Publicado originalmente en El Imparcial el lunes 13 de septiebre de 2021
Escribía en 1962 el político y periodista del PSOE, Luis Araquistain, que “los Estados se hunden por revolución o por desintegración interna. Mientras llega la coyuntura revolucionaria, y puede no serlo pese a las apariencias, queda la otra alternativa: una política de desintegración. La desintegración puede ser obra de los adversarios del régimen, y puede ser, también, obra del régimen mismo. La historia está llena de casos de pueblos vencidos y conquistados que, desde dentro, silenciosamente, obligan al Estado de fuerza a transformarse en un Estado de Derecho o desintegran poco a poco su superestructura, que un día, súbitamente se viene a tierra”.
El político socialista autor de la cita, que estuvo adscrito al llamado sector caballerista -por Largo Caballero- de su partido, y que se había socializado, según el historiador Roberto Villa, en movimientos que ligaban la modernidad a rupturas políticas que se definían como una “necesidad histórica”, situaba su reflexión, como es notorio, en una perspectiva revolucionaria, la que formularía el enemigo de un régimen al que se pretende combatir desde fuera del mismo; pero contando, al mismo tiempo, con los colaboradores internos para su degradación. Seguramente no supondría Araquistain que sus palabras de 1962 podrían aplicarse un día a los dirigentes del partido en el que él mismo militara y, en especial, al secretario general del PSOE y presidente del Gobierno español. ¿Qué sentido tiene -pensaría seguramente el viejo socialista- acabar con el sistema que precisamente nos permite gobernar?
Sin embargo, nos ha acontecido que, parafraseando lo dicho respecto del rival electoral del presidente Lincoln, Mr. Chase, si Pedro Sánchez fuera cristiano se creería sin duda la cuarta persona de la Santísima Trinidad. Apoyado por una extraña coalición de populistas-comunistas, independentistas y nacionalistas, todos los cuales unidos en su obsesión por destruir nuestro modelo de convivencia, Sánchez se aplica con obstinación en ponerle letra al himno que ya vienen tatareando sus actuales socios y que bien podría llevar por título, “¡Abajo el régimen del ‘78!”.
Y la letra cuenta, al menos, con tres estrofas: la primera -la que más conviene al personaje- es la de erigirse él mismo en “deus ex máquina” del nuevo régimen, para ello se encumbra por encima de todos los demás protagonistas del arco político, sean éstos ministros leales -a quienes cesa de manera inmisericorde-, dirigentes de la oposición -a quienes utiliza, ningunea o adjudica posiciones ideológicas a su conveniencia- y, desde luego, al Rey, a quien margina del escenario hasta convertirlo en una figura irrelevante.
El segundo verso de su nuevo canto se refiere a la deconstrucción de España consistente en una adición de modelos de bilateralidad -Cataluña y el País Vasco- y multilateralidad -las demás Comunidades Autónomas, por ahora-, y que sancionará el próximo congreso socialista con la apuesta por un Estado multi-nivel, que se definiría ya en los versos de la no-España o las Españas desunidas cuando no enfrentadas.
El guiño a la nueva moda de las políticas de identidad y social-populistas sería el tercer fragmento de la marcha-cántico sanchista, sin perjuicio de que estos programas contradigan los principios clásicos igualitarios reclamados por el socialismo, desde que éste fuera fundado por quienes aún luchaban por la dignidad de la clase trabajadora. La estrofa del identitarismo expresaría algo así como que si perteneces a un grupo diferenciado de los demás eres alguien, y si no estás en eso más vale que te integres en alguno de los rebaños -de los colectivos, perdón- ya configurados.
La nueva bandera de esa España redescubierta por el sanchismo, debería sustituir los símbolos de la Corona y los colores rojigualdos por las enseñas de las nacionalidades -ahora devenidas en naciones- y de las regiones -ahora nacionalidades o naciones, según la opinión de sus cacicatos dirigentes-. A estos símbolos se añadirían las tonalidades LGTBI o algunas asociadas con el ‘black lives matter’ o el ‘me too’, dicho sea con todos mis respetos a sus diferentes identificaciones y posiciones políticas o ideológicas. Esa bandera “collage” constituiría una auténtica novedad y pondría a nuestro país a la cabeza del progresismo mundial, adicionante de todas las causas modernas y paladín de minorías que, sumadas todas, ofrecerían cabal idea de lo que ha devenido en ser España.
Pero la repetición -extenuante- de la primera estrofa, convertida en inexcusable estribillo, del epinicio de Pedro Sánchez consiste en una loa a su persona, autor y factor imprescindible de este cambio, aunque ni siquiera sea él responsable de la mutación de timón; tengo para mí que si tuviera que responder a la pregunta que Vargas Llosa hacía en “Conversación en la catedral”, pero en versión española, sobre el momento en que se… “estropeó” (¿definitivamente?) nuestro país, contestaría que fue cuando Zapatero decidió en 2004 que “el concepto de nación es discutido y discutible”, a la vez que su partido ampliaba el espacio de la bilateralidad, hasta entonces reservado a los ámbitos fiscales de las provincias vascas y de Navarra.
La desintegración, evocada en su día por Araquistain, y perpetrada ahora por esta nueva generación del socialismo post-español, está poniendo en crisis los cimientos de un orden constitucional que se asentaba sobre un modelo de convivencia que, muchos aún, considerábamos -y consideramos- pertinente; un orden del que el PSOE era uno de sus esenciales valedores. Sólo nos queda poner en valor la vigencia del texto constitucional a la espera de que algún día una nueva izquierda recupere la cordura y retorne al espacio de la concordia, olvidando su itinerante nomadismo. Pero más nos vale que no esperemos que se produzca el milagro.
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