Artículo publicado originalmente en El Español, el miércoles 28 de diciembre de 2016
Fundar un partido es relativamente fácil en España. Basta con presentar unos estatutos en el Ministerio del Interior, que su denominación no esté previamente ocupada e incluir un listado de promotores. El caso paradigmático de Chile, donde los afiliados deben suponer al menos un 0'5% del censo electoral, no ocurre entre nosotros.
Más difícil que superar la barrera burocrática lo es contar con algunos medios para afrontar la competición electoral, que el Tribunal de Cuentas no oponga reservas a la vía de obtención de esos recursos y más aún obtener el apoyo de los votantes en una Ley Electoral pensada para favorecer a dos grandes partidos nacionales y a los nacionalistas y regionalistas en las diversas Comunidades Autónomas.
Una vez superados estos obstáculos e instalado el partido en el Congreso de los Diputados o en la institución a la que aspiraba llegar parece que estuviera conseguido lo más difícil, poco menos que lo que se abriría por delante fuera un agradable paseo hacia el disfrute de las mieles del poder. Nada de eso. Si difícil es llegar más complicado aún resulta mantenerse.Parece claro que un partido es una organización a la que contribuyen sus afiliados pero nunca sucede así
Porque existe un reto que los partidos deben superar y que no es otro sino el de su asentamiento más allá de la figura carismática de su líder y promotor. Parece claro que un partido es una organización a la que contribuyen sus afiliados y que en una formulación democrática son éstos quienes toman las decisiones que afectan a su futuro. Pero casi nunca es así. La prueba de madurez de un partido estriba en la desconexión del mismo con respecto a su fundador o fundadores, lo cual depende en la mayoría de los casos de la explícita voluntad de abrir paso al debate por parte de estos líderes.
Pondré un ejemplo para que se me entienda algo mejor. Un grupo de personas reunidas en un hotel de San Sebastián en el año 2007 tomamos la decisión de crear una plataforma que daría lugar a lo que luego seria UPyD. Un partido que contaría con un éxito reducido, pero que cubrió con cierta eficacia sus primeras convocatorias electorales. Siete años más tarde, cuando otro partido que operaba en su mismo espacio político -Ciudadanos- pasaba de ser un partido catalán a situarse en el ámbito nacional, la fundadora de UPyD decidía rechazar todo tipo de acuerdo con la formación de Albert Rivera. Y por más que las explicaciones que se dieron a esta decisión fueran muy otras, la única razón sería que Rosa Díez no admitía que "su" partido pudiera encaminarse en una dirección diferente a la que ella pretendía. El resultado de esa cerrazón ya lo conocen ustedes: UPyD dejaría de existir como partido parlamentario.UPyD dejó de existir porque Rosa Díez no admitía que el partido pudiera ir en una dirección diferente a la suya
La cuestión podría ser entonces si los partidos sobreviven a sus fundadores o son sus fundadores quienes los entierran. En todo caso, algo parecido a lo sucedido con UPyD podría ocurrir con el otro partido emergente en las elecciones europeas de 2014, Podemos. Una formación creada al alimón de la insatisfacción ciudadana ante la crisis manifestada en el movimiento 15-M, aprovechada de manera inteligente por su fundador en sus comparecencias televisivas. Podemos ha tenido una vida tan próxima a la de su principal promotor que hasta en las papeletas electorales aparecía el retrato del líder y no el logo del partido.
Ahora el debate congresual de esa formación se sitúa entre su líder, instalado más en el populismo que en la tarea de cambiar las cosas desde las instituciones y quienes afirman la primacía de éstas sobre las manifestaciones callejeras. Una integración difícil, en efecto, cuya dificultad se prolonga hasta la aparente imposibilidad si se yuxtapone a la disputa estratégica la personalidad del líder y su evidente tendencia a la patrimonialización de su partido.Para sobrevivir la formación morada tiene que decidir si la estrategia prevaleciente será la institucional o la populista
Una vez pasado lo peor de la crisis, el movimiento del 15-M insertado mejor o peor en las instituciones hasta el punto de gobernar en algunas muy significativas, las apelaciones a la calle parecen provenir más de la convocatoria de los podemitas que de la natural insatisfacción de los manifestantes, como ocurriera en el último episodio de Rodea el Congreso, al que acudía un número muy reducido de concurrentes. No es lo mismo decir que se está con la calle que provocar a las gentes para que acudan a las plazas y así encontrar un apoyo que resulte como la pescadilla que se muerde la cola en un bucle mentiroso e imposible.
Decida una u otra cosa, el fondo del debate no se sitúa sólo en torno a si la estrategia prevaleciente será la institucional o la populista, sino a si Podemos es capaz de establecer la primacía de sus afiliados sobre el caudillismo de su fundador. Allí se encuentra una de las más importantes claves de su futuro.
*** Fernando Maura es portavoz de Ciudadanos en la Comisión de Asuntos Exteriores y la Unión Europea en el Congreso de los Diputados.