Artículo original publicado en El Imparcial, el viernes 24 de septiembre de 2021
Bajan revueltas las aguas en esta España desgobernada y desorientada, ansiosa por recuperar la normalidad e inquieta al mismo tiempo por lo que observa como el nuevo paisaje urbano de tiendas y bares cerrados o traspasados que está dejando tras de sí la pandemia. Y en estas circunstancias son algunos expertos pescadores los que se llevan los beneficios, según asegura el refrán.
El PNV ha sido en los últimos tiempos un partido experimentado en obtener retribución de las circunstancias tumultuosas. Lo hacía en los tiempos ominosos del terrorismo etarra, cuando se proponía a sí mismo como la solución al problema (y sin embargo no era sino parte del mismo), o como la alternativa al caos que irremediablemente sobrevendría si ellos fracasaban: un país sin ley ni orden, más allá de los impuestos por las bombas de los etarras, que no era de hecho ya sino moneda corriente en buena parte de la Euskadi rural.
Se trataba de beneficios cortos, aparentemente, aunque cuantiosos por su abundante frecuencia. Hoy una de cupo, mañana otra de ingreso mínimo vital, pasado las prisiones… todo con el objetivo de afianzar la llamada soberanía vasca y desterrar la de España al baúl de sus peores recuerdos.
Pero el discurso del Lehendakari en el Parlamento Vasco del pasado 16 de septiembre, ha definido los objetivos del PNV para el futuro Estatuto: recuperar la soberanía anterior al año 1839, con ello -aseguró- se resolvería el “problema vasco”.
Habrá que empezar por decir que el tantas veces proclamado por los nacionalistas como “problema vasco” lo es más de ellos que de los vascos, incluso de sus propios votantes, que mayoritariamente eligen a su partido porque es “de aquí” -o sea, del País Vasco-, y “siendo de aquí” gestionará mejor nuestros asuntos que “los de allá”, vale decir, los partidos españoles. Construido el artificio, el mecanismo funciona a pesar de que la pretendida “mejor gestión por el PNV” sólo se debe al cuantioso volumen de los ingresos recibidos por las haciendas de las Diputaciones vascas como consecuencia del cálculo distorsionado del cupo, que según el economista de FEDEA, Ángel de la Fuente, ha rebajado la contribución vasca a los gastos del Estado en 2.800 millones de euros en 2002 y en casi 4.500 millones en 2007, lo que supone respectivamente un 6,23% y un 6,88% del PIB del País Vasco.
La historia da muchas vueltas. Y en este punto del relato del autogobierno del País Vasco, bastantes. Empezando con el “Gibraltar vaticanista”, la definición que el líder socialista Indalecio Prieto hacía de la Euskadi que resultaría del Estatuto nacionalista-carlista de Estella a principios de la II República, antes de concederlo el mismo Indalecio Prieto al PNV a cambio de su participación en la guerra civil en apoyo al gobierno republicano. Más recientemente, recuerdo la afirmación de Xabier Arzallus, presidente del partido nacionalista, a su senador Unzueta, en tiempos de la transición a la democracia, de darse por satisfecho con que sólo pudiera devolvérseles el Estatuto del ‘36 -según me refería el propio Unzueta-, y que se encontraría con la singular respuesta de Adolfo Suárez, quien -según me contaba Pérez Llorca- decía a sus colaboradores que “a los nacionalistas había que desbordarles”, esto es, darles más de lo que pedían. Y más cerca aún de nuestros días la propuesta del Lehendakari -conocida como “Plan Ibarretxe”- aprobado en 2004 por el Parlamentario Vasco, que reclamaba que Euskadi fuera un Estado libre asociado a España como lo es Puerto Rico respecto de los Estados Unidos; una idea, por cierto, que no por resultar menos peregrina no dejaba de tener cierta inserción en la realidad política conocida en el nivel global.
Pero volver el reloj de la historia al tiempo anterior a 1839, año de la conclusión de la primera guerra carlista, supone volver a un momento histórico irreconocible con la sociedad actual. Equivale a remontarse a un mundo rural -por lo de escasamente urbano-, pre-industrial -ahora que estamos viviendo en una sociedad tecnológica-. Y exige además moverse en un ámbito que los políticos o sociólogos no serían capaces de describir, y apenas algunos historiadores podrían explicar.
La soberanía anterior a 1839 es una especie de OVNI -objeto no identificado- en nuestro proceso histórico, del que siquiera conocemos algunos episodios como los de los curas trabucaires, las aldeas sin luz artificial y las boñigas de las vacas tapizando las vías de comunicación; o la naciente mesocracia haciéndose fuerte en villas y ciudades y luchando contra la imposición de portazgos y pontazgos a la exportación o importación de sus mercaderías… todo ello difícilmente asimilable, como se intuye, con la Europa que estamos construyendo aún no concluida la desastrosa pandemia del Covid-19.
El político e historiador Gregorio Balparda -diputado liberal por la Liga de Acción Monárquica bilbaina y adscrito a la minoría parlamentaria de Santiago Alba- que dedicó muchas horas al estudio de la historia vasca a lo largo del Antiguo Régimen, aburrido ante el piélago de excepciones, regulaciones y privilegios que se producían en las tierras vascas -y en las demás- en las épocas previas a la industrialización, pensaría que todo lo que había de rescatable de los pasados tiempos, esto es,“las libertades vascas” estaban en la Constitución. Y no se refería Balparda a la Carta Magna democrática de 1978, sino a la per-democrática de 1876, que sancionaba una soberanía compartida entre las Cortes y el Rey.
Prieto dijo también que temía más al nacionalismo por reaccionario que por nacionalista. Quizás debamos volver a esa reflexión a partir de la nueva iniciativa que nos preparan los “jelkides” -líderes del PNV-. No en vano, todavía las siglas de este partido en eusquera son “JEL”, Jaungoikoa -Dios- “eta Lege Zarrak” -Leyes Viejas-. Es decir, el retorno a las esencias.
Pero “don Inda” ya no está entre nosotros, y no parece que su recuerdo se haya reencarnado tampoco entre los actuales dirigentes socialistas; de modo que será bueno que nos preparemos para retrasar algunos años nuestros relojes, ingresar en el túnel del tiempo que nos proponen los peneuvistas y observar lo que ocurría antes de 1839. Seguramente que podríamos contar con los dedos de una mano -y nos sobrarán- los que se encuentren mejor que hoy en día en esa bucólica Euskadi que nos anuncia Íñigo Urkullu.
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