Columna publicada en El Imparcial, el 22 de junio de 2022
Joaquín Romero Maura. Niza, 1940 - Zaragoza, 2022 (foto de |
Dedicado a la memoria de Joaquín Romero Maura, historiador, maestro de historiadores; nieto de Miguel Maura, recientemente fallecido en Zaragoza).
En su obra autobiográfica, “Así cayó Alfonso XIII, el que fuera ministro de la Gobernación del gobierno provisional de la Segunda República española, Miguel Maura, daba cuenta de la operación de crear un nuevo partido político después de su fracasada alianza con el primer presidente de aquel régimen, Niceto Alcalá Zamora. Se trataba del Partido Republicano Conservador,
Cuenta el Maura republicano que fue para él una sorpresa el éxito inicial del partido. Fueron muchas y sobre todo muy valiosas las adhesiones que recibiría para la organización del mismo. No podía entonces calibrar debidamente la calidad de éstas, en su fondo ideológico . El social era excelente: ingenieros, médicos, abogados, industriales acudían a su despacho y se unían al parecer con entusiasmo al partido. Poco a poco Maura fue dando a estas afiliaciones su auténtico valor. Casi todos ellos buscaban en él cobijo para guarecerse de posibles persecuciones, o una catapulta bien camuflada para lanzar sus tiros contra el erario público mediante negocios de todas las cataduras imaginables. Era, como tantos otros partidos de derecha han existido en el mundo, un sindicato de apetitos, elegantes si se quiere y muy educados, pero tan feroces en sus procedimientos y en sus instintos como los proletarios.
Resulta sobradamente conocido que a la llamada del poder, como las moscas a la miel, se aproximan los oportunistas de fino guante blanco o de poderoso puño de hierro (las diferencias sociales no son ya tan importantes en nuestra actual mesocracia hispana) dispuestos a ofrecer su concurso en el nuevo escenario político que se apercibe en el horizonte.
Se presentan a sí mismos como seres de acendrada virtud. No piden nada, sólo ofrecen el concurso personal de su sabiduría (hoy lo prefieren llamar “expertise”). Ni siquiera pretenden que sus nombres figuren al pie de un documento del partido o como integrantes de un debate de campanillas organizando por éste. A veces piden precisamente ampararse en el anonimato de la discreción… o de la una pretendida inmodestia (se ven a sí mismos tan importantes que jamás de la vida manchará sus manos el barro de la política).
Estos son los más peligrosos. Pasado el tiempo y advenido el partido al que apoyaron al poder, reclamarán con insistencia el pago de la letra vencida y no satisfecha en forma de prebendas varias, recomendaciones a allegados (“para mí no quiero nada, ya sabes; pero tengo un compromiso…”) o de favores incesantes cuyo contenido económico resulta en apariencia desdeñable. También los hay que sugerirán el reconocimiento social en tal o cual academia o institución que, en el fondo, prestigiará más al foro en cuestión que al ya suficientemente valorado peticionario.
Los hay, por supuesto, quienes se ofrecen a sí mismos. Están en “el mercado” una vez que su carrera política en un determinado partido ha caducado y se consideran con suficiente prestigio como para engrosar una lista electoral; encaramarse a un gobierno nacional, autonómico o local; o prestar sus servicios en alguna institución o empresa pública. Estos últimos “sindicalistas” tienen por lo menos la justificación de la transparencia. No engañan. Sus currículos están a la vista de todos y sus trayectorias suficientemente explícitas para el conjunto de los ciudadanos… ¿En qué consiste su peligro entonces? Creo que solamente en los buscadores de fichajes, que es oficio también peligroso en los tiempos que corren. Se trata de los líderes de los partidos que nunca están conformes con el banquillo que han conseguido albergar bajo sus siglas y que consideran debe ampliarse constantemente para así ofrecer una aparente imagen de movimiento y de dinamismo, aunque ése tráfico ajetreado se parezca más al producido por las olas del mar que al de una actividad propiamente real. Conducen así a sus equipos a la frustración, debida ésta al escaso reconocimiento de su trabajo que observan por parte de su líder, y no exigen -sino al contrario- una integración de los nuevos y sonoros fichajes en la estructura de la organización ni en los objetivos consensuados por la misma. En suma, la perplejidad cuando menos en el equipo anterior y la superioridad no siempre acreditada con suficiencia en los nuevos llegados.
Cuenta Miguel Maura en su ya citada obra que organizó una oficina de estudios económicos, con la colaboración de verdaderas eminencias en la materia, la cual preparó un detallado programa de cuantas reformas se imponían en aquellos momentos en la marcha de la economía nacional. Mantenían reuniones casi todas las tardes. Allí fue donde vio nacer la exteriorización de las apetencias de los unos y de los otros. Cada cual barría para casa en la confección de los proyectos, y Maura tuvo de sostener verdaderas batallas con los tiburones de las finanzas y de las grandes empresas, que habían destacado subrepticiamente sus guerrilleros dentro del organigrama. Acabó todo aquello de mala manera. Descorazonado, y a la vez furioso, del papel que pretendían hacer jugar al partido y a él mismo como inevitable consecuencia, disolvió más tarde la oficina, y los preclaros varones que en ella habían trabajado se dispersaron, en busca de mejores acomodos para sus apetitos. Todos, sin excepción -confirmaría el político republicano- se unirían a la CEDA, quizás el partido más semejante al Popular de hoy en día que se generó en aquella Segunda República española…
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