viernes, 20 de enero de 2023

Las indeseables consecuencias de una campaña electoral interminable

Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el 18 de enero de 2023

La idea que consiste en delimitar las campañas electorales en un periodo de tiempo tasado se corresponde, poco más o menos, con la necesaria contención de la amplia galería de promesas, las más de las veces de imposible cumplimiento, y del menudeo de pesadas descalificaciones del adversario, convertido, por obra y gracia del periodo electoral, en la peligrosa condición de enemigo a exterminar. Para los partidarios de la duración temporal de las campañas, ésta sería conveniente para poner el foco en la política solamente con carácter previo a la consulta electoral, lo cual serviría para proporcionar algún conocimiento en determinados sectores indecisos de la población. Sin embargo, resulta tan alto el volumen de la vocinglería que se desata en esos tiempos que apenas sí resulta fácil distinguir las voces de los ecos -que decía Machado-, cuando no a éstos de la cacofonía de los ruidos estridentes.

Pero este esquema argumental, cualquiera que sea la opinión que acerca de él podamos tener, ha quedado hecho añicos en la nueva política que experimentan las democracias. No cabe en estos tiempos referirse a la campaña electoral cuando ésta se desarrolla todos los días en una especie de circo que carece de descanso incluso en los fines de semana ordinarios y en las antaño sagradas fiestas de guardar de nuestros antepasados. Los parlamentos ya no debaten, gritan; los afiliados y simpatizantes aplauden en cualquier reunión, a condición de que sea televisada, cuando el orador levanta la voz y señala con su dedo acusador al contrario; las mesas petitorias de los partidos compiten con las de la lucha contra el cáncer en las calles de las ciudades y te ofrecen firmar cualquier tipo de iniciativa en contra de alguna medida catastrófica adoptada por el gobierno de turno. El coso mediático, los tertulianos, las crónicas periodísticas… han creado una especie de bazar ambulante en el que unos y otros, políticos y agentes de comunicación, desempeñan a la vez el papel de oferentes y demandantes de noticias que publicar y comentar.

Y en este contexto, un año electoral como el que estamos atravesando en España, podría considerarse como una especie de campaña agravada. En ella se antoja la más que previsible anticipación de los peores pronósticos; uno de cuyos ejemplos lo constituye la impostada refriega del gobierno central contra la junta de Castilla y León respecto de un pretendido protocolo de información a las mujeres embarazadas para que se lo piensen antes de proceder al aborto. Cuando se escriben estas líneas, algunos medios aseguran que el gobierno estaría buscando pruebas de la invasión que el plan castellano-leonés tiene previsto en la materia, lo que vendría a aseverar que, una vez culpable ese gobierno autonómico de una medida de tanta gravedad, sólo haría falta comprobar que así lo ha sido. Vendría antes, por lo tanto, la condena que el conocimiento de los hechos (como se ve, una gestión muy garantista en cuanto al procedimiento seguido). ¿Y qué decir de la inacción del gobierno respecto de los incumplimientos de las sentencias de los tribunales por la Generalitat respecto de la educación en el idioma común, una lengua que hablan 550 millones de personas en el mundo y que resulta perseguida en algunas de nuestras comunidades autónomas? Nada, por supuesto, a los socios se les pasa la mano por la espalda; a los enemigos se les aplica la legislación vigente, y en el caso de que fuera preciso, se crea una norma “ad hoc” o se retuerce la ley para que contemple el caso en cuestión.

Más aún, una de las razones para reducir en el tiempo las campañas electorales viene dada por las heridas que infligen éstas a los contendientes; unas heridas que luego es preciso coser, a veces con no pocas dificultades. En tiempos de polarización política, agravada por las contiendas que suponen estas convocatorias, el abismo que se produce entre los protagonistas de unos y otros partidos resulta tan profundo que ningún buen componedor sabría qué hacer con los restos del naufragio.

El sistema político creado por la Constitución de 1978, al igual que el canovista de 1876, tiene su base en la existencia de dos grandes partidos situados en la izquierda y la derecha del tablero político, con la alta mediación de la magistratura del Rey, una organización que superaría los enfrentamientos civiles vividos por los españoles y la desgraciada dictadura de los 40 años franquistas. La Restauración pretendía también dejar atrás las guerras civiles carlistas y las inestabilidades de la primera República y otras de la época, y se articulaba en dos grandes partidos, llamado uno -el conservador- a evitar la tentación carlista de retornar a las armas, y el otro -el liberal- a atraer a los republicanos más templados para disuadirles de emprender la peligrosa deriva de una segunda República; cerraría el círculo virtuoso la figura de un Rey, intérprete de la voluntad popular y jefe último de un ejército tan levantisco que cuando en Europa se referían a un militar poco disciplinado con las órdenes civiles se le calificaba de “general español”.

Sustituido el Pacto del Pardo restauracionista por el constitucional de 1978, el sistema español no podría aguantar permanentemente una situación de tensión como la que estamos viviendo en estos momentos. Es urgente, antes de que sea demasiado tarde, un retorno a la lealtad constitucional y la recuperación de los valores que un día fueron modelo de comportamiento y objeto de respeto para buena parte del mundo.

martes, 10 de enero de 2023

VIVIR EN UN PUEBLO, MORIR EN LA CIUDAD


Pubicado en Iberian Style, el 10 de enero de 2023

Los pueblos son así. Ni mejores ni peores que las grandes ciudades. Y no es posible pretender que las deficiencias de unas y de las otras se resuelven en las urbes intermedias que son poco menos “un quiero y no puedo” en el que el anonimato se pierde lo mismo que el sentido de pertenencia a la colectividad. Vivir en un pueblo, morir en la ciudad.

Era el domingo que daba final al larguísimo puente que las fiestas de la Inmaculada y de la Constitución nos deparaba este año de 2022. Y era una iglesia de un pueblo del pirineo navarro cuyo censo no llega a los 300 habitantes. El avanzado otoño había depositado ya su ocre hojarasca sobre los paseos que conducen a Santiago de Compostela o regresan de la ciudad que lleva el nombre del apóstol. Un frío húmedo envuelve las mañanas y recorre las tardes como anticipo glacial de lo que pueda ser el invierno que suceda a esta estación, o no… porque en los tiempos actuales, en los que no existe nada que sea seguro, la climatología se ha instalado también en la incertidumbre.


Entramos en el recinto que se ha caldeado para la ocasión. Las Iglesias constituyen los mejores refugios donde refrescar los calores estivales, en especial cuando no existía el aire acondicionado, pero se convierten en trampas a veces mortales en los días del invierno, porque no hay calefactores suficientes para suavizar los rigores del frío, dado el ingente espacio que ocupan. Nos envuelve entonces una rara sensación de confort cuando avanzamos por entre las filas de bancos antes de decidir dónde ubicarnos para acometer el trance de la ceremonia.

“No se llenará”, piensas. Es demasiado oratorio para tan escasos devotos. Y eso que a la entrada habíamos observado a unos cuantos vecinos apostados junto a los gruesos muros del templo, que sin duda esperaban a la llegada del féretro. A un lado del altar se reconoce a un grupo de gentes del pueblo, formando una hilera, que departen animadamente: se trata del coro.

Salen el oficiante y los monaguillos del recinto. A los pocos minutos vuelven escoltando al ataúd que es introducido por los recios deudos navarros de la fallecida, que lo transportan como si se tratara de una pluma.

Da comienzo la ceremonia con la parroquia que, corrigiendo mis dudas, se encuentra repleta. Suenan los compases del órgano. Entona el orfeón de voluntarios una canción de iglesia. El sacerdote dirige unas palabras que proclaman al conjunto de los congregados que la muerta lo es de todos, de la feligresía, del pueblo en su conjunto. Un extraño halo de pertenencia comunitaria sobrevuela a los asistentes, como esa Paloma con la que los pintores representan al Espíritu Santo en algunos cuadros religiosos, junto al Padre y al Hijo.

Y la misa se produce como una cuerda que se va desenroscando con la naturalidad con que un ilusionista libera un cabo, engrasada con las melodías cantadas en español y en eusquera y con un chistu que toca el “Agur Jaunak” con el que los vascos reciben y despiden a los suyos.

UN PUEBLO, UNA CIUDAD

Un pueblo es la prolongación inherente a la condición social de sus integrantes. Aún las campanas de sus iglesias redoblan por nosotros: anuncian la muerte, el incendio o la primera comunión del niño y la boda de algún vecino. Y se hace cada uno del pueblo por nacimiento, emparejamiento o por el cariño que se intuye que profesas a la localidad y a sus gentes. Puedes carecer de certificado de empadronamiento y formar parte de él, porque tu condición de vecino está en el corazón, no en el papel.

La gran ciudad es una creación artificiosa. Sus gentes no son de ningún lugar, acaso de un barrio, de una esquina de una calle, únicos lugares en los que se les reconoce. Nacen, se desarrollan y mueren entre la indiferencia y el desconocimiento, y sus referencias y amistades se encuentran entre la parentela y la frecuentación escolar, pandillera o profesional. Y en los cortejos fúnebres -aun los más concurridos- se desenvuelve la ficción del trato social. “Tengo que ir porque era el padre del marido de mi prima, asistiré porque era la madre de mi compañero de trabajo…”. De manera que en la iglesia echas un vistazo y no ves en los asistentes apenas a gentes que conozcas, ni el oficiante sabe del fallecido poco más que su nombre, sus palabras suenan por lo tanto huecas y es imposible que alivien el dolor de los más próximos allegados; para el resto forman apenas una cantilena, un rosario de cuentas que uno no reza, pero nublan la cabeza con sus cruces y calvarios, que decía el cantautor de la Pampa argentina José Larralde.

No haré sin embargo de este comentario la excesiva elegía del pueblo. No diré que en un pueblo se vive mejor y que entre sus gentes la existencia es tan agradable que no podrías existir siquiera en su distancia. Hay demasiada invasión de tu intimidad en las localidades pequeñas. Todos saben que has llegado y cuándo te has marchado. No haré sin embargo de este comentario la excesiva elegía del pueblo. No diré que en un pueblo se vive mejor y que entre sus gentes la existencia es tan agradable que no podrías existir siquiera en su distancia. 

Hay demasiada invasión de tu intimidad en las localidades pequeñas. Todos saben que has llegado y cuándo te has marchado. No eres libre en un pueblo salvo que te pongas al pueblo por montera, lo que sería por cierto un craso error, lo mismo que un soldado, que pierde el paso en un desfile y perjudica con su torpe marcha la formación, es acreedor de la amonestación o del arresto.

El medio es el mensaje… que decía McLuhan, y el ambiente es lo que te permite modular tu comportamiento. Y el anonimato de la ciudad no deja de constituir un manto protector contra la injerencia de los otros, contra la ominosa reprobación del qué dirán, contra el escrutinio permanente de tus palabras y tus actitudes y tus actos.

Pero el ser humano se resuelve en sus contradicciones permanentes. Y a veces, a base de tanto esponjamiento personal, de tanto no ser nada concreto entre quienes te rodean, de tanta soledad acumulada forjada de indiferencia y desconocimiento, decides salir del espacio protector que te proporciona el anonimato de la individualidad y te sumerges en el ámbito colectivo de ese pueblo que acompaña a un cadáver lo mismo que ayuda a extinguir un fuego o se alegra porque un chico hace la primera comunión. Y no hay nada necesariamente religioso en alguno de esos comportamientos, porque la fe no se constituye en el elemento definitorio de esas prácticas, la creencia en algo superior o en el más allá es apenas el marco en el que el pueblo se manifiesta y dice, por ejemplo, que ha muerto uno de los suyos, que es como si todo ese pueblo hubiera muerto un poco.

sábado, 7 de enero de 2023

Nicolás Redondo, los tiempos y sus himnos


Artículo publicado en El Imparcial, el 6 de enero de 2023

Sonaba muy suave la “Internacional” en el salón de actos de la UGT el día en que los restos de Nicolás Redondo Urbieta (Baracaldo 1927 - Madrid 2023) reposaban en la capilla ardiente que los miembros de su sindicato habían dispuesto. Casi se podría decir que se trataba de una canción de cuna, de un arrullo, y no de un himno revolucionario.

En la vida hay siempre tiempos para el sosiego, como los hay para el sobresalto, y en la muerte, que es el descanso, todo invita a la quietud, hasta en esas proclamas que piden a los “pobres del mundo” -cuando no a los “parias de la tierra”- a “hacer del pasado añicos” y a que “todos nos agrupemos en la lucha final”.

Nicolás se ha ido y, en el momento de su ausencia, cabe evocar los tiempos pasados en aquel Bilbao, aquella Margen Izquierda de la ría, donde un día los industriales y los navieros y los financieros pusieron las fábricas en las que luego fueron a trabajar, primero las gentes de los caseríos de su entorno, después los hombres que llegaban de Extremadura, o de Andalucía, o de Galicia -esos a quienes los primeros nacionalistas calificaban de “maketos”-, poblando los barrios inhóspitos que sustituían a las insalubres viviendas para los proletarios, alquiladas por las mismas empresas que gestionaban las cantinas donde se dispensaba el vino barato con el que esas gentes olvidaban por algunas horas sus miserables vidas. Por esos andurriales pasaba el doctor Areilza, con nombre de calle céntrica para el inolvidable recuerdo de un liberal que no entendía una libertad desconectada de la preocupación social, como lo fue siempre el liberalismo de Bilbao, el de Gregorio Balparda, o el de ese socialista “a fuer de liberal” que era Indalecio Prieto.

Fueron más tarde las calles de Bilbao que yo recorría, donde podías encontrarte al doblar por la Alameda de Recalde con Ramón Rubial que te contaba de las dificultades que había tenido que afrontar el socialismo para asentarse en aquellos tiempos difíciles en los que los espadones militares y las bombas de los etarras ponían en peligro la delicada operación política que era la transición; o si te llegabas a la Plaza de España -ahora rebautizada por el nacionalismo imperante como “Circular”- te encontrabas con mucha frecuencia con Juan Iglesias, que había sido Consejero del Gobierno Vasco en el exilio, y te colocaba sus diatribas muchas veces interminables; o el siempre sabio, circunspecto y grave que era Antón Saracíbar -compañero y amigo entrañable de Nicolás- y sus siempre agudas reflexiones que darían para un buen libro de aforismos.

Ése era el mundo en el que conocí a Nicolás y a sus gentes, a su hijo con quien compartí militancia y amigos en las Juventudes Socialistas, de una época que ya ha pasado de tal manera que ahora me parece un sueño de lo irreal que se me representa en estos tiempos que corren y nos cogen con el pie cambiado y sin capacidad -ni convicción tampoco- apenas para recuperar el paso que nos imponen los nuevos dirigentes de la improvisación, el poder por el poder y las encuestas como sustitutivo de los programas.

Porque se nos ha ido con este nuevo año un viejo y bueno ser auténtico. Una persona con un sentido de la responsabilidad y de sus limitaciones como es raro advertir en estos días. Quien vio a Felipe González como alguien más adecuado que él para liderar al socialismo español, en tanto que él, Nicolás, se dedicaría a la UGT. Y dicen que Felipe le espetó: “¿La UGT? ¡En España lo único que se conoce es a Comisiones Obreras!” Pero cuando ya fue presidente del Gobierno, González acabó conociendo a la UGT y a su dirigente, en forma de una huelga general, en el año 1988, y de una dimisión como diputado de un hombre que haría de su vida un paradigma de la dignidad.

“Se ha ido en dos días”, me decía su hijo y amigo, consciente hasta el último momento. Y cuando me desprendo de su abrazo y salgo del salón de actos de la sede ugetista, pienso que Nicolás -el padre- habrá observado durante estos largos años de distancia con la política y el sindicalismo activo, el devenir de los acontecimientos de nuestro país, desde la tristeza que es también patrimonio de las gentes que no saben despegarse de lo que es importante y lo que es cierto: que la vida es tolerancia y respeto, que las gentes somos personas y no objetos de las apetencias de otros, que las pretensiones de unos deben ser cohonestadas con los intereses de los demás, y que la democracia es el acuerdo, lo mismo que la libertad es un valor que se conquista día a día y que no constituye un hecho necesariamente establecido.

Y dejaba atrás la melodía, resuelta en un susurro de la “Internacional”, pensando que quizás sonaría ésta como el himno de los auxiliares del Bilbao sitiado por las fuerzas carlistas. Ése que decía: “Somos auxiliares/Sin color ni grito/Somos defensores/De este pueblo invicto/Somos liberales/Y derramaremos/Toda nuestra sangre/Por la libertad”.

Y si el PSOE ganó las elecciones de 1982 con el slogan de “socialismo es libertad”, el liberalismo, al menos el que yo conocí en Bilbao, resulta necesariamente compatible con el bienestar social y la defensa de las clases más desprotegidas. Claro que el socialismo de hoy abandona la igualdad en aras de la diferencia, y el liberalismo actual reclama a veces mas el estado mínimo y la indefensión de los más débiles.

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