso a lo largo de sus cuatro décadas de gobierno. Las democracias apelan a sus ciudadanos a través del procedimiento de elecciones competitivas, basadas en el debate y la confrontación de ideas y de proyectos; no a través de referendos en los que con frecuencia, además, se acaba votando una cosa por la otra, como ocurrió en Francia, por ejemplo, cuando sus ciudadanos rechazaron la Constitución europea.
No conviene plantear procedimientos que eventualmente puedan conducir a respuestas imposibles
Un referéndum que no tenga comienzo en un acuerdo previo entre los representantes de los ciudadanos tiene muchas posibilidades de conducir a la exclusión de los ciudadanos que no coincidan con la fórmula adoptada finalmente. ¿Qué pasaría con los catalanes que votaran que no a la independencia de Cataluña, si una mayoría votara a favor de esa posibilidad? Perderían sin duda su derecho a ser catalanes y españoles, se les obligaría a abandonar Cataluña para ejercer su derecho a seguir siendo españoles. ¿Es esto más democrático? ¿Y qué ocurriría si el conjunto de los españoles decidiera que Cataluña dejara de formar parte de España? —como parece aceptar el Tribunal Constitucional—, ¿sería esa decisión más aceptable para los ciudadanos que quieran mantener su situación de españoles y catalanes, a la vez?
Por el contrario, un acuerdo que incorpore a los actores políticos, las minorías incluidas, permitirá integrar el pluralismo existente en la sociedad.
No conviene plantear procedimientos que eventualmente puedan conducir a respuestas imposibles. Como dice el profesor Eloy García en su sugestivo Derecho a decidir y democracia: "Nuevas demandas políticas y sociales pueden abocar a la búsqueda de soluciones que se presenten como cualitativamente superiores, según los criterios de la identidad democrática. Nada tendría de extraño, entonces, que contraponiendo la simplicidad de la decisión popular al lento y puede ser que degradado sistema representativo, creyendo mejorarlo, estemos contribuyendo a poner las bases para destruir la democracia".
Y si la respuesta a esa degradación no cabe que provenga de esa democracia directa, de ese derecho a decidir, ¿de dónde puede llegar? Creo que no de otro lugar que la regeneración democrática, la transparencia, de instrumentos políticos -los partidos- que sean abiertos y practiquen de verdad la democracia interna. Y de la lucha contra la corrupción, que separe a los políticos corruptos del sistema de representación.
Y que pacten. La democracia es consenso y no otra cosa. A eso nos han abocado las elecciones del pasado 20 de diciembre. Y esa estela es más que previsible que nos acompañe durante mucho tiempo.
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