En su biografía sobre Cambó, Jesús Pabón alude a que, en la Segunda República, una vez aprobado el Estatut, se produjo un debate respecto de si los Diputados catalanes en el Congreso debían o no participar en las votaciones de los asuntos relativos al resto de España en los que la Generalidad era competente como consecuencia de la aprobación del texto legal que regulaba su autonomía. La capacidad de pronunciarse en todos los supuestos —incluidos los de su incumbencia propia— supondría la sobreactuación de esos diputados desde una doble representación: la catalana y la del resto del territorio nacional, ya que resolverían sobre asuntos que ya no eran de su incumbencia.
El aserto contrario, según el cual los Diputados representan a todo el territorio nacional, con independencia de la provincia por la que hayan sido elegidos, tiene ahora su fundamento en el artículo 66 de la Constitución de 1978, pero parece ser en la práctica más cierto, vista la proliferación de partidos y agrupaciones nacionalistas, regionalistas y provincialistas, que su mandato lo reciben de esas instancias territoriales y no de la nación. El mercadeo y la timba de recursos dirigidos desde el Estado a determinados feudos políticos, a cambio de apoyos parlamentarios, asevera que la letra constitucional ha quedado enterrada por la ley electoral y por la distorsión del voto que produce ésta en favor de los partidos locales, regionales, nacionalistas e independentistas.
Cabe inferir de ese supuesto que, siguiendo la lógica del ejemplo republicano citado, no serían aptos los diputados nacionalistas vascos para votar los Presupuestos del Estado, en la medida en que mantienen un sistema fiscal poco menos que independiente, salvo el Cupo que les es descontado y que está trucado como consecuencia del citado trueque político. Si todo el empeño del PNV —y se supone que de Bildu, de acuerdo con el refrán por el que quien quiere lo más quiere también lo menos— consiste en fijar la bilateralidad como sistema absoluto de relación entre el País Vasco y el Estado, una vez aplicado dicho sistema a cualquier materia, ésta quedaría desgajada del derecho de voto que asistiría a los representantes de esos territorios. Los flamantes diputados del PNV no podrían votar los Presupuestos Generales del Estado ni en otros asuntos previamente sujetos a negociación bilateral en los que, sin embargo, las Cortes Generales sean competentes, como ocurre por ejemplo con el llamado Ingreso Mínimo Vital.
Siguiendo con esta teoría, tampoco podrían participar en esas decisiones los diputados pertenecientes a los partidos nacionales en esas circunscripciones, desde luego. Pero es posible que ese supuesto les incomode menos a sus organizaciones políticas de referencia, dada la debilidad electoral que experimentan en esos ámbitos territoriales.
Es evidente que lo antedicho constituye más una reflexión que una propuesta. De lo que se trata más bien es de modificar la ley electoral en el sentido de que la capacidad de elección de un diputado por cada ciudadano sea similar en toda España, que no valga más el voto de un alavés que el de un madrileño. Porque la doble representación se derivaría de una ciudadanía privilegiada en la que hayamos consolidado —y en eso estamos, en efecto— una situación de ciudadanos de primera y ciudadanos simples. Algo bastante medieval y fuerista, muy «Ancien Régime», pero bastante poco moderno y democrático.
Ya dijo la actriz Helena Bonham Carter, que la imperfección está subestimada. Quizás en un mundo en el que todo —o casi todo— está al alcance de la mano en un abrir y cerrar de ojos nos hayamos olvidado de que hay muchas —demasiadas— cosas que no funcionan. Y parece evidente que las deficiencias resultan consustanciales al ser humano y a su obra. Por lo mismo, no existen sistemas electorales perfectos, sólo procedimientos de votación más adecuados que otros a los objetivos que se persiguen. Y es cierto que la organización electoral española ha sido útil durante un cierto tiempo para preservar una democracia de dos partidos mayoritarios, apoyados en ocasiones por formaciones políticas menores a cambio de cesiones que no llegaran a precipitar al Estado en una tendencia imparable a la desintegración territorial. Sin embargo, la ausencia de líneas rojas que se advierte en el actual inquilino de la Moncloa, dispuesto a entregar al mejor postor hasta los mismos servicios de inteligencia del Estado, remite a la urgencia de poner coto al indeseable fenómeno de la sobrevaloración de los votos locales que desembocan —se diría que inevitablemente— en situaciones insolidarias y entreguistas.
El debate republicano en su versión actual quizás no convenza a los partidarios de esa forma de estado que lo son sólo de salón, nostálgicos por cierto de oportunidades perdidas a causa de sus propios protagonistas, pero no deja de ser una polémica estimulante y que cuenta con recorrido político en los actuales tiempos.
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