lunes, 22 de junio de 2020

¿La farsa del cambio de régimen?




Tribuna publicada originalmente en El Imparcial, el sábado 20 de junio de 2020


Ocurrió después del verano de 1909. Aún no apagados en las calles de Barcelona los rescoldos de la Semana Trágica, los liberales —que eran entonces la izquierda del sistema— avalaban el grito de “¡Maura no!” lanzado por Lerroux. Con avidez de poder, y espantado ante la pervivencia durante casi tres años de política reformista, Moret -al que seguirían otros políticos liberales, y aun conservadores —no sólo daría el golpe de gracia al mayor valedor de la institución monárquica -según opinión sobre don Antonio de su rival Pablo Iglesias Posse—, sino que sellaba un acuerdo con quienes pretendían destruir el régimen canovista de 1876. Una operación bendita y celebrada por el “trust de la prensa”, indignada ésta con Maura por la cancelación de los “fondos de reptiles” con que los gobiernos financiaban a los medios de comunicación en aquellos tiempos. El régimen de la Restauración duraría aún una década larga más, hasta 1923, destruido finalmente por el golpe de estado del general Primo de Rivera, pero ya se encontraba herido de muerte.

Guarda alguna coincidencia lo relatado con lo que acontece en la actualidad. Para ello basta con poner los nombres de hoy en lugar de aquéllos: donde dice “Semana Trágica”, digamos “pandemia”; en lugar del “¡Maura no!”, anunciemos ahora la “crisis constituyente”, calificada así por el ministro de Justicia en el Congreso en respuesta a ERC; Moret por Sánchez no deja de ser, aunque plausible, una broma de la historia; y Lerroux por Iglesias Turrión, aceptable, si se considera que al “emperador del Paralelo” le suceda el de Galapagar. En cuanto a los medios de comunicación se refiere, “el trust de la prensa” de ayer se ha convertido sin solución de continuidad en una sordina, demasiadas veces panfletaria, de los designios del poder; lo que, por cierto, no es sólo achacable al actual gobierno.

Decía Marx —siguiendo a Hegel— que “la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Y no dejaría de asemejarse a una farsa —aunque parece a veces que sea ése su propósito— la operación consistente en liquidar el pacto constitucional de 1978 convirtiendo a su más representativa encarnación, Don Juan Carlos, en carne de cañón para demoler después el edificio. Al igual que ese proverbio chino por el que, “cuando el sabio señala la luna, el tonto mira al dedo”, nos conviene saber que no se apunta al Rey emérito —ni a la luna, por cierto— sino en dirección al cielo, al que algunos pretenden tomar por asalto.

Y no deja de tener sentido: una Constitución, la de 1978, cuyo Título VIII ya ha quedado dañado en la práctica, a fuerza de relaciones bilaterales Autonomías-Estado, de pactos de geometría variable con partidos nacionalistas en beneficio insolidario de los territorios en los que gobiernan... España es ya más un Estado que avanza a galope tendido hacia una estructura confederal, a la que poco le queda para su posible desmembramiento final que aceptar el derecho de autodeterminación de algunas —si no todas— las regiones y nacionalidades que la componen actualmente. Y la pregunta es obvia: ¿podría resultar aceptable que a la cabeza de este nuevo Estado se sitúe la figura de un Rey, que fundamentalmente consiste en la personificación de la unidad nacional? ¿No sería preferible que para ejemplificar ese roto se inserte un descosido de presidente republicano?

Es seguramente una farsa, producto de la descabellada conjunción de la ambición de un presidente desnortado y de un vicepresidente que se ha hecho con la brújula del gobierno. Un tinglado que sólo podría ver la luz si tuviera la colaboración de las fuerzas políticas que representan a la mitad de los españoles centrados y moderados. La defensa por éstos del pacto constitucional de 1978, siquiera dañado ya, permite aún recuperar un rumbo del que nos desviamos hace ya largo tiempo: a los rupturistas de ayer y hoy les deberíamos hacer frente democrático los reformistas.

Cuando los socialistas recorren el mismo camino que algunos liberales de antaño, conducidos sólo por su ambición de poder, y jaleados por quienes pretenden también el poder, pero revolucionando el régimen, no son conscientes de que en la repetición de la historia corren el riesgo de convertirse en accesorios políticos de sus rivales. La trayectoria de liberales por republicanos moderados, y de éstos por los socialistas, antes de verse reemplazados por los comunistas, es el relato de España entre 1909 y 1939. La sustitución del socialismo por el comunismo populista, con un Sánchez jugando a improbable e imposible Azaña como flamante presidente de la III República, sería la crónica por algunos deseada para el siglo XXI después de la pandemia.

Es necesario seguir con atención este llamado proceso de liquidación constitucional y, por lo tanto, institucional de la monarquía. Por lo que pueda venir y por lo que, como ciudadanos, podamos hacer por evitarlo.

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